Nos hemos paseado despacio por un mapa de Aragón para celebrar el día de San Jorge, que ya está muy cerca. El recorrido ha sido placentero, no exento de dosis de asombro y curiosos descubrimientos sobre los nombres de los pueblos. Los hay que en sí mismos no dan pistas; otros hablan algo –o mucho– de su historia, porque llevan en su nombre la marca del hecho o entorno natural que los acoge, o los hizo nacer. En esta interesada mirada, nos hemos detenido en los pueblos que evocaban naturaleza para imaginar, sea cierto o leyenda, lo que nuestros antepasados sintieron para nombrarlos así.
Enseguida nos salen al paso los ríos, pues han tenido un papel fundamental en la configuración territorial, han dibujado una parte importante de nuestra historia que ha quedado escrita en la toponimia. El padre Ebro bautizó a varias localidades nuestras, como también sucede en otros territorios por los que circula. El Gállego es aclamado desde Sallent, apenas un riachuelo, hasta Villamayor, exhausto después de haber recorrido poco más de 200 km y por haber sido sangrado para dar vida a la tierra y sus habitantes. La mayor parte de las localidades de su tramo medio-bajo han querido nombrarse ‘de’, para indicar pertenencia. El Cinca, presente en la Farsalia de Lucano, tuvo que recorrer kilómetros antes de ser incorporado como apelativo espacial. El Jalón y el Jiloca, y otros ríos menores, jalonan la toponimia local; su relación desborda los márgenes de este artículo.
El agua siempre está reconocida en esta tierra castigada por la aridez. Nos sorprenden lugares que nombrándose ‘fuentes de’ ya dicen mucho; otros se engalanan con detalles como Fuenferrada, Fombuena, Cabolafuente, Fuentes Calientes, Fuentes Claras o Almonacid de la Cuba –que se encarga de llenar el río Aguasvivas–. Una lección semántica; algo así como Riodeva, del que poco hay que explicar con solo citarlo. Podríamos componer un interminable reguero alfabético desde Aguarón y Agüero hasta Tiermas, pasando por Fuendetodos por lo que dio a Aragón, que adornarían del todo Aguaviva de Bergantes o Salvatierra de Esca, donde la toponimia natural adquiere caracteres poéticos.
Pero, además del agua, la historia geológica ha dejado sus marcas. El Moncayo tuvo el honor de designar a varios de los pueblos que sustenta, circunstancia que se le hurtó, no sabemos la razón, a la gran cadena pirenaica e incluso a sus picos más insignes. Sin embargo, sierras menos pomposas –sin identificar– quedaron en los mapas ligadas a Villarroya, Almonacid, Camarena o Luna. Veguillas de la Sierra es ya en su nombre un compendio de naturaleza, como Puertomingalvo, que habla de su altura; lo mismo ocurre con El Pueyo, Jabaloyas, Puimoreno y Terrer. En otras ocasiones son detalles de la génesis geodinámica más concretos –el color, entre ellos– los que han puesto nombres como Peñarroyas, el barrio de Montalbán donde eclosionan las areniscas rojas, color que repiten Alfambra, Ligüerre, Peñarroya de Tastavins, Purroy, Royuela, Rubielos de Mora, o el albarizo en Albero. Disfrutamos de lecciones de ciencias en las formaciones de Hoz de la Vieja y Hoz de Jaca; las rocas de Foradada del Toscar, Las Pedrosas, Piedrafita, o la arena de Arén, Arens de Lledó y Ariño.
Las plantas han adornado Alberite, Aliaga, Artosilla, Cajigar, Caniás, Cañizar del Olivar, Castelflorite, La Cerollera, La Codoñera, Nogueras, Manzanera, Ontinar del Salz o Salcedillo; la lista se haría interminable. Otras veces los nombres nos hablan de animales, como aquellos sisones que dicen que un obispo quiso incorporar a un primitivo Torralbilla cuando lo hizo mayor y le puso Torralba. Qué decir de Abejuela, Aguilar de Alfambra, Aguilón o Ballobar, o la alusión a los ciervos en Cervera de la Cañada y Cerveruela.
En fin, que poniendo nombre a su pueblo es como si sus habitantes hubieran querido rendir homenaje al territorio, asombrados como estarían de alguno de sus atributos, o quizás para distinguirse de otros lugareños que no podrían disfrutarlos. Así lo hemos querido ver. Hay mucho más de naturaleza simplemente mirando la toponimia, pero no cabe aquí; disculpas a los no nombrados. Por cierto, hay que recordar, cuando se acerca nuestra fiesta, que la carga afectiva que marcó esos lugares –todos son pequeños– se desvanecerá si se queda sin portavoces. Esta tierra es Aragón.
Carmelo Marcén Albero, maestro y geógrafo. Profesor de Ciencias Naturales en el IES “Miguel Catalán” de Zaragoza. Premio Nacional “Educación y Sociedad 1993” por su trabajo El río vivido. Una aproximación al ecosistema fluvial.