Torcuato Fernández Miranda, el guionista de la Transición

En septiembre de 1978, en la prestigiosa tercera de este diario, Torcuato Fernández-Miranda escribía: «Asumir la Historia no es aceptarla sin más; pero sí es, nos guste o no, aceptar que nos condiciona y determina, porque, queramos o no, de ella venimos y somos en gran medida lo que ella nos ha hecho». No sabemos si, en aquel momento, el autor de estas palabras pretendía advertir a las generaciones futuras de los peligros de olvidar o reescribir la historia.

De lo que no hay duda es de que conocía bien a los españoles; en particular, el hábito arraigado de despreciar lo nuestro y esa mala costumbre de juzgar el pasado desde los parámetros del presente. Sólo así podría explicarse el afán actual por descalificar una época histórica que está ya, por méritos propios, en los libros de la historia universal y sobre la que se levanta el sistema político que tantos años de paz y bienestar ha dado a la sociedad española.

La Transición de la dictadura a la democracia es uno de los logros de los que más orgullosos nos debemos sentir los españoles. Hay quien se ha empeñado en una labor de acoso y derribo de ese momento de nuestra historia con revisionismos demagógicos. Otros se inventan la necesidad de enterrarla bajo una pretendida segunda transición, como arrogante e irresponsable baza electoral. Y, sin embargo, fuera de nuestro país se considera uno de los grandes episodios de nuestra historia centenaria, y se toma de ejemplo para otras transiciones, como la tunecina, flamante premio Nobel de la Paz.

Algunos han definido la Transición como una obra coral, en la que es difícil enumerar a sus protagonistas sin dejarse a alguien, pero no hay duda de que Torcuato Fernández-Miranda fue responsable de escribir el libreto original. Es de justicia, por tanto, reconocer en su centenario el papel que en esa gran obra desempeñó el que un libro reciente denomina, con acierto, el guionista de la Transición.

La obra de Torcuato Fernández-Miranda nace de profundas convicciones, de la poderosa creencia en la capacidad de la política para transformar la realidad circundante. Mucho podemos aprender de la necesidad de hacer política con los pies en el suelo, convencido de la conveniencia de elevar, como dijo Adolfo Suárez, a la categoría política de normal lo que en la calle es simplemente normal. De su apertura al diálogo, fruto de su concepción de la democracia como un ejercicio continuo en el que «la mayoría es un hecho que tiene que ser verificado continuamente». De la valentía de defender sus ideas y trabajar por ellas. De la conciencia de que la política necesita, de vez en cuando, personas que ejerciten el «derecho a la impertinencia». De la austeridad que le llevaba a costearse de su bolsillo el material de despacho de presidente de las Cortes. Y de la discreción y generosidad del que, según él, no se considera indispensable, pero que llegó a figurarse que sólo se le llamaba para atender casos perdidos, algo que consideraba una forma de especialización.

Sus enseñanzas mantienen plena vigencia. Desde su posición de hombre de Estado, alejado de una ciega disciplina partidista, siempre defendió su concepción de la política y del político como algo «necesariamente posibilista, que tiene que adaptarse a los hechos y a las circunstancias». Nada más lejos de determinados llamamientos políticos, muy en boga en estos últimos años, frente a los que ya en 1978 alertaba: «Nuestra dura historia contemporánea, desde las Cortes de Cádiz, demuestra que las creaciones abstractas, las ilusiones, por nobles que sean, las actitudes extremosas, los pronunciamientos o imposiciones, los partidismos elevados a dogma, no sólo no conducen a la Democracia, sino que la destruyen».

En esta semana decisiva para abortar el desafío secesionista en Cataluña, es más necesaria que nunca su gran lección magistral, la del respeto escrupuloso a las normas vigentes, independientemente de su opinión sobre las mismas; y la inteligencia para utilizarlas, «de la ley a la ley», en su afán democratizador.

Sin haberle conocido, y contemplado desde la distancia, me resulta especialmente precursora, y a su vez cercana, su preocupación por el futuro de la relación de los jóvenes con la política. Unas nuevas generaciones para las que él creía que la política es una «palabra muerta», y que debemos atraer a la participación y al servicio público con ese «derecho a equivocarse noblemente» que nos concedía Torcuato, pero aprovechando el legado histórico de los que nos precedieron.

Mantener viva la memoria de la Transición es la mejor garantía de fortalecer el sistema constitucional y la unidad de España. En las próximas elecciones generales nos jugamos seguir avanzando por este camino de bienestar y progreso, construido con el esfuerzo de todos en los últimos cuarenta años, o repetir los mismos errores y convertir a nuestro país en esa aldea sin memoria de la que hablaba García Márquez.

Pablo Casado, vicesecretario de Comunicación del PP.

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