Tráfico de togas

El 14 de septiembre de 2010 se estrenó en Madrid La fiesta de los jueces, obra escrita y dirigida por Ernesto Caballero. Los protagonistas eran varios miembros del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) que, al final del solemne acto de Apertura del Año Judicial, deciden representar, en versión libre, El cántaro roto, una farsa costumbrista del dramaturgo alemán Heinrich von Kleist. En un escenario cubierto de procedimientos judiciales previamente pasados por una trituradora de papel, los actores, mediante la técnica del teatro dentro del teatro, se juzgan a sí mismos, en un original juicio popular. «La Justicia es una tierra de pelea entre los distintos partidos, continuamente puesta en solfa», dijo Santiago Ramos, que interpretaba el papel del juez Adán.

La representación teatral me viene a la memoria con ocasión de la Apertura del Año Judicial que anteayer, con arreglo a la usanza, el Rey Felipe VI declaró inaugurado después de que el presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ, Carlos Lesmes, pronunciara el discurso de rigor en el que lo sobresaliente fue la denuncia del estado de interinidad que, desde hace dos años, padece el actual órgano de gobierno de los jueces, y que calificó de «seria anomalía». Luego, a renglón seguido, exhortó a los «poderes públicos concernidos» a renovar la institución sin mayores dilaciones.

Tráfico de togasNo se trata de aguar la fiesta que, al parecer, fue bastante deslucida, entre otros motivos, por la escasez de público debido a las limitaciones derivadas de la Covid-19, sino de llevar vino a la fiesta. Sobre todo después de leer la espléndida crónica de Ángela Martialay escrita desde El mentidero de las Salesas, en la que cuenta cómo se frustró el pacto entre el Gobierno y el PP para renovar el CGPJ –también el Tribunal Constitucional– que «estaba hecho» y que si no llegó a puerto fue por las culpas de unos o de otros, según las versiones de sus portavoces.

Antes de seguir, quede constancia de que no pretendo cuestionar la honradez profesional de nadie. Menos aún de convertir al vocal que pudiera haber sido propuesto por cada representante de los partidos –tampoco a estos– en la encarnación de la perversión del sistema. Lo único que pretendo es poner de relieve las incoherencias de un tipo de CGPJ y de sumarme a quienes califican de lamentable espectáculo que los dos principales partidos políticos, más los «adjuntos» de turno, se repartan las veinte vocalías e incluso consensuen el nombre del presidente o presidenta que, al propio tiempo, lo es del Tribunal Supremo. La negociación introduce al CGPJ en un estado de recelo permanente y da pie a pensar que es un títere de feria al servicio del poder político, cuyos intereses priman sobre la Ley y el Derecho.

No se trata de negar que el Parlamento sea un instrumento democrático que legitima la idoneidad de los vocales designados, sino de censurar que los partidos no puedan evitar la tentación de asegurarse su influencia en el CGPJ y que con su actitud trasladen a la ciudadanía la sospecha de que, lo mismo que ellos, es decir, los políticos, los magistrados se mueven por apetencias partidistas. De acuerdo en que el CGPJ refleje la orientación política de la sociedad y que los vocales mantengan puntos de vista ideológicos, pero muy diferente a esto es que aquellos sean elegidos por cupos partidistas. Según el diccionario de la Real Academia Española, «consensuar es adoptar una decisión por común acuerdo entre dos o más partes». En ningún sitio se dice que sea un reparto de cuotas alcanzado en una feria de ganado judicial.

Ahora bien, el problema no es nuevo. Lo que está sucediendo con la renovación del actual CGPJ es la secuela irreversible de la expresión Estado de partidos, concepto contrapuesto al de Estado de Derecho, cosa que Manuel García Pelayo, presidente que fue del Tribunal Constitucional, denunció a raíz de la sentencia 108/1986, de 29 de julio, cuando hablaba del grave peligro de que la designación parlamentaria de todos sus vocales, incluso los 12 que, según el artículo 122.3 de la Constitución, han de ser «Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales», fuesen designados en razón del peso de los grupos parlamentarios, lo que no respondía a la configuración deseada por el constituyente para el CGPJ como garante de la independencia judicial.

Desde su comienzo hasta nuestros días, en los siete consejos generales del Poder Judicial –el primero fue el del quinquenio 1980/1985– los mandamases políticos de turno han querido mover a sus vocales como marionetas. Sí, ya sé que ni todos ni a todos y, desde luego, unos menos que otros, pero, en conjunto, el CGPJ ha sido y seguirá siendo, una trampa para incautos. Quien lo controla sabe que controla también el poder judicial por la vía de los nombramientos discrecionales. Que se hable de jueces conservadores o progresistas no es el problema, pues, en principio, esto no tiene por qué afectar a su independencia. Lo grave es que a los miembros del órgano de gobierno se les atribuya una clara obediencia ciega. Treinta y cinco años lleva así. Tantos como grados de desprestigio alcanzados. De ahí que, sin claudicar de la dosis justa de autocrítica por haber pertenecido al CGPJ en el periodo 1990-1995, me parezca que el sistema de reparto en función de la fuerza parlamentaria de los partidos no sea la mejor manera de sacar a este órgano constitucional del atolladero en el que lleva metido desde su nacimiento. Si con la justicia se buscan rentabilidades políticas, entonces sobran los tribunales y basta la intriga. Lo malo, lo triste, es que a estas alturas algunos sigan sin convencerse de que el edificio del número 8 de la calle Marqués de la Ensenada, de Madrid, no puede ser una sucursal de los partidos políticos.

Nada más deprimente que un CGPJ convertido en un juego de togas. Sin embargo, cuando se produzca la renovación del actual, me gustaría dar la bienvenida al octavo CGPJ, aunque reconozco que, de momento, no me atrevo. Son demasiadas las ediciones presididas por el cambalache. De ahí que no extrañe que los jueces duden de que el CGPJ les represente y, lo que es peor, que defienda la independencia judicial. Una institución cuyos vocales, lo mismo que en las versiones anteriores, serán nombrados como se proponen hacerlo los partidos, poco puede dar de sí.

Quien esto escribe cree en la Justicia y en el Poder Judicial y a menudo, como ahora, hace pública su fe. No se trata de una convicción asumida más allá de la razón, sino de su creencia, en la fórmula de Ortega y Gasset. No soy muy partidario de entender la Justicia como forma de poder. Por eso patrocino un CGPJ compuesto de gente independiente en el sentido gramatical del término. El individualismo resulta coartado por la fuerza, conocida de antemano, de unas instituciones políticas que ya sabemos como son. En estas circunstancias comportarse con absoluta libertad es muy difícil, aunque no imposible. Me consta que en las listas de vocales del futuro y «consumado» CGPJ que algunos medios han publicado, hay bastantes que merecen la consideración de juristas de reconocida competencia. Es más. Conozco de primera mano a varios en quienes concurren las virtudes del buen juez que describe Azorín. Deseo que ejemplos como los suyos abunden.

Hace ahora diez años, al terminar la representación de La fiesta de los jueces, despedí la función con aplausos. Lo hice por varios motivos. El primero y principal, porque en el escenario se describían, uno por uno, los síntomas más dolorosos de la Administración de Justicia. Después, porque estaba dedicada a los ciudadanos y a los jueces, víctimas de la anarquía, el caos, el desgobierno, el desbarajuste y el desconcierto de nuestra Justicia. La escena de la mujer de la limpieza del tribunal metiendo la balanza de la Justicia en el cubo de la basura fue un final estremecedor.

Javier Gómez de Liaño es abogado.

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