'Tormenta perfecta' sobre el cine español

El viejo adagio de que la carencia de noticias implica la mejor posible de ellas -no news, good news-, no se está cumpliendo en los últimos tiempos del cine español. Salvo el tema del doblaje al catalán, diversos premios y algunas entrevistas sobre estrenos puntuales, nuestro cine apenas ha generado titulares ni reportajes a lo largo de estos meses. Parece que vivimos en una especie de calma chicha, de ese clima un tanto indeciso que no acaba de definirse. Cualquiera diría que nos estamos aproximando a un nirvana, a una tranquilidad aceptada y asumida plenamente después de tantos episodios aireados a los cuatro vientos.

Y sin embargo, las aguas no bajan tranquilas, sino más bien lo contrario: el hecho de que la situación no salga a la superficie no implica, en manera alguna, que no suceda nada. Significa simplemente que la realidad no emerge a la vista de todos, sino que es tan profunda, tan básica, que no es percibida por aquellos observadores que no estén suficientemente atentos. A los ojos de bañistas despreocupados, nada hace previsible un tsunami hasta que se produce y arrasa cuanto encuentra por delante. Así, aplicada la comparación en sus justos términos, puede suceder ahora con el cine español.

Nuestro cine siempre ha creído ver sobre él el fantasma de la crisis, propenso al catastrofismo, que ha jugado con deleite a que venía el lobo... El problema es que ahora realmente viene el lobo, que el pesimismo y su parálisis subsiguiente tienen justificación y se extienden por doquier, que apenas se encuentran salidas a la situación. El problema es que ahora es de verdad, que las cosas se han deteriorado aceleradamente, sin que nadie encuentre soluciones mínimamente operativas. Como mucho, una cierta huida hacia delante, unos remedios particulares y provisionales, a la manera de desconcertados fugitivos que no acabasen de encontrar la puerta de salida.

Pruebe a hablar hoy mismo con cualquier profesional del cine español en cualquiera de sus ramas o áreas. Salvo algunos afortunados que viven de éxitos recientes o que están inmersos en sus rodajes, la inmensa mayoría coincidirá en que la situación es peor que nunca y que estamos pasando por una etapa que puede ser definitiva para muchos, incluso en el plano personal. Así lo he oído repetidas veces en las pasadas semanas a gente muy distinta entre sí, conformando un panorama que coincide en la negritud, en que el cielo ya se está cerrando para estallar en una tormenta inminente.

Igual que sucede en política, los sentimientos y los estados de ánimo son los más difíciles de manejar en una llamada industria cultural como es el cine. Si se impone globalmente una atmósfera negativa y de desesperación, existe escaso margen de maniobra para que no quede entre paréntesis cualquier voluntad de superar el conflicto. Cuando el ímpetu de los creadores se agota ante los condicionamientos y las barreras mentales y económicas; cuando la producción no ve cómo hallar dinero para poner en pie sus proyectos, recurriendo incluso a vender el patrimonio fílmico que ha acumulado; cuando los profesionales de todo tipo y condición se encuentran acuciados por la durísima vivencia del paro, es que verdaderamente estamos ante una situación límite.

El cerrojo crediticio aplicado por las entidades bancarias, la escasísima capacidad para disponer de recursos propios, la política de las televisiones privadas de sólo producir, hasta donde les exige la ley, con las empresas vinculadas a ellas y bajo su estricto control, sin adquirir derechos de antena de producciones independientes; la actitud de una televisión pública que no sabe, no contesta, alegando sus limitaciones presupuestarias; la desaparición de encargos más o menos institucionales que afecta, sobre todo, al campo del documental, especialmente vivo durante los últimos años... Sí, todas esas son señales o consecuencias de la crisis general, pero que gravitan de manera muy aguda sobre un sector tan débil y atomizado -el 95% son pymes- como sigue siendo el cinematográfico en nuestro país, pese a los múltiples intentos para fortalecerlo.

No hay manera, por todo ello, de financiar adecuadamente una película, también porque el esquema hasta ahora vigente de apoyarse en las subvenciones estatales y autonómicas, así como en los citados derechos de antena de las televisiones, está llegando a su fin y se necesitan otros modelos de negocio que no son precisamente fáciles de diseñar con una producción como la española.

Existe, además, la desafección del público, derivada de cuestiones de distribución y exhibición, pero asimismo por la escasa respuesta en las salas ante nuestras películas y el crecimiento incesante de la piratería. Según las cifras oficiales del control de taquilla hasta finales de mayo, el cine español cuenta tan solo con un 8,8% de cuota de mercado, casi siete puntos por debajo de lo obtenido en el cómputo anual de 2009. Una cifra desoladora, determinada por el hecho de que hasta el momento sólo una película, Que se mueran los feos, ha superado este año el millón de espectadores. La mayoría de producciones españoles se ha visto pues sumergida en un sonoro fracaso de taquilla.

Esperemos que el último cuatrimestre del año, habitualmente muy favorable para nuestro cine, levante este bajísimo porcentaje y que los filmes de, entre otros, Fernando León, Icíar Bollaín, Bigas Luna, Guillem Morales, Enrique Urbizu, Álex de la Iglesia, Jaume Balagueró, Borja Cobeaga, Achero Mañas, Daniel Sánchez Arévalo, o incluso Torrente 4 en el plano comercial, nos traigan las necesarias alegrías.

Estén atentos. Bajo esa calma chicha que citaba al inicio, se está gestando en el cine español una tormenta perfecta que posiblemente acabe por estallar. No se fíen de la superficie, que siempre es engañosa, y atrévanse a bucear hasta el fondo, hasta los auténticos e ineludibles problemas.

Fernando Lara, periodista y escritor.