Toreros y escritores

El curso de los días nos atonta y nos lleva como troncos por el río. Cuesta recordar que se trataba de navegar. Olvidamos de qué puerto hemos salido y cuál era el viaje.

Cuando se olvida el origen queda el eco. Lo que fue sagrado se hace mundano, lo que fue rito acaba en bandera faccional. Eso pasa con la tauromaquia en España. La vuelta de un torero al ruedo, algo que sólo debiera tener que ver con él mismo dialogando con su destino, con su vida y con su muerte, se transformó en un motivo para enfrentar bandos. El debate abierto previamente en Cataluña sobre las corridas de toros es el contexto que explica la algarabía y los gritos patrióticos, los de la patria de las corridas de toros y los de la patria sin corridas de toros.

Hay muchos modos de acercarse a la tauromaquia. Como Galicia no es país de corridas de toros, para mí no es un rito familiar ni tiene un sentido comunitario; sólo puedo contemplarlas desde fuera. Las he visto venir como instrumento de propaganda patriotera toda mi vida, sé bien que significaron y también que aún significan eso. Aun así, creo que he podido salvar ese obstáculo y que las comprendo, creo que son algo valioso, son precisamente el resto de un rito sagrado, un rito que nos recuerda lo que es existir, actualiza el valor de la vida. La vida es trascendente porque está siempre acechada por la muerte. En estos momentos nuestra civilización pretende que vivamos sin pasado, en un elástico presente continuo, que se extiende, que se extiende. En un mundo aséptico y a salvo de la muerte, o sea, de la vida. Y la muerte, justo lo que queremos olvidar, es lo que nos recuerda la tauromaquia.

No quisiera olvidar que la tauromaquia, por su naturaleza de metáfora de la vida heroica, de la vida a muerte, nos proporciona todo tipo de figuras para entender nuestros desafíos y dilemas vitales.

Aunque también comprendo las objeciones absolutas que hace quien señala la tortura del animal, porque eso también es la corrida. La descripción que se haga de ese cuerpo inocente drogado, limadas las astas, humillado, asustado, provocado, aguijoneado, traspasado, es toda ella verdadera. Lo que haya de humano en nosotros hace que también nos compadezcamos de ese animal sacrificado de forma tan cruel. Uno no puede evitar compartir ese sentimiento de repugnancia y de ponerse instintivamente de parte del toro, preguntándose si realmente es necesario ese sacrificio. Pero como uno también fue cazador de mozo, recuerda que vivimos matando y que para comer bistés hay que asesinar a un animal, por mucho que hoy a todos nos repugne asistir a la matanza del cerdo. Nos repugna sujetarle las patas a ese cuerpo lleno de vida del animal que se revuelve, porque conoce su destino, para que otra mano lo degüelle y lo desangre. De eso trata también el comer carne, aunque finjamos inocencia. El caso es que el comprender una cosa y también la contraria nos paraliza, y así uno no sabe qué concluir ante el sacrificio del toro.

Pero realmente ofende saber que el público que asiste y debiera ser testigo digno de algo grave, una muerte, lo haga por chovinismo nacionalista, por narcisismo de la pandereta, que profiera sus arribaespañas ofreciendo en sacrificio la inocencia del animal a su altar patrio. Todo el respeto que sentimos ante el torero y el toro, el torero sólo ante y con el toro, es desprecio para las intenciones y devociones de los patrioteros cofrades de la "fiesta nacional".

Lo ocurrido, al fin, estos días en Barcelona en torno a los toros deja a salvo a los toreros, alguien que se juega efectivamente la vida, y estoy seguro de que no lo hace movido por exaltación gregaria. Pero también estos días en Cataluña hubo división en torno de las palabras. Lo triste en este caso es que el enfrentamiento tuvo como protagonistas a los escritores, con motivo de que si fueron o no a la Feria del Libro de Francfort escritores en catalán o en castellano.

Los escritores no nos jugamos la vida cuando escribimos, es un error.

