Toros desde el Vaticano

Por diversas razones la Piazza Navona me resulta de obligada visita en mis programadas estancias en Roma. Hace sólo unos meses me detuve en la histórica iglesia de Santiago de los Españoles, con la que tuvo alguna relación, en los años finales del siglo XV, el caballero badajoceño Garci Laso de la Vega, padre del poeta, embajador de los Reyes Católicos en Venecia y ante la Santa Sede. Le sucedería en referidos cargos su hermano mayor don Lorenzo Suárez de Figueroa.

Conocía del primero sus nada fáciles relaciones, cuando no violentas, con el papa Alejandro VI, de las que el cronista aragonés Jerónimo Zurita nos informara tan detalladamente en 1580, como antes lo había hecho el veneciano Marino Sanuto en sus Diarii (1496-1539). Si de don Lorenzo el Archivo Secreto Vaticano comienza a proporcionarnos interesante documentación de valor local, de ambos hermanos una generosa bibliografía multiplica noticias de suma utilidad a la hora de contextualizar debidamente los momentos que les tocara vivir en Italia; momentos en los que se hacen omnipresentes los todopoderosos Borjas: el propio papa y sus hijos, Juan, duque de Gandía, y César, arzobispo de Valencia.

Poco antes de la presencia en Italia de los badajoceños había llegado a Roma la noticia la conquista de Granada. El Vaticano, o el poderosísimo vicecanciller Rodrigo Borja –meses después Alejandro VI–, se dispuso a celebrar el acontecimiento por todo lo alto. En los festejos no faltaron las corridas de toros (imposible una fiesta a la española sin aquellas), cuyo número varía según los autores. Nosotros preferimos en este punto seguir el acontecimiento según lo refiere Fernández de Córdova en su excelente tesis doctoral sobre Alejandro VI y los Reyes Católicos… (1492-1503). El día 5 de febrero de 1492 el Papa y los cardenales se dirigen a la citada iglesia de Santiago de los españoles, donde se celebró con la mayor solemnidad la misa del Espíritu Santo. Fue plena la asistencia de la colonia española en la ciudad y la del clero de Roma y tal el número de fieles, que muchos de éstos se vieron obligados a ocupar una parte de la plaza Navona. La misma tarde del domingo el cardenal Rodrigo Borja ofrecía junto a su palacio, presentes Juan y César, una corrida en la que se mataron cinco toros. Más todavía, el día 19 se vuelve a celebrar misa solemne en la misma iglesia de Santiago por la mañana, mientras que por la tarde un grupo de jóvenes en la citada plaza, armados de espadas y jabalinas, procedía festivamente a la que los italianos llamaban «caza del toro». Y, por si fuera poco, en los días siguientes los prelados españoles (entre ellos el obispo de Badajoz, el placentino don Bernardino López de Carvajal, a la sazón brillante embajador de España ante la Santa Sede) siguieron ofreciendo toros para tan singular caccia. Me resulta imposible desechar la idea de la intervención directa en aquellas lidias del joven, valiente y algo más virtuoso, acaso, que su hermano Juan, César Borja, aguerrido jinete, capaz del elegante toreo a caballo, como capaz de echarse a pie con la espada y hasta de frenar –así quiero pensarlo–, cogida la testuz, la fuerza incontrolable del astado. Todo era fiesta y alegría en esos días; pero no han transcurrido setenta años, cuando el santo Papa Pío V nos sorprende con aquella severísima condena de las corridas de toros mediante la bula De salutegregis dominici (1 de noviembre de 1567).

Cierto es que ya se percibían suaves brisas contrarias en la misma España: el Sínodo placentino de 1534, por ejemplo, manda que los cementerios de la iglesias se cerquen con tapias, para impedir que sirvan de plazas públicas donde se corran toros; el de Coria de 1537 se queja de que, bajo el pretexto de celebrar alguna fiesta, como correr toros, se deje de oír misa «algunos domingos e fiestas de guardar principales». Ahora, sin embargo, nos encontramos con todo un huracán que sólo el temple, o el poder también, del prudente monarca Felipe podría detener.

Curioso es, cuando menos, seguir el día a día de la batalla dialéctica mantenida entre el Vaticano y España a través de la documentación del siglo XVI, relativa a nuestro país, de la SegretariadeStato del Archivo Secreto; batalla que concluye con aquella más comedida bula al respecto de Gregorio XIII, Exponinobis (25 de agosto de 1585), por la que levanta la prohibición de asistir a las corridas de toros, «quoad laicos et milites, dummodo in sacris non sint», si bien tales festejos no se podrían celebrar en días festivos.

No es poco lo ganado, cual lo confirman Sínodos españoles posteriores. Así, el de Badajoz de 1630 de Roco Campofrío se limita indicar a los clérigos que «procuren abstenerse de ver correr toros», no obstante estar ya revocados los «motus propios» de las papas anteriores, mientras el Sínodo de Rois Mendoza (1671), de la misma diócesis, ignora rotundamente el tema. Quedó, pues, la vía libre, siendo beneficiarias de una ya permanente tregua diversas instituciones de la propia Iglesia (cofradías, hospitales…); tregua sólo alterada momentáneamente por algún monarca, menos conocedor de lo español y sus maneras de celebrar la fiesta.

Francisco Tejada Vizuete, académico de número en la Real Academia de Extremadura de la Letras y las Artes.

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