Tomando las «Fake News» en serio

El fenómeno de contar mentiras y, en particular, de difundir mentiras con apariencia de noticias verídicas, tiene mayor impacto que nunca por la facilidad de cualquier ciudadano de compartir cualquier comentario on line, con un impacto universal inmediato. Comentarios que los demás ciudadanos pueden a su vez difundir infinitamente, sin filtros de comprobación por nadie. Y que las cuentas para la difusión masiva automatizada (bots) sobredimensionan, multiplicando la viralidad.

De ello se están aprovechando toda clase de sujetos (individuos, organizaciones, partidos políticos, medios de comunicación, Estados…) con los más variados objetivos: maniobrar sobre decisiones personales, manipular la opinión pública, desprestigiar o enaltecer personas, hacer lobby, obtener réditos económicos o políticos; propagar ideologías o creencias; difundir extremismos; agitar crisis; contribuir a la ciberdelincuencia o el ciberterrorismo…

Se dice que para 2022 estaremos consumiendo más noticias falsas que verdaderas. Pero no agobia solo el número. El Brexit, la propaganda sobre el fracaso de Europa, las elecciones en USA o en Francia, o las manipulaciones sobre el referéndum secesionista ilegal en Cataluña, revelan que ya no hay proceso político que no se vea afectado por la manipulación de la información, incluyendo la interferencia entre Estados. Y la sensación de que algo hay que hacer se ha multiplicado al conocerse la utilización de los datos obrantes en Facebook para manipular la campaña electoral norteamericana, y las subsiguientes excusas de Zuckerberg ante los Parlamentos de América y Europa. No hay recetario de medidas sobre las fake news que no incluya los capítulos de la concienciación y la autoregulación. Pero parece poco realista pensar que de este modo vamos a resolver el problema o mitigarlo de forma significativa. Apelar al autocontrol de las plataformas digitales o a programas educativos de usuarios, como acaba de hacer, de forma decepcionante, la Comisión Europea, está muy bien, pero no basta para afrontar el problema en su verdadera magnitud.

Desde luego, los medios y los prestadores de servicios de internet deben extremar sus capacidades para preservar la verdad y frenar la difusión de la mentira. Son por eso bienvenidos los verificadores que están naciendo para desenmascarar mentiras y el hecho de que las plataformas empiecen a tomar medidas como las de etiquetar noticias falsas o trazar colaboraciones con estos fact checking groups. Incluyendo, como estos días está haciendo Facebook, imágenes y videos.

Pero sin duda, frente a las tímidas reacciones del presente, los Estados y las organizaciones internacionales no van tardar en tomarse en serio el problema de manera mucho más incisiva. Seguro que las plataformas no ignoran que es imposible sostener un escenario en el que, sin intervenir para evitarlo, son cauce imparable de falsedades y manipulaciones para derribar gobiernos, adulterar elecciones o consultas populares, amenazar la democracia, vulgarizar en fascículos on line la ciencia del crimen y el terrorismo, anular contratos o manipular la economía mundial. Antes o después van a intervenir los poderes públicos con medidas que van a ir mucho más allá de apelar a la buena voluntad de los intermediarios, aunque solo sea por razones de pura supervivencia del Estado democrático.

Es cierto que, como ocurre con otras legislaciones, la que afronte la difusión exhaustiva de noticias falsas va ser cualquier cosa menos fácil. El volumen de información a vigilar es brutal. Discriminar lo verdadero y lo falso no es precisamente sencillo. La frontera con rumores, sátiras, periodismo escandaloso, propaganda o publicidad, por citar solo algunas zonas conflictivas de delimitación, será siempre borrosa. Y, por supuesto, se trata de no perjudicar la libertad de expresión. Pero para eso existen los poderes públicos y el Derecho, para proporcionar soluciones posibles a problemas complejos. Para el caso del conflicto entre bienes jurídicos –y aquí hay muchas libertades en conflicto: privacidad, fama, seguridad, propiedad intelectual…–, disponemos los juristas de técnicas de ponderación entre derechos fundamentales, buscando equilibrios razonables. Con demasiada frecuencia se olvida además que el derecho a comunicar o recibir información se limita, en el artículo 20 de nuestra Constitución, a la información «veraz».

Se requerirán medidas, proporcionadas, a todos los niveles. Tradicionales (incentivos, sanciones…) o propias del siglo XXI (algoritmos, nueva cultura digital…). Por citar solo algunas que ya se barajan: incentivar a medios fiables; reducir valoraciones que disminuyan anunciantes (como ya planteó Google); articular algoritmos que diferencien entre lo verdadero y lo falso; imponer procedimientos de alerta temprana; cerrar cuentas falsas que agitan ánimos o cuentas automatizadas que se hacen pasar por personas reales; crear organismos independientes que permitan afrontar (o ayudar a los jueces a afrontar) los casos arduos; imponer que los proveedores de servicios de internet hagan pública la trazabilidad de sus informaciones y contenidos, evidenciando las fuentes; actuar contra quien financia determinados mensajes o en determinados periodos (como los electorales), etc…

La Ley alemana multa ya la no eliminación inmediata de determinados mensajes o noticias. El proyecto Macron plantea autoridades especializadas, transparencia de patrocinadores, supresión de noticias o cierre de cuentas, e incluso delitos en casos muy graves… Entre nosotros, el PP ha sometido a debate en el Congreso –sin éxito– una proposición para «sellar» falsedades, fortalecer los servicios de seguridad pública y reforzar la cooperación internacional. Y el PSOE ha propuesto, entre sus enmiendas a la reforma de la LPD, que los responsables de las redes sociales garanticen la veracidad informativa, y que se ejecuten «protocolos efectivos» para «eliminar contenidos que atenten contra el derecho constitucional a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de comunicación».

Tenemos en definitiva sobre la mesa un reto formidable ante el que hay que ponerse ya manos a la obra y con tratamientos verdaderamente efectivos y no con los simples apósitos del voluntarismo. Con la implicación de todos. Los sujetos públicos liderando y ejecutando una auténtica política dirigida a combatir las noticias falsas. Y los sujetos privados, priorizando decididamente la autorregulación, y contribuyendo para que la regulación que va a venir sea al tiempo lo más efectiva y lo menos invasiva posible.

Ignacio Astarloa, exsecretario de Estado de Seguridad.

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