Trabajar tras la universidad

El último estudio sobre «Jóvenes y mercado de trabajo» del Ministerio de Trabajo analiza el empleo en este sector poblacional. La tasa media de empleo ha evolucionado de forma muy negativa entre 2007 y 2018; en concreto, ha pasado del 41,90 al 24,26 por ciento para jóvenes de entre dieciséis y veinticuatro años, y del 57,76 al 40,72 por ciento para el grupo de entre dieciséis a veintinueve años. Estos porcentajes son muy dependientes del nivel de estudios; por ejemplo, para el grupo de dieciséis a veintinueve años y con una formación baja, han cambiado desde el 51,65 al 28,83 por ciento, mientras que si la formación es alta lo han hecho desde el 74,31 al 66,38. Parece evidente el efecto positivo que tiene una formación académica alta.

Si hay algo en España que está sometido a frecuentes experimentos es la formación académica; no se escapa ninguno de los niveles. La justificación de estos cambios dista mucho de ser rigurosa y, además, se intenta dificultar las críticas potenciales de las leyes correspondientes. Pero al final los resultados hablan por sí mismos y, como respuesta, se generan normas adicionales que buscan cambiar los malos resultados «por decreto o reglamento». Esto no es nuevo y en muchos países hay ejemplos. Los sistemas educativos no deben ser inmutables, sino algo que de forma rigurosa y consensuada se vaya modificando con prudencia y no a golpe de ocurrencia de los gobiernos de turno. La «enseñanza» es algo muy serio que, por muchas razones, debería estar fuera de «juegos» políticos.

Las universidades, aunque ya lo hacen, se deberían preocupar más de mejorar la empleabilidad de sus egresados. Para ello, deben estar cerca de la realidad científica, social y económica, ajustar los contenidos y las formas de las enseñanzas, y organizar prácticas de alumnos en empresas y jornadas Universidad-Empresa, entre otras actividades. Los alumnos valoran positivamente preguntar directamente a representantes de empresas cuestiones tales como ¿qué necesidades laborales tienen?, ¿cómo seleccionan a sus empleados?, ¿qué sugerencias podrían darles?, etcétera. Aunque se pueden encontrar algunas diferencias en las respuestas, hay muchas coincidencias en las opiniones. Por ejemplo, el título supone un punto de partida necesario, pero siempre se hace referencia a la necesidad de tener competencias en idiomas y en los instrumentos básicos de la era digital. Además, se incide en otros aspectos no técnicos: capacidad de trabajo en equipo, empatía, sentido común, capacidad de adaptación, saber escuchar, ser positivo, humildad y otros.

La «actitud» se ha convertido en un concepto clave para tener éxito, y permite diferenciar a unos aspirantes de otros. Sin embargo, en mi opinión, puede contribuir al riesgo de que algunos alumnos se preocupen más de «ser/parecer» empáticos, adaptables, humildes, etcétera, que de formarse. Ambas cosas son fundamentales: el «ser» todo eso y, además, conseguir una buena formación académica.

Por otro lado, dar por hecho que un título garantiza una serie de competencias puede que sea así o no; el asunto es complejo, pero lo que sí está claro es que, más pronto que tarde, es necesario demostrar la calidad de la formación alcanzada durante los estudios.

Pues bien, ¿cómo deber ser la formación universitaria? «Las universidades deben formar atendiendo a la demanda de las empresas». Esta frase forma parte de la mochila de frases hechas que muchos representantes emplean en sus intervenciones públicas y, en mi opinión, debería ser matizada. Nuestra sociedad está experimentando cambios muy rápidos que obligan a las empresas a adaptarse a igual ritmo; por lo tanto, ¿cuáles son las demandas de las empresas a las que tiene que ajustarse la formación universitaria? Las empresas necesitarán personas adaptables, capaces de actualizar sus competencias, de iniciar su carrera dentro de una profesión y pasar por otras que, incluso, todavía no existen.

Ante esta realidad, las universidades también deben adaptarse y optimizar sus programas, pero estos deben orientarse a la consecución de una buena formación básica, de nivel universitario, sobre la que se pueda construir con posterioridad. Ese debería ser el objetivo principal de los grados universitarios; no se debe emplear ese periodo para cursos muy especializados cuando, en muchos casos, no existe el substrato sobre el que pueden arraigar. Posteriormente, los másteres pueden incrementar el nivel de especialización, pero incluso con éstos, la filosofía debería ser similar.

La universidad debe evolucionar en función del avance del conocimiento y la realidad socioeconómica que en cada momento haya, pero debería estar a salvo de experimentos diversos que generan entropía. Junto con el resto de niveles que configuran el sistema educativo de todo el país, es necesario un acuerdo global, consensuado, que defina las líneas maestras, reestructure la red universitaria y de títulos, homogeneice contenidos, establezca planes de estudio y otros aspectos. Y todo esto es más urgente de lo que parece. Es frecuente escuchar que «nunca antes hemos tenido una juventud mejor formada». Yo me temo que, en general, no es así.

Isidoro García García, director del departamento de Química Inorgánica e Ingeniería Química de la Universidad de Córdoba.

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