Trabajadores de todo el mundo, tranquilizaos

Por Alain de Botton, escritor (EL MUNDO, 08/09/04):

La característica más destacable de cualquier lugar de trabajo en nuestros tiempos no son los ordenadores, la automatización o la globalización. Descansa, más bien, en la creencia, generalmente aceptada en el mundo occidental, de que el trabajo debería hacernos felices.

A lo largo de toda la Historia no ha habido ninguna sociedad que no haya considerado el trabajo como su eje central; ahora bien, la nuestra, particularmente la norteamericana, es la primera que apunta la posibilidad de que sea algo diferente de un castigo o una penitencia. La primera que da por hecho que un individuo en su sano juicio querría trabajar aun en el caso de que no sufriera ninguna presión económica. Somos también singulares en que no nos importa que sea el trabajo que hacemos lo que defina quiénes somos, de manera que la pregunta fundamental que dirigimos a quienes conocemos por primera vez no es de dónde son o quiénes son sus padres, sino a qué se dedican, como si fuera este dato el que pudiera revelar de manera concluyente lo que confiere a la vida humana su timbre característico.

No siempre ha sido así. La civilización grecorromana tendía a considerar el trabajo como algo necesario, sí, pero que era mejor que hicieran los esclavos. Tanto para Platón como para Aristóteles, la realización personal sólo podía alcanzarse cuando el individuo disponía de unas rentas propias y podía liberarse de las obligaciones del día a día y dedicarse sin ataduras a la contemplación de cuestiones éticas. Cabía la posibilidad de que el empresario y el comerciante fueran propietarios de una bonita mansión y de una despensa bien provista, pero no desempeñaban ningún papel en la idea que se tenía de la buena vida.

En un principio, el cristianismo adoptó un punto de vista sobre el trabajo poco más o menos igual de descorazonador, con el añadido, todavía más desolador si cabe, de que el hombre estaba condenado a las fatigas del trabajo para redimirse del pecado de Adán. Ni siquiera cabía la posibilidad de mejorar las condiciones de trabajo, por abusivas que fueran. El trabajo no era una desgracia por casualidad; era uno de los principios sobre los que se asentaba el sufrimiento en esta tierra. San Agustín recordaba a los esclavos que debían obedecer a sus señores y aceptaba sus sufrimientos como parte de lo que, en su obra La ciudad de Dios, denominaba «lo despreciable de la condición humana».

Los primeros indicios de una actitud moderna y más positiva hacia el trabajo pueden detectarse en las ciudades-estado de Italia durante el Renacimiento y, más en concreto, en las biografías de artistas de la época. En la descripción de las vidas de hombres como Miguel Angel y Leonardo encontramos algunas de las ideas que ahora nos resultan familiares sobre lo que podría significar el trabajo para nosotros: un camino hacia la autenticidad y la gloria. En lugar de una carga y un castigo, el trabajo artístico nos permitiría elevarnos por encima de nuestras vulgares limitaciones.Seríamos capaces de expresar nuestro talento en un página o en un lienzo de una forma en que nunca lo seríamos en nuestra vida ordinaria. Por supuesto, esta nueva consideración del trabajo se aplicaría exclusivamente al escogido grupo de los creadores (a nadie se le habría ocurrido a esas alturas decirle a un sirviente que el trabajo desarrollaría su auténtica personalidad; esa reivindicación ha tenido que esperar hasta la aparición de las modernas teorías de gestión), pero ha terminado por crear el modelo de las definiciones de la felicidad obtenida mediante el trabajo.

No fue sino hasta finales del siglo XVIII cuando ese modelo se extendió más allá de la esfera artística. En los escritos de pensadores burgueses como Benjamin Franklin, Diderot o Rousseau, vemos que el trabajo experimenta una reconsideración, no ya como un medio de conseguir dinero sino también como una forma de que nos sintamos más realizados. Merece la pena destacar que esta reconciliación entre necesidad y felicidad tenía su exacto correlato en la reevaluación contemporánea del matrimonio: así como se reformulaba el matrimonio como institución capaz de proporcionar tanto beneficios de orden práctico como emocional y sexual (una coincidencia de lo más conveniente, antes considerada imposible por los aristócratas, que estimaban necesario simultanear una amante y una esposa), se consideraba que el trabajo podía proporcionar tanto el dinero necesario para la supervivencia como la vía para la expresión personal que antes había sido exclusiva de las clases acomodadas.

