Trampas de la memoria antifascista

A falta de ultimar la ley de Memoria Histórica en el Congreso, el Gobierno catalán camina por delante con su proyecto del Memorial Democrático y otra futura ley que regulará la apertura de fosas comunes de la Guerra Civil. Tales iniciativas, empeño personal del consejero Joan Saura y de Esquerra Republicana, desarrollan el artículo 54 del nuevo Estatut, según el cual los poderes públicos de esa autonomía velarán «por el reconocimiento y la rehabilitación de todos los ciudadanos que han sufrido persecución como consecuencia de la defensa de la democracia y el autogobierno de Cataluña».

El objetivo final es la conmemoración y el fomento de «la memoria democrática», es decir, del conocimiento de la II República, de la Generalitat, de las víctimas de la dictadura y «de los valores y de las acciones del antifranquismo».

Los ciudadanos deberían saber, y los historiadores tienen la obligación de contárselo, que esos propósitos parten del equívoco de confundir el «antifascismo» genérico de los años treinta con la lucha por la democracia y por la libertad. En ese período, en realidad, la idea democrática, en su acepción parlamentaria y pluralista, se hallaba en retroceso en toda Europa -especialmente entre las generaciones más jóvenes- ante el avance imparable de los dos grandes modelos totalitarios del momento (el bolchevismo y el fascismo). Antes de la II Guerra Mundial, la democracia de inspiración liberal sólo sobrevivió en los países de la fachada noroccidental del continente (Gran Bretaña, Escandinavia, Bélgica, Holanda...), en Francia con muchos problemas, y en Checoslovaquia hasta que fue invadida por Hitler. La democracia republicana de 1931 bebía de una inspiración más jacobina que liberal, prueba de ello es que medio país, cuando menos, no se reconocía en su Constitución.

Desde este prisma, definir como democrático al conjunto de la izquierda española de entonces presenta grandes problemas. Desde luego, no se les puede otorgar esa denominación a los anarconsindicalistas, cuya facción más radical -mayoritaria en aquel momento- combatió la República desde sus orígenes a base de una estrategia de huelgas generales salvajes y, sobre todo, con el impulso de tres intentonas insurreccionales armadas (enero de 1932 y enero y diciembre de 1933), que provocaron alrededor de 200 muertos. Con ese telón de fondo, llamar demócrata a un anarquista de 1936, a la vez que injusto, no deja de ser una perversión de su propia memoria. Buenaventura Durruti, que como tantos otros libertarios se enorgullecía de ser un revolucionario, seguramente se revolvería en su tumba si pudiera. El desprecio por la «democracia burguesa», así llamada por sus enemigos, también lo compartieron los comunistas, una fuerza minúscula que asumió igualmente el camino de la confrontación hasta que, bajo los designios oportunistas de Stalin, impulsó la fórmula del Frente Popular.

Los socialistas, que se habían implicado en la institucionalización del régimen, con honrosas excepciones siempre tuvieron un sentido instrumental del mismo, pues su objetivo no era otro que llegar al socialismo por la vía de las reformas y la aplicación del «control obrero». Una vez fuera del poder, en el verano de 1933, o incluso antes, cambiaron su discurso y su estrategia. Como se escribía en Renovación, el órgano de sus Juventudes alentado por las aguerridas plumas de Segundo Serrano Poncela y Santiago Carrillo, al enemigo no se le conseguiría derrotar en la «legalidad burguesa». Por eso, ellos no estaban dispuestos a cambiar la acción revolucionaria por la vía electoral: «El poder sólo puede conquistarse con la violencia organizada de la clase obrera». «Con ese apoyo iremos luego a por todo». Tras desbancar a los dirigentes más moderados y posibilistas (Besteiro, Saborit...), bajo el puño firme de Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto (que luego se arrepentiría muy pronto) los socialistas sostuvieron una deriva que desembocó en la insurrección de octubre de 1934. Su objetivo, expresamente reiterado en los meses previos, era impedir que la CEDA, fuerza mayoritaria del Parlamento formado en las elecciones de noviembre de 1933, entrase en el Gobierno legítimamente constituido, posibilidad que las leyes vigentes claramente permitían. El argumento esgrimido fue que los católicos de Gil Robles constituían una «amenaza fascista» dispuesta a tumbar la República mediante el recurso a la violencia. En aquella insurrección también se implicó la izquierda republicana catalana, con Luis Companys, su máximo dirigente, en primera línea.

Tras el fallido golpe de Estado del 17-18 de julio de 1936, lanzado por un sector del Ejército contra el Gobierno legítimo del Frente Popular, estalló una Guerra Civil cruenta que provocó ríos de sangre en las dos zonas en que quedó fracturado el territorio nacional. En la zona formalmente fiel a la República, el Estado y la legalidad en que se apoyaba se hundieron en un proceso revolucionario que se prolongó durante muchos meses. Los historiadores estiman en unos 60.000 los asesinatos producidos por el terror en aquella retaguardia, implicada paralelamente en un proceso colectivizador forzoso de largo alcance. La población religiosa, en particular, sufrió la persecución de socialistas, anarquistas, comunistas y republicanos de izquierda: más de 7.000 personas, entre sacerdotes, monjes y monjas, fueron asesinados por el mero hecho de tener esa condición. A estas alturas no se sostiene la tesis de la «espontaneidad popular» justiciera, por más que esa violencia no respondiera a un plan dictado por el Gobierno republicano, manifiestamente impotente para contener aquella masacre. Los autores de la misma, que tenían nombres y apellidos, actuaron aplicando la lógica de la limpieza selectiva al objeto de paralizar cualquier tipo de disidencia. En ese contexto, las libertades individuales más elementales quedaron sepultadas.

