Tomar el Valle

El presidente Sánchez ha establecido como una de las prioridades de su Gobierno decidir el destino del Valle de los Caídos, el colosal mausoleo donde están enterrados Franco, José Antonio y miles de soldados nacionales y republicanos, algunos exhumados sin permiso de las familias para completar el proyecto del dictador. El monumento es problemático: conmemora la victoria de un bando sobre otro, haciendo de las personas enterradas meras piezas de un sistema de representación.

Los planes del Gobierno parecen sugerir que los únicos restos que dan significado al monumento son los del dictador, como si los otros miles de cuerpos supusieran un problema ideológico menor. Sin embargo, mientras Cuelgamuros sea un cementerio no se podrá sustraer al ideal que lo levantó. El Valle de los Caídos no se fundó como cementerio civil, no puede ser Arlington. En este último, conmueve la sobriedad de las tumbas idénticas, con la misma lápida blanca donde se leen el nombre, el rango, las fechas de nacimiento y fallecimiento, y el lugar donde cada persona perdió la vida. Por el contrario, la identificación es un lujo en el Valle de los Caídos. Miles de cadáveres yacen anónimamente, celebrando la patria que les dio muerte.

Para que la democracia pueda apropiarse el Valle tendría que dejar de ser un cementerio. No puede albergar caídos por ninguna patria, porque esos caídos no estaban siquiera de acuerdo sobre la patria en cuestión, y nuestra posición colectiva sobre el conflicto tiene que ser clara. Es cierto que, aun exhumando todos los restos, una arquitectura tan marcada por la historia seguiría dificultando determinar el futuro del monumento. La única solución parecería ser entonces convertirlo en otro centro de peregrinaje: si ahora son los nostálgicos del régimen quienes lo visitan, al transformarlo podrían ser los descendientes de sus víctimas. Pero esta transformación daría a entender que el concepto de memoria abarca únicamente la historia que no se pudo contar durante la dictadura y que nuestro trabajo, como herederos, se limitaría a recordar a aquellos que la padecieron. Sin embargo, cuando un país ha estado tan dividido durante tanto tiempo, todos somos necesariamente “hijos de los vencedores y de los vencidos”, y todos tenemos derecho a querer y a honrar en privado a nuestros familiares. Las diferencias de bando son una herencia que se nos tiene que explicar, pero que no puede dar forma a nuestro espacio público.

La construcción del monumento empezó al acabar la guerra, y se utilizó mano de obra forzada republicana. Pensar que la historia del Valle de los Caídos es la de la Guerra Civil es reductor: cada piedra nos cuenta además la historia de su construcción. Esto no se tiene en cuenta cuando se decide sobre su destino, puesto que se piensa más en el símbolo ideológico que en la realidad material que lo sustenta. Hacer del Valle el monumento a los que no lo tuvieron olvida que su construcción tiene también una historia propia, con el telón de fondo de la dictadura, y que nada impediría que se abordasen como dos relatos distintos. El primero, el de la historia del Valle, recordaría a quienes participaron en su construcción, ciudadanos de una España vencida o de una España pobre que buscaba trabajo después de un conflicto que había destrozado el país. El segundo es el que se nos tendría que enseñar en las escuelas. Haciendo esta diferencia y practicando esta autorreferencialidad con respecto al monumento, neutralizaríamos la ideología que lo inspiró y liberaríamos, para apropiárnoslo, un espacio al que devolvemos su historia. El Valle de los Caídos podría entregarse entonces a los ciudadanos como está, pero sin tumbas, para que a lo largo de los años lo aprovechen como estimen: como centro cultural, de conferencias o cualquier otro uso, a condición de que en muros y recintos esté siempre presente la historia de su construcción.

En Berlín, el edificio del ministerio de aviación nazi y luego casa de los ministerios bajo Stalin alberga hoy el Ministerio de Finanzas. En la fachada que da a la avenida que lleva a Potsdamer Platz, hay un mural comunista que muestra la gran marcha del proletariado hacia la modernidad. En 2000, el artista Wolfgang Rüppel realizó frente a él una instalación con la fotografía de una de las primeras manifestaciones anticomunistas del Este, el 17 de junio de 1953. La fotografía tiene las mismas dimensiones que el mural del que es reflejo. En espacios semejantes, Berlín no fosiliza ni destruye su historia, sino que la muestra. Como la fotografía de Rüppel, que desmiente el realismo socialista del mural, habría que contar la historia del Valle y mostrar cuanto esconde su grandilocuencia. Cuelgamuros no está en el centro de Madrid, pero es tan nuestro como la Gran Vía o la Puerta del Sol. Solo tendríamos que tomarlo.

María R. Mestres es licenciada en Letras por La Sorbona y la EHESS de Paris, y doctoranda en el Freie Universität de Berlín.

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