Debiéramos escribir jugándonos la vida, escribir a vida o muerte, corriendo riesgo de perecer. Como los toreros. Sólo así recordaríamos siempre el sentido de escribir, conservaríamos el rescoldo del origen, la necesidad de ponerse en peligro. Incluso el besar las estampas y el persignarse antes de escribir, antes de la hora de la verdad. Pero no lo hacemos, no tenemos fuerza para estar solos. Atrás queda la figura del dichter romántico alemán, nos parece naïve. No queremos ser sacerdotes; tampoco sabemos ser héroes y nos conformamos con ser escritores. No está mal, es un oficio con su dignidad y su ética si se la acepta. Pero temiendo atrevernos a andar el camino solitario y escribiendo meramente para el "público" corremos el peligro de ir detrás de los demás. El peligro de, en vez de ganar y dar conocimiento, repetir lo establecido, y de, en vez de decir lo indecible, decir lo que se espera que digamos. El peligro de ser anunciadores del presente existente, de no trascenderlo, es que seamos inútiles, no tendremos nada verdadero y con peso que aportar a la realidad social.

Escribir se escribe como se vive, uno solo. Y esa soledad es el suelo del escritor, su patria, eso debiera hacer que cualquier escritor supiese que, de un modo solitario, comparte patria con cualquier otro. Con cualquier ser humano en realidad. Su menester es siempre el mismo, decir la vida con argumentos y palabras, cuestionar el vivir trivial y enseñarnos la trascendencia oculta en nuestros días. O su ausencia.

También distraernos, descendernos, elevarnos, asustarnos, emocionarnos, arrancarnos de la cárcel del presente y dislocarnos. Para ello el escritor usa de algo que no es suyo, el lenguaje, las palabras que son de mucha gente. Son de los que las han hablado, de los que las hablan y de los que las hablarán. Porque el lenguaje, esa idea, existe en la realidad encarnada en lenguas.

Los escritores no sabemos emitir el ruido universal del viento o la lluvia; tampoco el de los animales. Ni siquiera el de los músicos: trabajamos con lenguas. Y las lenguas, contra lo que hoy se cree tanto por aquí, no son mejores o peores, inocentes ni culpables, importantes o no. Son todas igual de valiosas. Valiosas para sus hablantes, claro, que es para quien tiene que importar. Quien no respeta una lengua, unas palabras, es porque no respeta a las personas que las hablan. Quien desprecia mis palabras me desprecia. Quien pretende que desaparezcan pretende mi desaparición y la de los míos. Quien siembra el odio hacia una lengua hace magia negra. Sí, las palabras son mágicas.

Los catalanes que son escritores afrontan hoy una situación que nos duele. Están atrapados en el contexto ideológico sectario; es un juego trivial pero canalla, y tendrán que luchar por salir de esa trampa en que han caído. Se han enfrentado ante un público que los jalea y no se han hecho daño unos a otros, sino que se han dañado a sí mismos, han restado valor y contaminado el sentido de sus propias palabras, que son lo más valioso, lo más legítimo de un escritor. Tendrán que pararse y verse desde fuera para reconocerse mutuamente de nuevo.

Un escritor escribe una voz original y eso es universal, compartido: no puede legítimamente enfrentarse a otro por la lengua en la que escribe, pues cada uno escribe con sus palabras el mismo relato que es el vivir humano. La obra literaria revienta las lenguas y salta por encima de sus límites para extenderse por las personas de cualquier parte, de cualquier habla.

En Cataluña, hoy, los escritores, sin quererlo, han acabado actuando como duelistas por encargo. Además de perjudicarse, también han perjudicado a Cataluña. Y ello no ayuda tampoco nada a una España de todos y para todos.

A veces uno recuerda el canto áspero y hermoso de Paco Ibáñez y lo escucha para recobrar el valor mágico de la palabra literaria y algunas otras cosas que hemos olvidado por el camino, arrastrados por los días como troncos por el río.

Suso de Toro, escritor.