La Embajada de España, amparada por su Bandera, ha sido atacada en Kabul. No es la primera vez, ni sin duda será la última, que una representación diplomática es agredida. Tampoco la ficción jurídica en la que consiste la extraterritorialidad puede equipararse, a efectos de defensa, al territorio nacional, cuya intangibilidad es un interés vital que el Estado está llamado a defender haciendo uso de la fuerza. Es cierto, sin embargo, que la soberanía nacional ha sido ofendida y que dos de los nuestros han perdido la vida como consecuencia de ello.
Echamos de menos ahora esa cohesión que hemos visto tras el atentado de París: todos somos Francia, se dijo, y se sigue diciendo. Y, en cuanto al presidente Hollande, no tuvo duda: Francia está en guerra, fueron sus palabras. Visto lo visto en días pasados, y aún fresca la sangre de los dos policías muertos en acto de servicio, cabe dudar de que todos seamos España, a pesar de las banderas a media asta y minutos de silencio. O dicho de otra manera, como obras son amores y no buenas razones, no me queda claro que tengamos la resolución, o los redaños, vaya, que hay que tener para defendernos.
Cuando algo malo sucede, todos miramos al Gobierno, porque el liderazgo es connatural a toda sociedad humana, aunque a veces aquí se persiga sañudamente. Una vez más, no vemos más que dudas, la primera en la frente: no ha sido un ataque contra España, sino contra una casa de huéspedes. Pero bueno ¿acaso no nos han demolido media Embajada? ¿O vamos a considerar el estropicio un «daño colateral»? Aquella misma noche tuvimos que oír de nuevo en las tertulias una acusación velada y falaz: «el Gobierno no puede mentir». Y ya estamos en lo de siempre, buscar culpables entre nosotros, y en plena campaña electoral.
En el fondo, los voceros del «no a la guerra» han venido convenciendo a la ciudadanía de que nosotros, españoles y occidentales, somos castigados por buscar la confrontación con otras civilizaciones, en particular la musulmana. ¿A quién puede extrañar, con tales antecedentes, que el Gobierno de la nación se haya puesto de perfil hace unos días ante la perspectiva de defendernos en Malí, codo a codo con nuestros aliados? No hace sino seguir aguas de Rodríguez Zapatero, para quien Afganistán era una oportunidad de ofrecer ayuda humanitaria, aunque desde allá llegase un rumor de guerra, en el que, por cierto, inevitablemente resonaban nuestras armas, para también inevitable disgusto del Gobierno.
Eran, y son, rumores de guerra, que no pueden ignorarse cuando, aunque vengan de remotas montañas o desiertos lejanos, irrumpen en nuestras vidas cuando, en libertad, hacemos algo tan inocente como asistir a un espectáculo o acudir a trabajar. Entonces ya no puede desconocerse que somos todos quienes estamos siendo atacados. Sólo cabe luchar, porque la libertad no es gratis, hay que merecerla. Y así, estamos en guerra, guste o no al Gobierno y a la oposición.
Es ésta una forma de enfrentamiento que ha dado en llamarse «conflicto de cuarta generación», por distinguirlo de otros que hemos vivido, como la Guerra del Yom Kippur de 1973 e incluso la II Guerra del Golfo de 1991. Ahora no se distingue el frente de la retaguardia, no siempre existen objetivos geográficos y se lucha con medios y procedimientos asimétricos y complejos, no puramente militares. Pero, sin duda, los hechos corresponden a la definición de guerra como acto violento en la que las partes contendientes hacen uso de la fuerza para alcanzar sus fines, sean ofensivos o defensivos.
Maquiavelo enseñó al Príncipe que la guerra era el más grave asunto que quien ejerce el poder está llamado a afrontar. Es obvio que la naturaleza democrática del Estado exige formas jurídicas para el ejercicio de la fuerza que han de ser respetadas. No obstante, sin cohesión de la sociedad en torno al interés supremo de defender su forma de vida y su misma existencia, y sin un firme liderazgo nacional, ninguna guerra puede ganarse. Lejos de reducirse a un rumor en los periódicos, esta guerra afecta a nuestras vidas, y acaso más cada día que pase, hasta que se logre acabar con la amenaza que pende sobre nuestras cabezas.
Hemos sufrido la muerte de dos policías que defendían con las armas la seguridad de todos. Por eso mismo, no quisiera considerarles víctimas, sino sentidas bajas en el cumplimiento del deber. Guardemos su memoria junto a la de los combatientes que les han precedido en el camino del honor, con todo respeto y afecto a sus familias. El mejor homenaje que podemos rendirles no son nuestras lágrimas, sino proclamar, con orgullo y resolución, que todos somos España.
Agustín Rosety Fernández de Castro, general de Brigada del Cuerpo de Infantería de Marina (R).