Simultáneamente, todo el mundo empezó a experimentar una nueva especie de orgullo del trabajo que desempeñaba, en gran medida debido a que la forma en que se repartían los puestos de trabajo adoptaba una apariencia de justicia. En su autobiografía, Thomas Jefferson explicaba que de lo más orgulloso de lo que se sentía era de haber creado unos EEUU meritocráticos en los que «una nueva aristocracia, la de la virtud y el talento» había reemplazado a la vieja aristocracia de los privilegios y, en muchos casos, de la estupidez brutal. La meritocracia dotaba al trabajo de unas características novedosas, casi morales. Ahora que parecía que los puestos de trabajo de prestigio y bien pagados estaban a disposición de quienes demostraran su inteligencia y su capacidad, se abría la posibilidad de que el puesto de trabajo de cada cual expresara algo definitorio, sin necesidad de más explicaciones, sobre aquél que lo desempeñara.

A lo largo del siglo XIX, muchos pensadores cristianos, especialmente en EEUU, modificaron en paralelo sus opiniones sobre el dinero.Diversas corrientes protestantes de ese país aventuraron la idea de que Dios requería de sus seguidores que llevaran una vida en pos del éxito, tanto en el plano temporal como en el espiritual.La prosperidad en este mundo constituía la prueba de que uno se merecía un sitio de honor en el otro -una actitud que se reflejaba en la obra del reverendo Thomas P. Hunt, todo un éxito de ventas de 1836, titulada El libro de la riqueza, en el que se demuestra que, de acuerdo con la Biblia, es deber de todo hombre hacerse rico. John D. Rockefeller no tenía ningún reparo en afirmar que era el Señor el que le había hecho rico a él, mientras que William Lawrence, obispo episcopaliano de Massachusetts, exponía en un escrito de 1892 que «nosotros, como el salmista, vemos a veces que prosperan los malvados, pero sólo a veces», para añadir que «la divinidad hace buenas migas con los ricos». Cuando la meritocracia llegó a su mayoría de edad, los trabajos degradantes terminaron por parecer no ya deplorables, sino merecidos. No es de extrañar que las personas se preguntaran cuál era su ocupación y que prestaran suma atención a las respuestas.

Aunque todo esto pueda parecer un avance, la realidad es que la moderna actitud hacia el trabajo no ha dejado de causarnos problemas aunque no nos hayamos dado cuenta de ello. En la actualidad, abundan las reivindicaciones de todo tipo de trabajos, que no se ajustan a lo que ofrece la realidad. Cierto, hay unos pocos puestos de trabajo que son plenamente satisfactorios, pero la mayoría no lo son y nunca lo podrá ser. En consecuencia, sería prudente que prestáramos atención a algunas de las voces pesimistas de la etapa premoderna, aunque sólo fuera para dejar de torturarnos por no ser tan felices en nuestro trabajo como nos han dicho que podríamos ser.

Hace tiempo ya que William James formuló una aguda observación sobre la relación entre felicidad y expectativas. Dejó sentado que la satisfacción con nosotros mismos no exige tener éxito en todo lo que hacemos. El fracaso no conduce invariablemente a la humillación; sólo nos sentimos humillados si invertimos nuestro orgullo y nuestra valía en un objetivo determinado y resulta que no lo alcanzamos. Son nuestras metas las que determinan lo que habremos de interpretar como un triunfo y lo que deberemos contabilizar como un fracaso: «Si no hay una intentona, no puede haber fracaso; si no hay fracaso, no hay humillación». Así pues, nuestra autoestima viene determinada por la relación entre nuestras realidades y nuestras supuestas potencialidades, de donde: Autoestima= Exito / Pretensiones.

