Tolerancia a las frustraciones

La cuestión que parece estar detrás de la confrontación política actual tiene que ver, en gran medida, con la tolerancia. Pero entendida esta en el sentido desarrollado por Rafael del Águila: una tolerancia democrática que requiere combinar de manera prudente principios y consecuencias (integrar la ética de los principios y la ética de la responsabilidad de Weber), dos ámbitos en permanente tensión. Esto significa que, si bien el consenso sobre las reglas del juego es indispensable, también la convivencia necesita “el establecimiento de un modus vivendi tolerante basado en la negociación y el compromiso, no en la racionalidad y el consenso”. Es decir, que no siempre se puede aspirar a soluciones plenamente perfectas e impecables, sino que habrá que optar en ocasiones —las más de las veces, cabría decir— por soluciones no tan perfectas ni tan inmaculadas: es decir, por el mal menor.

Desde la transformación formal del sistema de partidos en las elecciones generales de 2015 —cuando Podemos y Ciudadanos se incorporaron al Congreso sumando un 30% de los votos y casi un tercio de los diputados— las mayorías absolutas en España son, por lo menos de momento, cosa del pasado. Ahora, son necesarios los pactos y los acuerdos entre diferentes formaciones políticas para, entre otras cuestiones, poder elegir al presidente del Gobierno, para aprobar los Presupuestos Generales del Estado o para aprobar leyes de calado como la más reciente sobre el derecho a la eutanasia.

El acuerdo para elegir al actual presidente del Gobierno costó una repetición electoral —la segunda en cuatro años— y dio como resultado el primer Ejecutivo de coalición de la reciente historia democrática de España. Aunque la llegada del multipartidismo a nuestro país ha dificultado la conformación del Gobierno nacional, la mayoría de los españoles lleva manifestando su preferencia por este sistema plural desde mayo de 2014 de manera casi invariable (en una proporción aproximada de 60/40), antes que por un sistema bipartidista como el anterior que caracterizaba a nuestro país (a pesar de que este facilitara en mayor medida la formación de Gobiernos). Y las opiniones favorables hacia Gobiernos que no fueran monocolor también han prevalecido a lo largo de estos últimos años. En otras palabras, la cultura del pluralismo político estaba presente en los ciudadanos antes que en los partidos y en sus líderes políticos y, en este sentido, los cambios que se han producido son la respuesta a una demanda ciudadana preexistente. Que haya más partidos, pero que sean capaces de llegar a acuerdos.

En este marco habría que encuadrar la aprobación parlamentaria de los Presupuestos Generales del Estado para el próximo año presentados por el Ejecutivo presidido por Sánchez que ha logrado el apoyo de 189 de los 350 diputados del Congreso. El respaldo más transversal que hasta este momento han recibido las cuentas del Estado, con 11 formaciones políticas con representación en el Congreso de los Diputados votando a favor. Los PGE son, probablemente, la herramienta más ideológica con la que cuenta un Gobierno para poder desarrollar su programa. Es así, porque establecen, entre otras cosas, las políticas de gasto y de inversión pública del Gobierno. Es decir, condicionan qué y en qué grado se pueden o no aplicar cierto tipo de políticas públicas que inciden directamente, en mayor o menor medida, en la vida y en el bienestar de los ciudadanos. El Gobierno requiere de una mayoría simple (más síes que noes) para poder aprobarlos, lo que, en tiempos de pluralismo político, multipartidismo y ausencias de mayorías suficientes se traduce en tener que pactar y llegar a acuerdos con formaciones políticas de diverso signo. Sin embargo, a pesar de lo excepcional del momento (la crisis del coronavirus se ha abordado con el Presupuesto que presentó en primavera de 2018 el Gobierno de Mariano Rajoy), y del gran respaldo recibido, la polémica que ha centrado la agenda política y mediática en torno a ellos ha sido el apoyo de los partidos independentistas y nacionalistas. Se resaltan más las discrepancias —que, sin duda, las hay— y no tanto las concordancias.

Por otro lado, el pasado 17 de diciembre el Congreso aprobó la proposición de Ley Orgánica de regulación de la eutanasia. La norma tiene que pasar todavía por el Senado, pero se prevé que en marzo del año que viene se apruebe definitivamente. En ese momento, España pasará a ser el cuarto país europeo donde se permita el derecho a la eutanasia. La aprobación en el Congreso ha sumado 198 votos a favor frente a 138 en contra (y dos abstenciones), un elevado acuerdo parlamentario —solo PP, Vox y UPN han respaldado el “no”, aunque argumentando motivos diferentes— que se corresponde con el amplio apoyo que venía recabando entre la opinión pública española una ley de muerte digna como la aprobada este mes: según datos de Metroscopia, del 53% de los españoles que se mostraba a favor en 1998 se ha pasado al 87% de hace tan solo un año (porcentaje que incluye a la mayoría de votantes del PP, de Vox y, también, de los católicos practicantes).

Sin duda, el multipartidismo implica en ocasiones una elevada polarización del debate y de los espacios políticos porque los partidos intentan diferenciarse de otras formaciones con las que compiten por el mismo electorado aumentando el grado de confrontación —y a veces de crispación— política. Pero, como contrapartida, el multipartidismo promueve democracias más plurales, más negociadas, más necesitadas de acuerdos. Y a tenor de los hechos, parece que más allá de la evidente polarización partidista o de bloque actualmente presente en la vida política española — y que la pandemia del coronavirus ha venido, incluso, a exacerbar— hay ciertos espacios de consenso (delimitados por políticas concretas) que permitirían llegar a esos acuerdos entre diferentes formaciones políticas tan necesarios y demandados. Aunque para ello, en ocasiones, haya que optar por el mal menor.

José Pablo Ferrándiz es doctor en Sociología, Investigador Principal de Metroscopia y profesor en la UC3M.

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