Tráfico de influencias

El salto del economista David Taguas, sucesor de Miguel Sebastián en la dirección de la Oficina Económica de la Moncloa con rango de secretario de Estado, a la presidencia de Seopan (la patronal de las constructoras de obras públicas) ha sido, está siendo, una indecorosa confusión del interés público con el privado, que jamás debió permitir un partido como el socialista, que ha dado pasos importantes en pro de la regeneración de la política española --la desgubernamentalización de RTVE ha sido uno de los más eficaces y significativos-- y que alardea de mantener un proyecto político impregnado de valores y principios. De hecho, esta pirueta no ha sido entendida por la opinión pública ni por buena parte del aparato y de la clientela del PSOE, incluido un sector seguramente significativo de su propio grupo parlamentario, en el que se han producido disidencias explícitas sobre este particular.

Todo el asunto es sospechoso, y la desconfianza no decrece un ápice por el hecho de que Seopan sea una asociación sin ánimo de lucro y no propiamente una empresa mercantil, que ha sido el argumento cogido por los pelos que ha esgrimido la ministra de Administraciones Públicas, Elena Salgado, para justificar y avalar la legalidad oficial del tránsito de Taguas del servicio público al sector privado. Todo el mundo sabe que Taguas, a la vera del presidente del Gobierno, ha dispuesto de información confidencial y ha tenido, como es natural, notoria influencia en el desarrollo de las decisiones gubernamentales. Y tampoco es ningún secreto que Seopan es el lobi que agrupa a las principales empresas constructoras de este país para la defensa y promoción de sus intereses. Quizá no haya incompatibilidad legal estricta entre ambos cargos a la luz de la ley vigente, pero la incompatibilidad ética y política es inocultable. Y la pregunta es obvia: ¿qué méritos se premian o qué servicios se pagan al retribuir a quien ha sido hasta ahora un alto cargo del Estado con un puesto tan atractivo en el sector privado?

Ante este escándalo --no hay otro sustantivo más apropiado--, ha tenido que ser Iniciativa per Catalunya (ICV), la facción catalana de Izquierda Unida, miembro del tripartito catalán, la formación que haya salido a abordar parlamentariamente el asunto. Ha presentado una moción, no vinculante, que lamenta la decisión de declarar la compatibilidad adoptada por Administraciones Públicas y solicita una reforma de la ley de incompatibilidades vigente de forma que en el futuro impida semejantes trasvases. La moción fue votada el martes en la Cámara baja y no prosperó gracias a que Convergència i Unió salió en auxilio de los socialistas.

Que ICV haya sido la fuerza promotora de la protesta fallida añade aspectos singulares al escándalo que lo agravan y lo vuelven, si cabe, más provocador: ¿cómo es posible que la oposición a semejante dislate no haya venido de la mano del Partido Popular, la minoría mayoritaria y encargada, por tanto, de controlar más estrechamente al Gobierno? Es muy lógica la tentación de pensar que el PP se ha callado maliciosamente para que no se advirtiera la simetría existente entre el viaje de Taguas y el salto que también acaba de dar el hasta ahora número tres del PP, Eduardo Zaplana, a Telefónica, previo plácet gubernamental. Son casos distantes y distintos, por utilizar la frase inefable del malogrado Calvo-Sotelo, pero el parangón es perfectamente visible. Y, por supuesto, brota enseguida otra pregunta más: ¿qué favores devuelve o qué caudal de gratitud acumula CiU al enfangarse en semejante asunto?

La mayoría socialista se ha metido, en fin, en el primer atolladero parlamentario de la legislatura. Diputados cercanos a la extinguida corriente Izquierda Socialista han criticado en público el fichaje de Taguas por Seopan --uno de ellos ha llegado a votar en contra, supuestamente por error--, y el espectáculo de la ocasional y oportunista alianza PSOE-CiU en una aventura que más de uno calificará de operación de tráfico de influencias aún dará que hablar en el futuro.

Y, sin embargo, el problema hubiese tenido una solución muy fácil para el PSOE: habría sido suficiente una declaración gubernamental, por boca del presidente del Gobierno o de la vicepresidenta primera, criticando esta polémica operación. Habría bastado con expresar oficialmente el malestar que ha producido esta mudanza, y que Zapatero ya ha filtró informalmente a los medios afines, para que Seopan y Taguas tuvieran que renunciar a su vínculo y la mayoría socialista salvaguardara su integridad moral.

Son hechos como este los que llenan de escepticismo a la opinión pública y extienden la especie, sin duda infundada, de que en el fondo todos los políticos son iguales. Estas faltas de decoro tienen efectos devastadores sobre la credibilidad de los políticos, y son capaces de arrasar el prestigio acumulado a lo largo de una positiva obra de gobierno.

Montesquieu ya lo vislumbró con clarividencia en el siglo XVIII: "No son solo los crímenes los que destruyen la virtud, sino también las negligencias, las faltas, una cierta tibieza en el amor de la patria, los ejemplos peligrosos, las simientes de corrupción; aquello que no vulnera las leyes pero las elude; lo que no las destruye pero las debilita".

Antonio Papell, periodista.