El profesor R. Klitgaard formuló, a finales de los años 80 del siglo pasado, una ecuación básica de la corrupción que se ha convertido en la expresión más sintética de cuáles son los ingredientes que se requieren para asegurar su éxito. Según esta fórmula, corrupción es igual a monopolio de la decisión pública (M) más discrecionalidad (D) menos rendición de cuentas (Accountability) (C=M+D-A).
En el corazón de todas las fórmulas está el juego de suma cero poder – control: cuanto más poder (monopolio más discrecionalidad de la decisión) y menos control, más corrupción. Lord Acton, el famoso político inglés de fines del siglo XIX, ya había acuñado la frase: «El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente». El poder es la mercancía de la corrupción y tendrá más valor cuanto más absoluto sea; más liberado de control se encuentre. Es tan antiguo que, como antídoto, se organizó el Estado según el principio de división de poderes: división para someterlos a controles recíprocos. En el espejo del absolutismo, quintaesencia de la corrupción, el Estado de derecho se ofrecía como el antídoto.
El cómo se module el control modulará también la probabilidad de la corrupción; florecerá con la discrecionalidad sin control, o sea, con la arbitrariedad. Porque corrupción y arbitrariedad son lo mismo. Es el ejercicio del poder sin razones; sin razones razonables; sin razones constitucionales. Ya hemos superado el mito Ilustrado de que sólo hay razones razonables; también las hay irrazonables; las razones del mal, porque el mal también puede tener sus razones, como las de beneficiar a los amigos.
El reciente dictamen del Consejo de Estado sobre el proyecto del que posteriormente sería el Real Decreto Ley 36/2020, relativo a la ejecución de los fondos europeos del conocido como Next Generation EU, nos coloca ante el vértigo de las razones del mal; las de la discrecionalidad sin control. Se ha diseñado un traje institucional para que el poder pueda adjudicar los fondos disfrutando de la máxima libertad posible. El Consejo de Estado viene a confirmar lo que muchos han denunciado.
El Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, que es el instrumento que el Gobierno aprueba para canalizar en nuestro país los fondos europeos, se ejecuta mediante proyectos que se llevan a cabo mediante contratos, convenios, subvenciones, sociedades de economía mixta, consorcios y concesiones (de obras y de servicios). El problema que se plantea es que las especialidades que el Real Decreto Ley introduce reducen los controles a los que el Gobierno está sometido para administrar los fondos europeos que sirven a la ejecución de los proyectos.
El Consejo de Estado alerta, respecto de los convenios, que son acuerdos entre Administraciones pero que también pueden incluir a sujetos privados, de «la supresión de la práctica totalidad de los instrumentos de control previstos con carácter general para la suscripción de convenios y sus eventuales modificaciones». Y añade «preocupa, en especial, la opción de suprimir los principales controles económico-presupuestarios en la celebración, modificación y extinción de este tipo de convenios, máxime si esta eliminación se pone en conexión con la ampliación de la duración prevista para los mismos».
En cuanto a las subvenciones, igual. Por un lado, el Gobierno aprueba las reglas por las que se adjudican (las bases de la convocatoria) sin el informe de los servicios jurídicos y de la intervención, por lo que dejan de ser, en la práctica, requisitos preceptivos. Por otro, cuando el Gobierno aprecia que existan razones que «dificulten» la convocatoria pública de las subvenciones, podrá concederlas de manera directa, lo que podrá hacer, además, sin informe del Ministerio de Hacienda. Y, por último, si a todo lo expuesto se le suma el tradicional déficit de control del cumplimiento de las finalidades para las que fueron otorgadas, el resultado es el de la disposición del dinero sin control.
Todo confluye en un régimen singular del control económico-financiero de los actos de disposición de los fondos. El Gobierno es el que decide qué actos están sujetos a control (intervención). Y, en caso de así decidirlo, lo serán al régimen formal o documental de los denominados requisitos básicos porque, como se dice expresamente, «en ningún caso» le serán de aplicación el régimen general de fiscalización. ¿El poder decidiendo el alcance del control? Mala cosa.
Son razonables las dudas del eurodiputado Luis Garicano sobre el acomodo de este régimen de liberación del control a lo que dispone el Reglamento europeo regulador de los fondos porque es incierto que el Gobierno pueda convencer a la Comisión Europea de que ha implementado un «sistema de control que ofrezca las garantías necesarias de que los fondos se han gestionado de conformidad con todas las normas aplicables, en particular las normas relativas a la prevención de conflictos de intereses, del fraude, de la corrupción y de la doble financiación del Mecanismo y de otros programas de la Unión, de conformidad con el principio de buena gestión financiera» (art. 22).
Si decae el control, se enriquece el poder discrecional que, en este caso, se oculta tras el ropaje de lo técnico. Porque la pieza central de la administración de los fondos es el denominado Comité técnico para el Plan. El Consejo de Estado se queja de la indeterminación de su regulación. Aun cuando «se le encomiendan numerosas funciones imprescindibles para la correcta elaboración y ejecución del Plan», solo sabemos que el número de sus miembros no será superior a 20, y que serán nombrados por la Comisión (política) del Plan, así como que serán «empleados u órganos directivos» de la Administración general del Estado. No sólo la categoría empleados públicos envuelve un elenco muy amplio de supuestos (desde funcionarios a personal eventual como los asesores) sino que, como informaba el Consejo de Estado, desconocemos quién lo va a presidir, ni cuáles son las reglas esenciales o básicas de su funcionamiento. Ese Comité no sólo presta soporte, sino que elabora orientaciones, manuales, modelos, recomendaciones, además, del seguimiento del cumplimiento de sus propuestas. Incluso, informa de manera vinculante la creación de los consorcios. Es, por consiguiente, el órgano central de la gestión del Plan, pero que, también, se entrega a lo que decida el Gobierno.
En definitiva, todo queda en manos del Gobierno. Hay dos caminos para agilizar la gestión pública. Uno, recortando controles; y otro, mejorando los procedimientos, dotando de más medios a los órganos que intervienen. El primero, es el camino de la arbitrariedad porque la agilización se consigue al convertir la voluntad del poder en lo único relevante; todo lo demás son obstáculos que sobran. En cambio, como nos recuerda el Consejo de Estado, parece «más razonable» que «la reforma se centre en una simplificación y agilización de los aspectos procedimentales (acompañada de una revisión de plazo y de la ampliación de los medios humanos y materiales que resulte necesaria) y sólo con carácter excepcional se modulen los informes preceptivos que resultan exigibles, el régimen de autorizaciones pertinentes o el ejercicio de la función interventora».
Cuando el lunes 1 de febrero el diputado Edmundo Bal reclamó al Gobierno el Dictamen del Consejo de Estado que se había ocultado, ni se había remitido al Congreso, ni se había aludido al mismo en la fórmula de promulgación del Real Decreto Ley, la incredulidad hizo acto de presencia. Su lectura ha confirmado las razones (del mal) para su ocultación. Sus indicaciones no han sido atendidas ni para corregir las erratas que advertía en el proyecto. En definitiva, se repite, una vez, el diseñar un traje institucional para beneficiar a los amigos, lo que va a arrojar sombras de ilegitimidad sobre la administración de unos recursos que son esenciales para la recuperación económica de España. Sin embargo, hay una gran diferencia respecto del pasado: el dinero es de la Unión y ésta no se va a dejar engañar. La información circula y todos hemos aprendido, también las Instituciones de la Unión. Advertidos están.
Andrés Betancor es catedrático de Derecho administrativo.