Torre-cumbre de Babel en Copenhague

Al recalentado aire de esta Cumbre del Clima, orlada con banderas de una nueva revolución, se ha podido avizorar el riesgo, por no decir el peligro, de que se construyera en Copenhague otra Torre de Babel. No es para menos, al establecerse la previsión de un diluvio de calor planetario del que resucitara aquella Groenlandia, genuinamente verde; con los hielos fundidos, como la del Siglo XII. En la que floreció la vid y, por poco, no lo hizo también el limonero.

Los descendientes de los mismos europeos del Norte que colonizaron dominios del oso blanco (al socaire de aquel calentón multisecular, con fusión de los hielos, que elevó el nivel de los mares y permitió a los otros vikingos remontar los ríos de la Europa del Sur), encontrarían después la muerte por el hambre y por el frío, centurias después, al sobrevenir la llamada Pequeña Glaciación. Un disparado enfriamiento que mediado el XVII cerró el Atlántico Norte a las navegaciones.

Nada tuvieron que ver aquellos procesos, de calentamiento y enfriamiento de las temperaturas en nuestro planeta, en el cómo trataron el medio natural las gentes de entonces. Desde Europa hasta China - dice F. Braudel- (Civilización material, economía y capitalismo, Alianza Editorial, 1984) se compartieron los rendimientos al alza y a la baja, respectivamente, de la agricultura y la ganadería. Traduciéndose en crecimientos y retrocesos de la población.

Los cambios climáticos aquellos fueron ajenos a la actividad del hombre. Ninguna combustión masiva de carbón o petróleo causó el ascenso de las temperaturas en la Edad Media. Tampoco cupo atribuir al hombre el posterior rebote polar de los fríos, bien adentrado el XVII. Tiempo en que la plata de América no llega a su tiempo por los endurecidos temporales atlánticos. Los Tercios no cobran su soldada y se pierde la batalla de Rocroy.

Desde esa punta mayor del frío en los tiempos modernos se inicia una lenta y constante recuperación de las temperaturas. Siguió el ascenso hasta la pasada centuria y continúa ahora, según progresiones que se discuten. Visto el juego de los precedentes históricos, atribuir el calentamiento al proceso de industrialización, al hombre, cabría admitirlo como hipótesis; pero habrá que rechazarlo como tesis irrefutable.

Imputar al hombre la causa del cambio climático no es cuestión académica por los miles de millones que se ventilan. Será lo razonable apuntarse a la idea de que el riesgo de ese cambio existe, y asegurarse frente a ese riesgo tiene un coste; aunque no medie la evidencia de si la mutación, el cambio, será a más calor como al comienzo de la Edad Media; o a más frío, igual que en el siglo XVII. Pero si razonable es asegurarse, necesario es también que el precio de la prima no supere el valor de la cosa asegurada.

Quienes no están por la hipótesis de que sean los gases emitidos a la atmósfera -no sólo el CO2, también la combinación de éste con otros, especialmente el metano- la causa del cambio climático, sino en la prueba -por las sondas espaciales- de que el ascenso térmico afecta al entero sistema solar, acaso por la dinámica de las manchas solares, en la que se incluye la probabilidad de que en unos 20 años tengamos nuevo ciclo frío; quienes por eso son tildados sin más de «negacionistas», forman una minoría de científicos silenciados y un conjunto de minorías resistentes a las trapisondas y las manipulaciones de las muchas tribus adversas a la libertad económica y reticentes a la libertad política, de las cuales no son las relevantes esas que alborotan por la capital de Dinamarca.

La doctrina al uso - cuyos dogmas se ofician en la Cumbre de Copenhague, como antes en Kyoto- expresa el clima de la Tierra como una gráfica que resulta, en lo principal, de lo que los humanos hacemos con nuestro planeta, yendo mucho más allá en sus conclusiones «antropogénicas», de lo que corresponde al daño ambiental en su conjunto. Pero el clima, como resulta históricamente documentado, depende de variables cuya existencia parece como si se quisiera eludir y ocultar. Aparte de la acción del hombre, modificando con su actividad el equilibrio ambiental hasta límites críticos, y de la función determinante de nuestra estrella a través de la actividad de las manchas solares, la Tierra tiene también su propio discurso sobre la realidad de los cambios climáticos.

Para el ecologismo militante y la estructura del negocio, no parece existir tampoco la actividad volcánica. Hay sin embargo ejemplos ilustradores, como los que reúne la «Historia mundial de los desastres» de John Withington (Editorial Turner, primera edición en español, mayo de 2009). Acaso el más elocuente de todos, el del volcán que engendró en Sumatra el lago Toba, hace unos 74.000 años. Una erupción de diez días, eyectó a la atmósfera mil cien kilómetros cúbicos de piedras y cenizas que cegaron la luz del sol durante seis años y provocó un diluvio de precipitaciones ácidas causante de la muerte de plantas y animales, y reduciendo a 10.000 individuos el millón de humanos que poblaban entonces la Tierra. La temperatura cayó a los cinco grados y se entró en el umbral de la última glaciación. Paradójicamente, el fuego volcánico engendró el frío. Pero si aquel volcán estuvo a punto de borrar la Humanidad, otro volcán isleño, el de Laki, en Islandia, a últimos del siglo XVIII, en 1783, con sus emanaciones de 120 millones de toneladas de dióxido de azufre, causó la muerte a unos 250.000 europeos y dejó sin verano la costa Este de América del Norte. Sólo 32 años después, en 1815, otra vez en Indonesia, el volcán Tambora afectó también a la climatología mundial, tras una explosión cuatro veces superior a la del Krakatoa, eyectando a la atmósfera 1,7 millones de toneladas de cenizas y piedras de fuego y rebajando tres grados la temperatura media del planeta. En 1967 el Tambora volvió a pulsar, aunque levemente; sólo como recordatorio de que está vivo. Como el referido Krakatoa: estalló en 1883 con una explosión equivalente a la de 1.000 bombas atómicas. Desapareció el propio volcán, aunque reapareció en 1928; y en 2000, ya se había levantado 400 metros sobre el nivel del mar.

Además de la evidencia de que las manchas solares también aportan en sus ciclos caídas de las temperaturas dentro de nuestro sistema planetario, ¿qué margen de probabilidad se reserva a los volcanes como agentes de enfriamiento atmosférico por la emisión de cenizas más allá de la atmósfera? ¿No hay fórmulas mejores, por más económicas, de preservar el medio ambiente que los ingentes dispendios, perturbadores del crecimiento económico, destinados a combatir la emisión de CO2, mientras al mismo tiempo se hacen ascos a la energía nuclear, o simplemente se la prohíbe? La Cumbre de Copenhague, como la Torre de Babel, viene siendo un monumento a la confusión de las lenguas, las evidencias y los propósitos.

José Javaloyes