Si en la actualidad resulta tan difícil conseguir la felicidad en el trabajo, quizá es porque nuestras pretensiones han dejado atrás la realidad. Esperamos que todos los trabajos nos reporten la satisfacción que les reportó el suyo a Sigmund Freud o a Franklin Roosevelt. Quizás deberíamos leer más bien a Marx. Marx era un historiador de escasos vuelos y no acertó en uno solo de sus remedios para hacer un mundo mejor, pero fue bastante clarividente en el diagnóstico de las razones por las que con demasiada frecuencia el trabajo es algo tan penoso. A este respecto se inspiró en Immanuel Kant, que escribió en su obra Los fundamentos de la metafísica de las costumbres que el comportamiento moral hacia los demás requería que uno los respetara «por sí mismos» en lugar de utilizarlos como un «medio» para el enriquecimiento o la gloria propios. De ahí que Marx acusara a la burguesía y a su nueva ciencia, la economía, de practicar «la inmoralidad» a gran escala: «La economía política otorga al trabajador exclusivamente la condición de animal de carga, reducido a sus estrictas necesidades corporales». Los salarios que se pagaban eran, según Marx, exactamente «igual que la grasa que se aplica a las ruedas para que sigan girando», para luego añadir que «el auténtico objetivo del trabajo no es ya el hombre sino el dinero».

Es posible que Marx haya idealizado de manera errónea el pasado preindustrial y que haya condenado indebidamente a la burguesía, pero fue capaz de captar el ineludible grado de conflicto entre empleador y empleado. Toda organización comercial intentará obtener materias primas, trabajo y maquinaria al precio más bajo posible para combinarlos en un producto que pueda ser vendido al precio más alto posible..

Así y todo (cosa que no deja de ser inquietante), entre el trabajo y los restantes factores hay una diferencia que la economía convencional no tiene medio de representar, pero que está inevitablemente presente: el trabajo siente dolor y placer. Cuando las líneas de montaje experimentan unos aumentos de costes prohibitivos, es posible desconectarlas sin que protesten ante la aparente injusticia de su destino. Una empresa puede pasar de utilizar carbón a gas natural sin que se tire por un barranco la fuente de energía a la que se ha dejado de lado.

El trabajo, sin embargo, tiene la costumbre de responder de manera emotiva a los intentos de reducir su precio o su presencia. Llora en los aseos, se emborracha para dar salida a sus miedos de no estar a la altura de las expectativas y hasta es posible que prefiera la muerte al despido. Estas respuestas emocionales nos sitúan ante dos imperativos, quizá conflictivos entre sí, que coexisten en los lugares de trabajo: un imperativo económico, que impone que la tarea principal de una empresa es conseguir un beneficio, y un imperativo humano, que lleva a los empleados a pedir seguridad económica, respeto, permanencia en el puesto y hasta pasárselo bien. Aunque los dos imperativos puedan coexistir durante largos periodos sin fricciones aparentes, los trabajadores que dependen de un salario viven conscientes de que, si en algún momento se plantea un dilema entre los dos, es el económico el que debe prevalecer. Estas presiones no están ausentes de las vidas de los trabajadores autónomos, sean propietarios de lavandería o de la principal agencia inmobiliaria, porque, en su caso, toda la economía local, nacional y mundial hace de empleador.

Es posible que, al menos en el mundo desarrollado, los enfrentamientos entre el trabajo y el capital no se diluciden ya a puñetazos, como en los tiempos de Marx. Pero, a pesar de los avances en las condiciones de trabajo y en la protección del trabajador, los obreros siguen siendo en esencia meras herramientas de un proceso en el que su felicidad o su bienestar tienen necesariamente una importancia secundaria. Por mucha que sea la camaradería entre el empleador y el empleado; por mucha buena voluntad que los trabajadores desplieguen y muchos años que hayan dedicado a su trabajo, tienen que vivir con la idea clara y la consiguiente ansiedad de que su situación no está garantizada, de que dependen de su propio rendimiento y de la buena marcha de su organización, de que son un medio para obtener un beneficio y de que el objetivo jamás son ellos.

Todo esto es enormemente triste, aunque ni la mitad de lo que podría ser si no quisiéramos ver la realidad y extremáramos las expectativas relativas a nuestro trabajo. Durante muchos siglos, uno de los más importantes patrimonios de la humanidad, un baluarte contra la amargura, un mecanismo de defensa frente a las decepciones, fue la creencia en las inevitables penalidades de la vida. En la actualidad, esa creencia ha sido socavada por las expectativas creadas por la moderna concepción del mundo.

Quizás ahora, cuando muchos volvemos de las vacaciones, podamos atemperar esta tristeza si tenemos presente que el trabajo suele ser mucho más soportable cuando no esperamos que nos proporcione felicidad, sino sólo dinero.