Todos somos creyentes

A raíz de la venida del Papa a Madrid se suele hablar de los creyentes como sinónimo de los religiosos (en este caso los adeptos al catolicismo), diferenciándolos así de los no creyentes, aquellos que no profesan religión alguna. Todo ello suscita algunos interrogantes: ¿sólo son creyentes los religiosos, sean de la religión que sean? Aquellos que no creen en ninguna religión, en ningún Dios trascendente ni en otra vida, ¿no son, o no pueden ser, también creyentes, aunque sea en algo de naturaleza distinta?

Se me ha ocurrido que un método para abordar esta ardua materia e intentar responder a estas complejas preguntas, sea el de acudir al conocido ensayo de Ortega y Gasset Ideas y creencias, escrito en 1934, todo un clásico. Ortega siempre tiene una ventaja: te guía por sendas complicadas con una claridad de razonamiento que, al menos, evita que te pierdas. Puede ser que el punto de llegada, o el de partida, no sean convincentes; pero nunca dejas de seguir la argumentación por la que te conduce el maestro. Así pues, de su mano, intentaré contestar a las preguntas que formulaba al principio.

La creencia es aquel tipo de conocimiento que nos encontramos ya dado y que hemos incorporado a nuestro modo de ser sin ponerlo siquiera en cuestión porque lo consideramos indubitable o, mejor dicho, previo a toda tentación de duda. Es decir, creemos porque la verdad objeto de la creencia no necesita ser demostrada ni argumentada para que la consideremos como tal verdad.

“Creencias –dice Ortega– son todas aquellas cosas con las que absolutamente contamos aunque no pensemos en ellas. De puro estar seguro de que existen y de que son según creemos, no nos hacemos cuestión de ellas sino que automáticamente nos comportamos teniéndolas en cuenta”. Para ilustrarlo no hay por qué remontarse a las grandes cuestiones trascendentales. Basta con un burdo ejemplo: “creemos” que los muros son impenetrables y, por tanto, para llegar al otro lado, sin pensarlo damos un rodeo.

De las creencias se distinguen las ideas, un concepto muy distinto. Así como las creencias son algo que nos encontramos dado y aceptamos sin plantearnos su verdad o mentira, las ideas se adquieren, son un producto del acto de pensar, el resultado de un esfuerzo de nuestro intelecto. Uno vive en una creencia, está en ella; en cambio, tenemos ideas, estas se obtienen tras un proceso cognitivo mediante el cual logramos alcanzarlas. “Las ideas son, pues –dice Ortega–, las cosas que nosotros de manera consciente construimos, elaboramos, precisamente porque no creemos en ellas (...) Las ideas nacen de la duda, es decir, de un vacío o hueco de creencia (...) actúan allí donde una creencia se ha roto o debilitado”. La creencia es un legado de la tradición, la idea una creación propia producto de la operación de pensar.

Si aceptamos esta contraposición entre ideas y creencias, en nuestra tradición cultural el conocimiento surge de una enconada lucha entre ambas. En la historia del pensamiento occidental, las ideas procuran ir ampliando su campo en detrimento de las creencias: el objetivo es llegar a un mínimo de creencias y a un máximo de ideas. Es el combate de la razón contra la tradición. Ya los filósofos presocráticos empezaron a dudar que los fenómenos naturales –el viento, el fuego– encontraran su fundamento en la voluntad de los dioses. Más tarde, los clásicos griegos pusieron las primeras piedras de la ciencia en sentido moderno. Con el cristianismo, el conocimiento se hace teológico y se basa en una creencia: la verdad ha sido revelada por Dios en la Biblia. En coherencia con tal creencia, mediante el intelecto se establece un sistema de ideas: la escolástica.

La ruptura radical con este fundamento teológico lo formula Descartes. Su cogito ergo sum, el pienso luego existo, significa que para alcanzar el conocimiento toda creencia debe ser puesta en cuestión. No hay, pues, verdad revelada, sólo un método para alcanzarla basado en la razón, es decir, la posibilidad que tiene el ser humano, y sólo el ser humano, de pensar. Pero en el fondo, si bien se mira, el método cartesiano también se basa en una creencia: en que todo debe ser puesto en duda y sometido a la razón. A partir de ahí vendrán las ideas mediante las cuales podremos ir accediendo a la verdad, a una cierta y provisional verdad, siempre cuestionada.

Así pues, tanto religiosos como no religiosos son creyentes. Unos creen que sólo un Dios trascendente, que conoceremos con certeza tras la muerte, es la fuente que revela mediante un libro todo conocimiento. Otros creen en la capacidad humana de utilizar las ideas –producto de la observación, la experiencia, la argumentación, hasta la intuición– para que podamos irnos acercando a la verdad.

El progreso humano, hoy tan poco de moda, probablemente consista en ese camino que conduce al predominio de las ideas sobre las creencias. Al final sólo debería quedar una creencia: la duda como método. Todo lo demás serían ideas. Pero como la duda es también una creencia, ninguno dejamos de ser, ciertamente en más o en menos, creyentes.

Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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