Tragedia en Perú

El 5 de junio de 2009 se recordará con amargura como un hito en la historia negra del Perú. En la madrugada de ese día, la intervención de la policía frente a un grupo de indígenas awajun y wampis, que habían bloqueado pacíficamente una remota carretera en el departamento de Amazonas, desencadenó una matanza. Como de costumbre, esa historia sombría se escribe en los márgenes del país y afecta a los grupos indígenas andinos y amazónicos. Ellos suelen ser las víctimas, pero las élites limeñas los convierten en responsables tanto de su propia tragedia como de los males del país. Nada nuevo.

En los primeros años noventa, mientras trabajaba en la zona, un simpático funcionario gubernamental me dijo que la solución a la falta de proteínas en la dieta de los nativos era la introducción de hipopótamos africanos. Según él, a los hipopótamos les gusta el agua, son tranquilos y tienen mucha carne para comer. La política de Alan García respecto a la Amazonía es muy parecida a esa grotesca idea. Su diagnóstico es que la selva está subexplotada y que las poblaciones nativas no tienen ni la capacidad ni el capital necesarios para extraer la riqueza que la selva encierra. Su solución fue la introducción de una serie de decretos legislativos cuyo objetivo es facilitar la inversión de empresas extractivas (petróleo, gas, minería y madera), sus particulares hipopótamos. Las nuevas normas gubernamentales flexibilizan el mercado de tierras, lo que erosiona la capacidad real de los pueblos indígenas amazónicos de controlar su propio territorio. Como era de esperar, el Gobierno obvió completamente el cumplimiento de los tratados internacionales subscritos por Perú, que obligan a consultar a los pueblos indígenas para modificar las normas que les afecten.

Esa solución es consistente con la tradicional exclusión de las poblaciones amazónicas. Su lejanía de Lima y la dificultad de acceso a sus territorios han sido factores claves para explicar tanto su supervivencia como su abandono por el Estado. Las elites políticas limeñas sólo se han interesado por la selva cuando han previsto que podrían hacer un buen negocio: oro en la colonia, caucho a principio del siglo XX, despensa del Perú con Belaunde, petróleo, minerales y madera ahora. El gran sueño limeño considera la selva amazónica como un gran espacio vacío, enteramente a su disposición. Los nativos o no existen o son considerados una molestia. Así que la población amazónica experimenta al Estado peruano bajo dos categorías no muy positivas: ausente o expoliador.

En agosto de 2008 una gran movilización indígena obligó al Parlamento a prometer la revisión de las normas aprobadas, mientras que el Gobierno se comprometió a establecer una serie de mesas de diálogo. Tras meses de engaños y de promesas y plazos incumplidos, los indígenas decidieron el pasado abril comenzar un nuevo ciclo de protestas. Su desalojo el pasado día 5 se saldó con más de 23 policías muertos, un número todavía no esclarecido de civiles también fallecidos y más de 150 heridos.

Las explicaciones de Alan García, el primer ministro, la ministra de Interior y los altos mandos policiales a esos trágicos hechos oscilan entre el esperpento y lo indignante. El esperpento, porque sus primeras reacciones ante una operación que ha dejado un número tan importante de muertos sea mostrar satisfacción por haber «restaurado el orden constitucional» y el imperio de la ley. Lo indignante es que traten de esconder su doble responsabilidad. Primero, por haber ignorado las reclamaciones de los pueblos indígenas amazónicos, tomándoles el pelo con promesas reiteradamente incumplidas. Segundo, por una estrategia policial mal planificada y peor ejecutada que se trata de justificar acusando a los nativos de terroristas, salvajes y de estar manipulados por intereses extranjeros.

En cualquier país verdaderamente democrático, un gobierno que fracasa tan estrepitosamente en proteger la vida de sus ciudadanos y de las fuerzas de seguridad en una operación policial dimitiría inmediatamente. Incluso si se hubieran enfrentado a la más cruel de las facciones terroristas, tiene la obligación de calcular sus capacidades y las consecuencias de sus acciones. La confianza en esa prudencia es la razón por la que se le elige para gestionar los instrumentos coercitivos del Estado.

Pero el hecho es que no estaban enfrentando a una feroz facción terrorista. Estaban dispersando a un grupo de nativos, cansados y enfadados, que habían tomado pacíficamente la carretera por 11 días. Lo que es más grave, los testimonios de testigos directos de los sucesos contradicen las explicaciones del Gobierno. La policía apareció por los cerros que rodean la carretera con la orden de dispersar sin dialogar. Los intentos de dialogar de algunos respetados líderes indígenas, como el apu Santiago Manuin, fueron rechazados por la fuerza. Como los nativos no se acababan de retirar, la policía comenzó a disparar sus armas reglamentarias, primero al aire y después al suelo. Algunas de las balas rebotaron en el suelo y mataron a un nativo e hirieron a otros. El grupo se exaltó e intentó avanzar hacia los policías, que comenzaron a disparar directamente a la gente. El entorno de la carretera se convirtió en un campo de batalla. En ese enfrentamiento generalizado un grupo rodeó, desarmó y mató a ocho policías. Después la batalla se extendió a otros lugares, donde la información sobre lo que estaba pasando llegaba de forma incompleta y alarmante. Por supuesto, la muerte de los policías es terrible y no tiene ninguna justificación. Sin embargo, la secuencia de los hechos no corrobora la acusación del Gobierno de haber enfrentado a terroristas que habían urdido un complot para causar víctimas. Más bien parece que una nefasta planificación policial, seguramente acompañada de presión política para acabar al precio que fuera con la concentración, acabó generando un infierno.

Estos dolorosos enfrentamientos han dejado algunas cuestiones que deberán obtener respuesta en los próximos días. Es preocupante que todavía no se conozca con certeza el número de civiles muertos en los enfrentamientos y que el Gobierno no parezca muy preocupado por saberlo, olvidando una y otra vez su responsabilidad por defender la vida de todos los peruanos. También la falta de información sobre la identidad de los detenidos y los cargos que se les imputan es difícilmente aceptable en regímenes democráticos.

Por último, es muy chocante la desvergüenza con la que el presidente Alan García trata a los indígenas amazónicos y alto-andinos como ciudadanos de segunda, incultos, opuestos al desarrollo e incapaces de saber lo que les conviene. Su paternalismo autoritario, aunque de larga tradición en la vida republicana peruana, resulta insultante en el siglo XXI. El Gobierno no debe buscar más allá de las fronteras patrias para encontrar los incentivos para las protestas. Es su propia ceguera para entender el país y responder a sus gentes lo que hace que los peruanos más alejados del centro geográfico, político y económico protesten contra un sistema que los excluye y además los insulta.

Javier Arellano Yanguas, investigador en el Instituto de Estudios de Desarrollo de la Universidad de Sussex. Fue director de Alboan y vivió varios años en Amazonas con los nativos awajun y wampis.