Reconozco que, como ciudadana, nunca había leído tantas menciones a los supuestos peligros antidemocráticos que acechan tras lo políticamente correcto y la protección de colectivos vulnerables como en los últimos tiempos. Junto a la sorpresa que siempre me causa la facilidad para establecer diagnósticos con contundencia y sin fisuras, aparece el bochorno cuando leo de vez en cuando mantras que rozan la ofensa histórica: aquello de que en el pasado —sin ir más lejos, en la Movida— había más libertad que ahora o que la dictadura de lo políticamente correcto es comparable —así, tirando de brocha gorda y sin sonrojo— a la presión moralista que ejercieron hace décadas la religión y la Iglesia.
Por supuesto, cifrar algo tan serio como la libertad en la buena salud de la trasgresión o en una supuesta libertad de expresión sin filtros antes que en la conquista de derechos esenciales me parece de una frivolidad irritante. A veces pareciera, según explicaba Jorge Dioni en The Objective, como si el patán del grupo, con sus comentarios inoportunos y sus chistes ofensivos, encarnase la heroica y aplaudible posición dentro de una guerra librada por la democracia y contra la (auto)censura. No pretendo, con todo, opinar sobre ninguna gran cuestión grandilocuente, sino sugerir que quizá empiece a merecer la pena reflexionar sobre si en aquello que nos vemos forzados a omitir, a cambiar o a modificar para adaptarnos a lo que llamamos lo políticamente correcto, no solo obtenemos información sobre lo que nos está limitando sino, también, sobre lo que nos está ampliando y ayudando a convertirnos en una sociedad progresivamente consecuente con su pluralidad interna.
Tener en consideración lo políticamente correcto conlleva casi siempre un respeto más consciente a colectivos tradicionalmente minoritarios y minorizados. En el fondo, se trata de aceptar el reto incómodo de tomarse en serio las subjetividades ajenas, de hacer un lugar en el espacio de los puntos de vista a esos otros puntos de vista, por utilizar la expresión de Pierre Bourdieu, lo cual supone, por definición, la fastidiosa labor de recortar lo propio para que dentro del relato y del imaginario quepan quienes se estaban quedando fuera. Los críticos lo suelen llamar un reaccionario exceso identitario, porque ese número cada vez más amplio de colectivos que reivindican la modificación del lenguaje, la transformación de la forma de hablar y el replanteamiento de la manera de pensar —que se reformulen conceptos, que se maticen los relatos históricos y que se repiensen los cánones, por ejemplo— estarían imponiendo en el espacio público sus sentimientos y sus subjetividades privadas. Resulta interesante comprobar la dificultad para detectar las propias, porque todos los puntos de vista, también los más poderosos y hegemónicos, son —a pesar de su facilidad para revestirse de universalismo y universalidad— intrínsecamente particulares. Quizá sería bueno que tomáramos en serio aquella metáfora que sugería la escritora Minna Salami cuando hablaba del otro lado de la montaña, esa otra ladera que te permite ver el mundo de un modo distinto cuando no te lo cuentan siempre los mismos.
No pretendo, en cualquier caso, opinar sobre cuánto debemos entender a los otros ni sobre cuánto nos tiene que convencer el modo en el que ven el mundo los demás. Por supuesto, es legítimo pensar que hay mucho de innecesario, pejiguero y sensiblero en esa figura del ofendidito reivindicada por Lucía Lijtmaer, que siempre protesta y detecta androcentrismo, eurocentrismo, heteronormatividad y tantas cosas incómodas. Lo que pretendo es apuntar que seguramente la cosa no vaya de lo que nos molesta o nos parece más o menos absurdo, moralista y superfluo a quienes (y me incluyo parcialmente) hemos disfrutado de cierto privilegio identitario, sino de cómo de en serio nos tomamos las subjetividades ajenas y de qué valor damos al hecho de que se incorporen, por fin, a la tarea de definir y construir los relatos; de si nos parecen limitantes por todo aquello que nos quitan o de si, más allá de nuestra consideración particular y de la empatía que nos despierten, nos parece que amplían, pluralizan y democratizan nuestros imaginarios.
Coincido con Lijtmaer cuando concluye que en ese rechazo a quien protesta reivindicando ser tomado en serio hay algo de lamento de una época que finaliza, aquella en la que solo unos pocos decidían sobre lo que se podía hablar y sobre cómo había que hacerlo. Recientemente, un grupo de estudiantes de máster terminaba uno de los ensayos de mi clase escribiendo que no deberíamos olvidar “nunca escuchar a quien siempre se ha silenciado”. Son voces jóvenes y críticas, ejemplifican un cambio de sensibilidad y de formas de estar y pisar el mundo. Sería de una enorme necedad por nuestra parte no celebrar que, finalmente, la montaña ha dejado de tener un solo lado.
Zira Box es profesora en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universitat de València.