Totalitarismo y totalismos

El centenario de la revolución rusa de 1917 y la revolta dels catalans de hoy son dos acontecimientos muy separados por el tiempo y por las características ideológicas, especialmente en su contenido económico. Sin embargo, ambas ofrecen rasgos comunes, en la medida que tienen por objeto una subversión radical del orden político, la supresión del tipo de Estado existente y su sustitución por otro de distinta naturaleza: la dictadura del proletariado según el esquema de Lenin, en Rusia, y aquí la instauración de una República independiente, escorada hacia una dictadura étnica. Y también que en ambas ocasiones el procedimiento de cambio ha sido traumático, eliminando tanto la oposición política como toda lealtad a un orden previo constitucional o de libertades. El vuelco político responde, también en las dos ocasiones, al patrón del grand soir, el gran día en que las masas revolucionarias, una vez movilizadas, aplastan la resistencia del régimen precedente (7-N en Rusia y 1-O en Cataluña).

No obstante, más allá de su común orientación antidemocrática, las diferencias son visibles. Con la Revolución de Octubre nació el totalitarismo, término anteriormente reservado para los regímenes fascistas. Fueron los reformistas de la era Gorbachov quienes nos recordaron que la etiqueta “autoritarismo” le venía corta al sistema soviético, y que aun difiriendo de los casos posteriores italiano y alemán, coincidía con ellos en la existencia de un Estado que dominaba la vida social y la economía. Actuaba como único emisor ideológico, partiendo de la fusión del Estado con un partido único al que correspondía un papel dirigente. El liderazgo carismático, la pretensión de forjar un hombre nuevo desde una religión política y la dominación mediante el terror, completarían el concepto, perfilado a partir del ejemplo italiano por Emilio Gentile y del soviético por Stéphane Courtois.

Desde ahí, gracias a la apertura de los archivos de Moscú, llegamos a una relectura del proceso que acaba con el mito del buen Lenin revolucionario, contrapuesto al criminal Stalin. La lógica de exterminio general del otro en Stalin tuvo un antecedente concreto en la voluntad leninista de aniquilamiento del enemigo de clase. Ahorcamientos y fusilamientos masivos y ejemplares serán su receta contra todo intento de resistencia, procediera esta de los kulaks o del clero. Con Stalin, bastará la sospecha.

A partir de 1945, la incipiente revolución en los medios abrió la puerta a otro tipo de relaciones de poder y de comunicación política represivas, basadas bien en el enlace entre líder y masas (maoismo, castrismo), bien en la búsqueda de la homogeneización, el fin del pluralismo, desde un sector de la propia sociedad, impulsado o tolerado desde el vértice del poder: islamismo, nacionalismos radicales. Robert Jay Lifton lo calificó de totalismo. Ejemplo: ninguna ley impide exhibir una insignia del PP por pueblos de Gipuzkoa o Girona, pero no es aconsejable; existe un poder coactivo horizontal. Y circular, ya que supone la implicación activa de los creyentes o de los obligados a aparentarlo, algo muy actual en Cataluña.

Así, el ciudadano resulta atrapado en la distinción fundamental que rige las relaciones asimétricas entre los portadores de la pureza (revolucionarios, abertzales, indepes) y los impuros (gusanos, españolistas, botiflers). Para cumplir su tarea de depuración social, los primeros monopolizarán los medios, y nada mejor que TV-3 para ilustrarlo. De ellos surgirá una imagen binaria, aquí con la España maldita, frente a la inmaculada Cataluña. El juego de sacralización y satanización es su consecuencia inevitable, como en un paso siguiente, para que funcione la religión de la patria.

Para fijar el dogma en la conciencia popular, hará falta recurrir a mentiras fuentes de odio (“España nos roba”), a eslóganes engañosos, como el “derecho a decidir”, y configurar, como en el comunismo soviético, una verdadera lengua de palo que permite identificarse entre sí a los creyentes, afectados del gregarismo propio de la “psicología del peón”, obedece y no pienses.

A quienes permanecen fuera del círculo de los puros, les queda convertirse, aceptar la marginación como simples “súbditos” (sic) o arriesgarse al aniquilamiento político y civil. Un nacionalismo como el catalán actual desemboca en una forma más o menos aguda de limpieza étnica. Por algo cobró forma en esa escuela normalizada, “catalanizada”, de hecho excluyente, que forjó el parteaguas cultural e ideológico de este día. El totalismo o totalitarismo horizontal no surge por generación espontánea.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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