No tardamos mucho en reaccionar. Como éramos jóvenes y teníamos las ideas muy claras, sólo un par de horas después de que se conociera la noticia del golpe de Estado protagonizado por el general Jaruzelski en Varsovia contra el imparable ascenso de Solidaridad, los miembros del secretariado de las eurocomunistas juventudes del PCE de Santiago Carrillo nos fuimos a la puerta de la Embajada de Polonia en Madrid a clamar por la libertad y la democracia en ese país, gobernado por una dictadura y mediatizado en su independencia por la Unión Soviética de Breznev.
Hoy he vuelto a mirar la foto de nuestra protesta: una docena de chicas y chicos sosteniendo, con la verja de la representación diplomática cerrada a cal y canto a nuestras espaldas, una pancarta hecha deprisa y corriendo en la que se puede leer "Todos somos jóvenes polacos".
Y, aunque ya no tengo 20 años sino 45 y mi pelo largo se ha vuelto bastante blanco, tengo que sacar la misma pancarta de 1981 frente a la misma Embajada para seguir clamando por los derechos fundamentales en Polonia. Las diferencias son que en Varsovia no ha habido un golpe de Estado, cierto, pero sí que se está produciendo un lento pero espeluznante viaje a las tinieblas, que allí ya no gobiernan los del partido único, verdad, pero sí una coalición de radicales de derecha encabezados por los gemelos Kaczynski, y que la URSS ya no existe, evidente, pero que Polonia es miembro de la Unión Europea, esa casa común de la libertad que hemos construido entre todos.
En la pancarta tendría que cambiar algo. Ya no diría "Todos somos jóvenes polacos", sino "Todos somos Bronislaw Geremek", porque la solidaridad con el que fue uno de los fundadores de Solidaridad con mayúscula y uno de los principales oponentes a la dictadura polaca es hoy la prueba del nueve de la defensa de las libertades en la Unión Europea. Y no exagero.
Porque ocurre que al hoy eurodiputado Geremek -con el que tuve el honor de publicar en EL PAÍS el pasado 30 de marzo un artículo titulado Y si consultásemos a los europeos, proponiendo abrir la vía a la figura del referéndum a escala de la Unión sobre la Constitución Europea- le quieren retirar su acta de parlamentario por haberse negado a firmar la declaración de no haber colaborado con el régimen totalitario del socialismo real exigida a cargos electos, profesores, periodistas o funcionarios, para seguir siéndolo, por la reciente "ley de depuración" aprobada por la mayoría de derecha extrema que gobierna Polonia; la misma que también quiere perseguir, por ejemplo, a los homosexuales o retirar el reconocimiento público a los héroes -grandilocuente, pero no se me ocurre un calificativo más justo- de las Brigadas Internacionales.
El fatídico plazo para suscribir esa declaración venció el 19 de abril. Y Geremek, con su inmensa dignidad, no firmó por considerar que hacerlo sería plegarse a la loca espiral que sufren los polacos. En consecuencia, las autoridades de su país han puesto en marcha los mecanismos para que deje de representar a Polonia en el Parlamento Europeo.
Puede que dentro de unos días el Tribunal Constitucional de Varsovia tumbe la ominosa ley de depuración a la que he hecho referencia. Ojalá. Pero si no es así, el Parlamento Europeo no puede consentir que Geremek deje de sentarse entre sus miembros. No sólo ni sobre todo por él, sino por el futuro de las libertades fundamentales en la UE.
Pues cuando se habla de derechos, la soberanía nacional no existe. Ése es uno de los pilares de la Unión, cuyos países y ciudadanos se han comprometido a defender y promover valores comunes. Su ruptura en un socio, no nos engañemos, sería el debilitamiento en el resto.
Por eso, la situación de Polonia es cosa de todos y el caso Geremek concierne al conjunto de instituciones de la UE y sus países miembros. Desde luego, si dejara de ocupar su escaño en Estrasburgo, en y para el Parlamento Europeo -sede de la voluntad directa de la ciudadanía- se habría roto algo irreparable: la autoridad moral que le hace fuerte.
Tras la publicación en estas páginas del artículo con Geremek, mucha gente joven y europeísta me preguntó quién era "ese polaco de nombre enrevesado". Se lo expliqué con mucho gusto. Mas sería trágico que su figura se hiciera famosa ahora para las nuevas generaciones por no haber querido pasar por las horcas caudinas de quienes se han empecinado en representar a Orwell en el escenario de lo cotidiano y parecerse cada vez más a los jerarcas de la película La vida de los otros -paradojas de la vida-, habiendo tenido que abandonar la sede de la democracia europea. Es decir, por convertirse en la víctima más conocida de una política -la de los Kaczynski y sus aliados- que conmemora al revés el 50 aniversario del Tratado de Roma.
Tenemos que ser una piña en defensa de Bronislaw. Si no, nos veremos obligados a recitar en silencio los tristes versos de Bertold Brecht en vez de tararear -aún desafinando- el Himno a la Alegría de Beethoven.
Carlos Carnero, eurodiputado y miembro de la Presidencia del Partido Socialista Europeo.