Tomarse los derechos humanos en serio

Uno de los textos más influyentes sobre derechos humanos es el artículo de Ronald Dworkin titulado precisamente como este. En 1977 se enfrenta a la sospecha de los derechos individuales como “un viento de proa que encara la nave del Estado” (S. T. Agnew), es decir, como una suerte de rémora de los intereses de la mayoría o de factor de división social, concluyendo que los derechos son, precisamente, “la promesa que la mayoría hace a las minorías de que la dignidad y la igualdad de estas serán respetadas”. No pocos conservadores (escépticos) piensan que el discurso de los derechos no es más que el conjunto de privilegios que los más progresistas (idealistas ilusos) intentan conseguir para quienes no se lo merecen (aprovechados): revoltosos, delincuentes y excluidos del sistema que no aportan nada al bien común, salvo depredar los recursos escasos y perjudicar a los demás. Sucesos como el ataque terrorista en Francia refuerzan esta visión. El discurso de los derechos parece ser molesto, perturbador e injusto. Para algunos, el concepto de derechos humanos, como le ocurre al Sol, mirado de lejos, es luminoso, pero, si te fijas demasiado en él, puede llegar a producir daños.

Pues bien, ¿nos tomamos los derechos en serio en España? Hay aquí una paradoja. Gran parte del debate político gravita en torno a derechos concretos, bastantes afligidos además por el Gobierno: recortes en educación o sanidad, la cadena perpetua, las normas —poco finas— sobre seguridad pública, el proyecto de escuchas telefónicas —por cierto, hasta un alumno de primero de Derecho sabe que lo que se planeaba era groseramente inconstitucional, lo mismo que ocurre con las devoluciones ilegales en frontera—, etcétera. Pero, en realidad, no disponemos de una visión global y sistemática del problema, con lo cual los árboles no nos dejan ver el bosque. Quizá porque los responsables políticos no quieran contemplar el dibujo que resulta si unimos todos los puntos concretos.

España tiene un sistema sólido y creíble de derechos humanos, pero también muchas y crecientes zonas de penumbra. De entrada, es un problema que el Gobierno no quiere ver. No se habla de derechos humanos, que parece ser un tema para otros o para nuestro pasado. No está en el discurso político, no hay políticas nacionales o autonómicas con esa rúbrica, no existe el plan de educación que nos exige Naciones Unidas, no hay un órgano público de promoción (salvo la Oficina de Derechos Humanos del Ministerio de Exteriores, es decir, de nuevo, un tema para otros y para fuera). Tampoco ayuda el hecho de que en la comunidad jurídica mayoritaria se distinga entre “derechos humanos” y “derechos fundamentales”, precisamente para remitir los primeros a la filosofía política y al derecho internacional (otra vez a situaciones más allá de nuestras fronteras) y conectar los segundos con los derechos subjetivos que protege nuestra Constitución (y, además, con una interpretación fuertemente restrictiva: para muchos juristas, sólo serían derechos fundamentales los más protegidos constitucionalmente, no todos los reconocidos por ella).

Hace un par de años, el Gobierno, a través del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, me encargó dirigir el proyecto técnico del II Plan Nacional de Derechos Humanos; fue una decisión que valoré porque sabían que soy, por decir algo, un socialdemócrata inofensivo y que no milito en partido alguno (salvo en el mío propio, de un solo afiliado, y de vez en cuando pienso en darme de baja). El trato que me dispensaron en el CEPC por tan noble como gratuita tarea fue exquisito, pero cuando el proceso entraba en sus fases más públicas y serias, el Gobierno frenó en seco y lo hizo como lo ha hecho en muchos otros asuntos referentes a derechos humanos en esta legislatura: sin explicación y sin clausurar formalmente nada. Lo sé porque también tuve que dimitir, por las mismas razones, de la presidencia del Consejo Estatal de Igualdad Étnico/Racial, un ente con cero euros de presupuesto y sin autonomía del Gobierno, que no cumple, por ello, los requisitos que nos exige la Unión Europea. Hoy, este consejo es un simple trampantojo institucional para evitar ser sancionados por la Comisión Europea (aunque dudo que se logre, ahí está el ejemplo de Finlandia).