Y es que aquélla fue una época de intolerancia en la que lo raro, por minoritarios, fueron los ciudadanos con firmes convicciones democráticas, es decir, de respeto a la pluralidad, al diálogo institucional y a las salidas negociadas como vía de resolución de los conflictos. Estamos hablando del período de la Europa negra, magistralmente estudiada por Mark Mazower; de la larga guerra civil europea, como la calificara con acierto Ernst Nolte; una época y un continente que cayeron presos de la brutalización de la política, de acuerdo con la afortunada expresión de Georges Mosse. Tal brutalización implicó la demonización del adversario con la vista puesta en su aniquilamiento si las circunstancias lo permitían.

Obviamente, durante la II República, a derecha y a izquierda, hubo importantes sectores sociales y partidos que sí aceptaron las reglas del juego democrático y sus valores. Aunque no faltaron los que daban a la palabra democracia un sentido patrimonial, se implicaron en ella con pleno convencimiento y sin ninguna pretensión instrumental los azañistas, los radicales, los liberales progresistas y conservadores, los demócratacristianos, los catalanistas republicanos y no republicanos, un sector del socialismo... e incluso el Partido Nacionalista Vasco, aunque su ideario sabiniano no deja de plantear problemas a la hora de buscarle ubicación. La cuestión fue que estas corrientes se dejaron comer el terreno por las fuerzas que no respetaron, o vulneraron abiertamente, los fundamentos de la democracia parlamentaria y del pluralismo político, llevando sus diferencias al ámbito de la calle y al enfrentamiento físico, con la consiguiente crispación de la ciudadanía.

La mayor parte de las derechas españolas tampoco bebieron en esos años del pensamiento liberal democrático. Ni los monárquicos, ni los carlistas ni, por supuesto, los falangistas, apenas un grupúsculo estos últimos hasta la primavera de 1936. La aspiración compartida por todos ellos era liquidar la democracia republicana. La misma corriente mayoritaria conservadora, la CEDA, por más que no llegara a romper la legalidad y con la salvedad de un pequeño sector, aspiraba a constituir un Estado autoritario y corporativo, cuyo modelo era la dictadura portuguesa de Salazar.

Pero esta constatación no convertía ni convierte en demócratas a sus adversarios de la izquierda revolucionaria. Tampoco la oposición de éstos a la dictadura franquista, al menos durante los años 40. Paradójicamente, la Dictadura, un régimen que para cualquier demócrata de ayer y de hoy sólo merece desprecio y condena, les confirió un plus democrático que buena parte de ellos nunca tuvieron, ni por sus ideas ni por su práctica política. Esa Dictadura llevó al paredón de fusilamiento, posiblemente, a más de 100.000 personas, que desde luego merecen el reconocimiento de la democracia actual, fueran demócratas o no. Como también las 60.000 víctimas de la violencia revolucionaria opuesta. Ésas que, según Joan Saura, no se pueden equiparar con las otras dado que perecieron a manos de unas organizaciones que apoyaban un «Gobierno legítimo y democrático», y por tanto investido de una «superioridad ética». Sin obviar a Andreu Nin, líder del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) que resulta imposible ubicar en la anterior dicotomía. Como antiestalinista, fue asesinado por los agentes soviéticos que colaboraban en el bando republicano.

Pero ese reconocimiento de las víctimas no debería pasar por la forja de mitos que sólo contribuyen a manipular e instrumentalizar el pasado con espurios fines políticos, confundiendo y desinformando a los ciudadanos. Bajo el rótulo del antifascismo, y del antifranquismo después, se agruparon gentes con diferentes sensibilidades y visiones distintas de la sociedad y del Estado, como sucedió con la resistencia francesa o italiana. Buena parte de ellos tenían ideas democráticas, otros muchos, tal vez la mayoría, consideraban la democracia pluralista y parlamentaria una antigualla digna de tirarse al basurero de la Historia. El ejercicio mixtificador reside precisamente en no establecer las distinciones obligadas al respecto y en brindar una imagen idílica del antifascismo en su conjunto, ignorando su naturaleza plural, así como las carencias democráticas y los crímenes de muchos de los que se pusieron a cubierto de ese paraguas. Como ya apuntaran nuestros padres fundadores en la Transición, y ahora parece que bastantes de nuestros responsables políticos olvidan, sólo desde la reconciliación y el reconocimiento de los errores compartidos podrá la sociedad española afrontar aquel trauma colectivo. Un trauma que hasta hace unos años se creía superado para siempre y que los acontecimientos se están encargando de resucitar.

Fernando del Rey Reguillo, profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos de la Universidad Complutense de Madrid.