Por Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona e investigador en el Instituto de Filosofía del CSIC; autor, entre otros libros, de Las malas pasadas del pasado (EL PAÍS, 02/04/06):
Ciertamente, no soplan vientos favorables para las víctimas. Hubo un tiempo, hace no tanto, en que se convirtió en poco menos que un lugar común la afirmación del doble sufrimiento que les había tocado soportar a las mismas, que añadían a la pérdida o el daño padecidos el silencio cómplice (el ninguneo) por parte de una sociedad que, o bien las consideraba como un impertinente testimonio vivo de un mal cuya contemplación resultaba insoportable, o, peor aún, dejaba caer sobre ellas la negra y sucia sombra de la sospecha, aquel repugnante algo habrá hecho que debiera avergonzar de por vida a quien hubiera sido capaz de pronunciarlo una sola vez. A simple vista, podría parecer que la situación ha cambiado. Alguien podría llegar a pensar que incluso radicalmente, y para bien. La referencia a las víctimas se ha convertido en estos días en un elemento de comentario poco menos que inexcusable en cualquier debate, en donde incluso suele aludirse a ellas -a la presunta satisfacción que se les debe- como el criterio de la bondad del proceso que se va a abrir.
No creo que sea ése, desde luego, el lugar que les corresponda. Es más: probablemente debiéramos recelar de quienes tanto las invocan, especialmente cuando se empeñan en atribuirles algún tipo de protagonismo político. Lo que se les debe a las víctimas no pertenece, en sentido propio, a dicho ámbito. A las víctimas, se ha dicho muchas veces, les es debido reconocimiento, compasión, solidaridad y ayuda. Si nuestra sociedad fuera capaz de ello, probablemente no haría falta entrar en otros capítulos, como en alguno de los que en los últimos días se ha entrado. Por ejemplo, enfrentando víctimas de un lado con víctimas de otro o, peor todavía, enfrentando, dentro de las de un mismo lado, las de un signo ideológico y las de otro. Por ello mismo, tampoco creo que lo prioritario sea ahora -como tenía la oportunidad de escuchar esta misma semana de labios de una dirigente socialista vasca- elaborar un mapa del dolor.
Algunos gustan de repetir en estos días, con indisimulada satisfacción, que ha sonado la hora de la política. Tal vez sea verdad. Aceptémoslo provisionalmente (no sin antes constatar que hay algo de paradójico en sostener tal cosa y al mismo tiempo aceptar la tesis de que de ninguna manera debiera haber contraprestaciones políticas por el fin de la violencia). En todo caso, y si de reivindicar la política se trata, convendría empezar por rechazar la estrecha identificación entre la política y aquello que hacen los políticos. Porque, con independencia de que en muchas ocasiones la tarea que éstos llevan a cabo tenga más que ver con la transacción y la búsqueda de acuerdo en situaciones de máxima complejidad que con la política propiamente dicha (identificar buen político con hábil negociador no debiera ser considerado el mayor de los elogios), sería grave que estuviéramos excluyendo de dicha actividad a la propia ciudadanía.
Sin duda, en la primera fase del proceso que, según parece, se va a abrir dentro de algunos meses les corresponderá a los profesionales de la cosa gestionar una negociación que, sean cuáles sean los términos en los que se plantee, habrá de resultar difícil y complicada. Pero, incluso en el supuesto de que esa primera fase terminara a satisfacción de todas las partes, a continuación se abrirá otra que tal vez, en cierto sentido, sea la más política en la acepción más propia, noble y fuerte del término. Porque la política tiene que ver con la vida en común en la ciudad (polis), con la gestión de los asuntos que a todos nos conciernen, con la solución de los problemas que a todos nos afectan.
Reconozco que es ese momento posterior, segundo, el que más me preocupa, el que entiendo que va a resultar especialmente delicado para las víctimas, y el que me hace sentir más bien escéptico ante el futuro. La vida en sociedad es conflicto -no hay que temerlo ni huir de él como de la peste-, pero también voluntad de vivir juntos. Y convivencia, tras tanto dolor, habrá de significar necesariamente reconciliación. Tal vez sea entonces el momento de elaborar ese mapa del dolor que la dirigente socialista antes mencionada tanto echaba en falta. Pero al cartógrafo que le toque en suerte tan ingrato encargo deberá tener en cuenta un aspecto relevante a efectos de lo que estoy pretendiendo plantear. Si es cierto que ha habido sufrimiento en ambos lados, no lo es menos que sólo en uno las víctimas han sido vejadas, delatadas, extorsionadas, torturadas e incluso asesinadas por sus vecinos, aspecto éste que en modo alguno cabe soslayar.
Las víctimas no pueden ser el test de la calidad del proceso (que ha de tener su propia autonomía), sino garantes de la bondad de la solución. No son ellas las que están obligadas a nada, sino nosotros. No tiene caso interpelarlas, exigirles o formularles reproche alguno. El lunes pasado, en el programa Agora de Canal 33, un espectador anónimo, probablemente influido por la lectura del libro de Michael Ignatieff El honor del guerrero, enviaba un SMS con el siguiente texto: "Lo que tiene que hacer ETA es rezar por el alma de aquellos a quienes asesinó". Quizá sea pedir demasiado. Pero no lo es reclamar, en primer lugar, que no se persevere en la obscena utilización de las víctimas con el inconfesado propósito de disfrazar de sensibilidad humanitaria lo que es descarnado interés partidista y, en segundo, que quienes con tanto énfasis reclaman su derecho a intervenir como agentes en el proceso comuniquen a la ciudadanía qué tienen previsto hacer para que bajo ningún concepto nada parecido a lo que quedó atrás pueda repetirse, ni siquiera en la esfera de lo simbólico.
Las víctimas constituyen, en este sentido, un fiel indicador de la sensibilidad moral de una sociedad. Quienes tanto se deleitan citando a Primo Levi, ahora tienen una buena ocasión para estar a la altura. Al final habrá que preguntarles a quienes más han sufrido, no si lo que ha terminado por ocurrir representa para ellos un modelo de vida buena (no puede haberla para quien ha visto morir a un ser querido), sino algo mucho más simple: si vale la pena seguir viviendo en un mundo así. Será entonces cuando a muchos, seguro, se les subirán los colores.