Pues bien, el inexplicable e inexplicado parón del II Plan Nacional de Derechos Humanos es, sin duda, una oportunidad perdida (o, como mínimo, aplazada) para avanzar seriamente en materia de derechos humanos en nuestro país. ¿Qué es un plan nacional de derechos humanos? La Conferencia de Naciones Unidas sobre Derechos Humanos de Viena (1993) recomendó a los Estados elaborar planes nacionales para mejorar la promoción y la protección de los derechos. En 2002 la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos publicó un manual de orientación sobre cómo elaborar estos documentos. Según este texto, un plan no puede ser un programa de Gobierno. Debe ser realista: hay que partir de que ningún país es perfecto en este campo, de que han de identificarse objetivos de mejora concretos y realistas en un periodo de tiempo determinado y ponerse a ello “priorizando de modo realista las acciones”, sabiendo que quedarán muchas cosas pendientes para el futuro, para el siguiente plan. El manual da mucha importancia a la participación, transparencia y comunicación en todas las fases, especialmente en la inicial. El proceso de elaboración es tan importante como el resultado. En este punto, el manual propone un equilibrio difícil entre dos principios en tensión: de un lado, exige la máxima implicación al Gobierno (que es quien asume, en definitiva, la responsabilidad de ejecutar el plan); de otro, exige la participación de una nómina larga de actores sociales y políticos.

España dispuso de un I Plan Nacional de Derechos Humanos en la segunda legislatura del Gobierno de Zapatero (2008-2012), que apenas tuvo repercusión pública y fue más un programa de Gobierno que un plan, pero que apuntaba en la buena dirección. Estoy entre los que creen que habría que elaborar un II Plan Nacional, pero esta vez de acuerdo con el manual de Naciones Unidas. Entre otras razones porque, como saben todos los expertos en esta materia, España no está del todo al corriente en el cumplimiento de sus deberes respecto del estándar internacional de protección de los derechos humanos. También en este campo, y no sólo en el económico, tenemos una deuda que debemos honrar como corresponde. También esto debería formar parte de la “marca España” y no sólo la defensa de los intereses empresariales.

Obviamente, la devastadora crisis económica ha percutido sobre los derechos humanos en nuestro país, sobre todo respecto de los derechos sociales. Pero no todo lo malo que ha sucedido en este campo puede atribuirse a la escasez de fondos. En ciertos aspectos, como por ejemplo respecto de los derechos civiles o de los escasos avances en materia de lucha contra las discriminaciones, hay, más bien, desinterés, falta de finura, cuando no, directamente, planteamientos ideológicos afines a visiones antiguas de orden público o de convivencia. En cualquier caso, escasamente simpáticos hacia los derechos y su, al menos teóricamente, posición preferente en el ordenamiento. En ciertas ocasiones, la crisis económica está sirviendo de excusa perfecta para dar cobertura a líneas ideológicas retrógradas en materia de derechos. La crisis les ha venido bien a algunos para hacer más caja y a otros para regresar a políticas autoritarias y clasistas.

El año 2015 es clave porque nuestro Estado se enfrenta a importantes exámenes de Naciones Unidas, sobre todo a dos, el cumplimiento del pacto sobre eliminación de todas las formas de discriminación contra las mujeres (en julio) y el del pacto de Derechos Civiles y Políticos, dentro del denominado examen periódico universal. Es probable que los organismos internacionales nos vuelvan a sacar los colores, desnudando aún más nuestra imagen internacional. La oposición política, los ciudadanos y los medios deberían estar muy atentos. Al Gobierno le resultará muy difícil explicar por qué no tenemos un II Plan Nacional de Derechos Humanos. El artículo de Dworkin se cerraba con una seria advertencia: si un Gobierno no se toma los derechos en serio, “descuida el único rasgo que distingue el derecho de la brutalidad organizada”. Y podemos hablar de brutalidad, añado yo, tanto por un uso desproporcionado de la fuerza pública como por falta de inteligencia política.

Fernando Rey es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid.

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