Tomar partido en la guerra contra el Islam

El primer ministro francés, Manuel Valls, tenía razón cuando hace poco dijo que no existía ninguna buena excusa para el yihadismo. Rechazar la cultura de las excusas, dijo Valls, también significaba resistir la tentación de insistir con las explicaciones del impulso yihadista.

Y Valls también estaba en lo cierto cuando el 4 de abril advirtió sobre el peligro de una victoria ideológica del salafismo, la doctrina por detrás del yihadismo, que ve a Europa (y, dentro de Europa, a Francia) como el terreno por excelencia para la proselitización.

Uno tras otro, los gobiernos franceses, a lo largo de tres décadas, renunciaron a su responsabilidad de involucrarse en este debate. Pero si bien la pasividad puede haber garantizado la paz social en el corto plazo, permitió que otros valores diferentes a los de la república echaran raíces en amplios sectores de las ciudades francesas. Y lo que vino después fue una ceguera deliberada: los gobiernos se negaron a reconocer que el fundamentalismo islámico militante era, en verdad, un islamofascismo, la tercera variante global de totalitarismo que los críticos intransigentes habían venido denunciando desde hacía 25 años.

Esta deficiencia por parte del gobierno se vio secundada por la miopía cómplice prevaleciente en los extremos del espectro político. En 2012, Marine Le Pen, líder del Frente Nacional de extrema derecha, puso en un mismo saco (para condenar a ambos) el símbolo religioso que es la kipá y el emblema político que es el velo. Y este mes, la senadora ecologista Esther Benbassa sostuvo que una minifalda no es menos ofensiva que un chador. ¿Qué estaban haciendo Le Pen y Benbassa sino aceptar una forma de salvajismo cuyo rostro ocasionalmente humano no nos debería dejar olvidar que hay gente que mata, mutila y viola en su nombre?

A este problema hay que sumarle la ventaja bien conocida que tienen los extremistas sobre los moderados: la de gritar más fuerte. De la misma manera que los montañeses impusieron su voz por sobre la de los girondinos en la Asamblea Legislativa durante la Revolución Francesa, los yihadistas furibundos hoy acallan a la gran cantidad de musulmanes que sólo quieren que los dejen solos para practicar su fe en paz y con respeto por los otros y por la ley.

Y, finalmente, está la marcha atrás timorata que suelen dar nuestros líderes cuando los fanáticos religiosos estigmatizan a quienes los ofenden. Ayer fue el novelista indio Salman Rushdie; hoy es el novelista argelino Kamel Daoud. El primer reflejo de muchos líderes en esos momentos es estigmatizar a las víctimas una vez más al sugerir que lo estaban buscando.

En cualquier caso, el resultado es sencillo: el apaciguamiento del radicalismo violento sólo fomenta más de lo mismo. En consecuencia, nos encontramos en un estado no declarado de emergencia intelectual que, lamentablemente, ha dado lugar a los estados de emergencia que nuestros gobiernos proclaman luego de un atentado terrorista.

Lidiar con esta emergencia requiere, por sobre todas las cosas, decir y hacer lo contrario de lo que muchas veces se ha dicho y se ha hecho. Específicamente, debemos llamar a las cosas por su nombre. Un islamista puede ser un musulmán perdido o un musulmán que se fue por el mal camino, pero sigue siendo un musulmán. Debemos dejar de repetir ad nauseam que estos musulmanes aberrantes "no tienen nada que ver con el Islam".

En otras palabras, debemos reconocer que hay dos Islams atrapados en una lucha a muerte y que, como el campo de batalla es el planeta y la guerra amenaza los valores que abraza Occidente, la lucha no es únicamente asunto de los musulmanes.

Una vez que lo admitamos, debemos dedicarnos a identificar, desenmarañar y exponer las redes de odio y terror islámico con la misma energía y el mismo ingenio que hoy se aplican a desenmascarar las argucias globales de los evasores impositivos. ¿Cuánto tiempo tendremos que esperar para los Papeles de Panamá del salafismo? ¿Qué les impide a los grandes periódicos sacar a la luz de la web oscura a los Mossack Fonseca de la yihad global y sus empresas delictivas offshore?

También debemos ayudar, alentar y armar ideológicamente a los musulmanes que rechazan el Islam del odio y están a favor de un Islam respetuoso de las mujeres, sus rostros y sus derechos, así como de los derechos humanos en general. ¿No es acaso lo que hicimos en un pasado no muy lejano con respecto a las personas valientes que llamábamos disidentes en el mundo soviético? ¿Y no teníamos razón, en su momento, cuando ignorábamos a quienes nos decían que los disidentes eran una minoría que nunca, jamás, se impondría a la ideología férrea del comunismo?

Eso significa proteger y defender a Daoud (para dar sólo un ejemplo actual), un escritor de lengua francesa y de origen musulmán que sugirió que quienes buscan refugio en Europa harían bien en aprender a apreciar los valores europeos. Por eso, a Daoud le cayó encima una doble fatwa: una de sus "hermanos asesinos", tomando prestada la frase del periodista argelino-francés Mohamed Sifaoui, y otra de un puñado de intelectuales franceses supuestamente progresistas y antirracistas que lo acusaron de "reciclar los clichés más trillados del orientalismo" cuando instó a los hombres árabes a respetar la dignidad de las mujeres.

Los verdaderos antirracistas, antiimperialistas y defensores de la democracia republicana deben tomar partido por el bando del Islam de la moderación y la paz en su guerra contra el Islam criminal de los salafistas. Es una guerra ideológica, teológica y política, que atraviesa mundos, culturas y lo que hacemos bien en llamar civilizaciones, desde los barrios marginales de Francia a aquellas zonas -por ejemplo, Kurdistán, Marruecos, Bosnia y Bangladesh- donde el Islam tolerante aún sigue vivo. Esa, a grandes rasgos, es nuestra tarea urgente. Esta es nuestra guerra.

Bernard-Henri Lévy is one of the founders of the “Nouveaux Philosophes” (New Philosophers) movement. His books include Left in Dark Times: A Stand Against the New Barbarism.

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