Tomarse la Autonomía en serio

Por Enoch Albertí. Catedrático de Derecho Constitucional de la Universitat de Barcelona (EL PERIÓDICO, 27/01/06):

La alta temperatura que ha alcanzado el debate sobre la reforma del Estatut de Catalunya, que amenaza con seguir e incluso aumentar con la anunciada campaña del PP para pedir un referendo en toda España, sabiendo que es constitucional y políticamente inviable, pone de manifiesto que no está tan claro, o al menos algunos no tienen tan claro, el tipo de Estado y el significado de las autonomías territoriales que ha establecido la Constitución de 1978, por otra parte tan citada en este debate. Una de las decisiones fundamentales que tomó el constituyente de 1978 fue la de organizar el Estado según un principio radicalmente distinto del que en general había regido en España los últimos 200 años. Desde la Constitución de Cádiz de 1812, en efecto, y hasta el fin del franquismo, el Estado se había organizado sobre la base de un patrón no sólo unitario, sino también fuertemente centralista y uniformador, con algunos breves paréntesis, entre el que destaca sin duda el de la Segunda República. Y este modelo profundamente centralista ni hizo desaparecer la personalidad propia de los diversos territorios ni respetó las diversas identidades culturales y lingüísticas ni gestionó de forma más eficaz los asuntos públicos ni eliminó los desequilibrios territoriales ni consiguió crear un Estado fuerte y cohesionado. El Estado unitario y centralista que se desarrolló en España no consiguió nunca ser un Estado sólido, eficaz y democrático. El fracaso de este modelo, unido al empuje de las comunidades que, como Catalunya, disponen de una clara voluntad de autogobierno, propiciaron el cambio, y la Constitución estableció un nuevo tipo de Estado, basado ahora en la aceptación de la diversidad y el reconocimiento de la autonomía política de las comunidades. Un modelo, en definitiva, equiparable en lo esencial al de Estados Unidos, Canadá, Alemania, Suiza o Austria, entre muchos otros países, que establecen dos niveles distintos de gobierno, cada uno de con sus propias competencias y responsabilidades. El modelo de la Constitución de 1978 se ha desarrollado en un tiempo récord en términos históricos y hoy las comunidades autónomas gestionan más de un tercio del gasto público total y disponen de más del 40% de los empleados públicos en España. Sin duda, un gran éxito. Y una de las causas, también, de la modernización y del crecimiento de España de los últimos 25 años, tan alabada desde el exterior.

Y ES AHÍ donde se produce la gran paradoja: el desarrollo de las comunidades autónomas no ha ido acompañado por el despliegue de una cultura federal, que impregnara las relaciones políticas e institucionales y condujera a una nueva forma de actuar y de hacer política. Más aún, se ha producido un claro retroceso en la concepción de la autonomía política, en un proceso de progresiva trivialización y jibarización política de las comunidades autónomas, cuyo punto de destino, al menos para algunos, sería su equiparación a unas grandes diputaciones (pluri)provinciales. Sólo así se explica, por ejemplo, que cosas que en los años 1978-80 se aceptaban con normalidad (como que las bases estatales fueran principios contenidos en una ley marco; o que la LOFCA se acomodara a lo que disponen los Estatutos en financiación autonómica, por citar sólo dos materias problemáticas en la reforma del Estatut), hoy susciten grandes reticencias, cuando no rechazos airados. Y sólo así cabe explicar la profusa y demagógica utilización que se está haciendo del principio de igualdad. Porque es algo absolutamente consustancial a la autonomía política que exista diversidad, y la igualdad de derechos de todos los ciudadanos no implica que éstos deban recibir exactamente el mismo trato en todo el territorio, como ha dicho reiteradamente el propio Tribunal Constitucional. De hecho, la propuesta de reforma del Estatut no es sino una reacción a esta tendencia a minimizar la autonomía política. ¿O es que alguien cree que si no se hubiese producido esta degradación del concepto de autonomía se hubiera emprendido el azaroso y complicado camino de la reforma estatutaria? ¿Qué ha pasado, mientras tanto, para que ello se produzca? Pues, esencialmente, que han aflorado muchas resistencias a este cambio de modelo, cuando no un rechazo directo. Han aparecido muchas dificultades para tomar la autonomía en serio, y entender que hoy el Estado está formado también por las comunidades autónomas, que son gobiernos democráticos que comparten el poder con el Gobierno central, que sirven también al interés general de los ciudadanos y que responden democráticamente ante ellos.

NATURALMENTE, nadie podía imaginar que el cambio, histórico, de una España uniformista y vertical a una España plural y horizontal podría realizarse sin esfuerzo ni dificultades. Sin embargo, el fenómeno más preocupante y peligroso en todo este debate es la utilización que se viene haciendo de la Constitución como instrumento de exclusión, en lugar de ser el gran cauce de integración política que fue en 1978 y que debe seguir siendo si no se quiere poner en riesgo la casa común. Convertir la Constitución en el patrimonio casi exclusivo de un partido y afirmar que sólo sus posiciones caben en la misma y que todos los demás están fuera es hacer un flaco favor al texto de 1978. Afortunadamente, existen hoy medios eficaces, como el Tribunal Constitucional, para garantizar la supremacía de la Constitución sobre cualquier otra ley, y se trata de acudir a ellos lealmente si se considera que se ha vulnerado. No conviene mezclar el debate político con el jurídico, ni parapetarse detrás de argumentos constitucionales para defender posiciones políticas. No conviene utilizar la Constitución en vano.