Sabido es que la propuesta de independencia de facto que, cobertura retórica al margen, acarrea, en relación con Kosovo, el llamado Plan Ahtissari ha suscitado muchas polémicas. No siempre ocurre lo que sucede en este caso: todas, o casi todas, las opiniones vertidas al respecto son portadoras de argumentos respetables, y todas, o casi todas, plantean sus problemas.
En sustancia son dos los criterios que, en relación con un Kosovo independiente, se han hecho valer en los últimos meses. El primero, hostil a semejante horizonte, se reclama ante todo de una reivindicación de la estabilidad de los Estados y considera que cualquier fórmula que atente contra la integridad de éstos merece ser rechazada. Importa sobremanera subrayar que tal forma de ver las cosas, profundamente conservadora, se desentiende por completo de cualquier otra consideración y no presta mayor atención, en singular, a presuntas querencias populares. Los argumentos que hacen de la estabilidad el patrón mayor a la hora de fijar las políticas tanto pueden obedecer, por lo demás, al eco de nacionalismos esencialistas como al ascendiente de prosaicos pragmatismos (a menudo responden a una sórdida combinación, bien es cierto, de lo uno y de lo otro).
El segundo criterio se asienta, al menos sobre el papel, en el reconocimiento del principio de libre determinación y considera que este último, aun con sus muchos problemas, debe emplazarse por encima de la lógica de autopreservación que blanden los Estados. El principio que nos ocupa ha sido defendido desde al menos tres perspectivas. La primera remite, como es sabido, a una vieja resolución del Consejo de Seguridad que atribuye el derecho correspondiente a los llamados pueblos coloniales. No hay motivo para afirmar, por cierto, que el ámbito cronológico de aplicación de semejante norma concluyó en el decenio de 1970: ¿por qué razón deberíamos aceptar, por ejemplo, que Chechenia no es un pueblo colonial? La segunda perspectiva subraya que el principio de libre determinación debe reconocerse, también, en el caso de que una comunidad humana sea objeto de una violación premeditada, drástica, constante y prolongada de sus derechos básicos; no faltan al respecto los especialistas que sostienen que lo acontecido en Kosovo en el decenio de 1990 es causa suficiente para que una fórmula de este cariz se abra camino en ese país. Hay que añadir, aun así, una tercera perspectiva: la de sociedades que, en virtud de su condición democrática y plural, asumen de buen grado que los Estados de los que se dotaron en su momento no son sagrados, de tal suerte que es preciso buscar respuestas ante la posibilidad, bien real, de que una parte de su población se sienta descontenta con aquéllos.
Nadie en su sano juicio se atreverá a negar que los dos criterios reseñados pueden ser objeto de una aplicación interesada. A menudo se ha señalado, sin ir más lejos, que EE UU y determinados miembros de la Unión Europea pujarían hoy por un Kosovo independiente para de esta suerte debilitar a una potencia regional relativamente importante como es Serbia. También se ha sugerido, claro, que algunos gobiernos como el español recelarían de la operación anterior de resultas de una mezquina interpretación de cuáles podrían ser sus secuelas en el interminable debate carpetovetónico sobre estas cuestiones. Hay quien se ha preguntado, por otra parte, qué intereses subterráneos puede haber para que una general violación de derechos básicos como la registrada en Kosovo en el decenio de 1990 conduzca en este caso al eventual reconocimiento de una fórmula de autodeterminación, en tanto en cuanto en otros escenarios fenómenos similares se han saldado, en cambio, en la ratificación de la integridad territorial de los Estados. En un sentido diferente, otras voces se han atrevido a adelantar que tampoco parece muy razonable que un miembro con derecho a veto en el Consejo de Seguridad, Rusia, se convierta al cabo en juez y parte a la hora de establecer si Kosovo debe acceder o no a la independencia. Aunque, y como ilustración de lo etéreo que es esto de los intereses, hay quien ha recordado que, pese a las apariencias, a Rusia podría interesarle un Kosovo independiente, en la medida en que tal circunstancia permitiría a Moscú mover sus peones en un sentido similar en el Transdniestr, en Abjazia y en Osetia del Sur.
Para hacer las cosas aún más complicadas, hora es ésta de señalar que, llamativamente, el plan Ahtissari no habla en realidad de autodeterminación, sino que -por lo que parece- da por descontado que la independencia es apoyada sin recelo por la abrumadora mayoría de los habitantes de Kosovo. Aunque semejante intuición tiene su fundamento, la opción en cuestión sortea cualquier posibilidad de otorgar al proceso correspondiente un marchamo democrático como el que se derivaría de la celebración de un referendo. Si ello es suficientemente grave de por sí, tanto más lo es cuanto que en el Kosovo de 2007 sobran las razones para concluir que, con los derechos de las minorías visiblemente vulnerados, cualquier fórmula referendaria cojearía, hoy, en términos de rigor democrático. Y de poco sirve argumentar al respecto lo que, de nuevo, se antoja fundamentalmente cierto: en caso de que no se reconozca con rapidez la independencia, las fuerzas políticas albanokosovares declararán ésta de forma unilateral, con lo que, casi con absoluta certeza, provocarán una delicada división entre países que pasan por ser aliados.
No hay mejor termómetro de lo delicado que es, en su dimensión presente, el contencioso kosovar que el que aporta un hecho a menudo olvidado: una vez examinados, y reconocidos, los numerosos problemas que suscita el reconocimiento de un Kosovo independiente, y a fuer de ser honestos, habría que poner manos a la tarea de considerar cuáles son los -probablemente no menores- problemas que se derivarían de ratificar, contra el criterio abrazado por la mayoría de la población kosovar, la soberanía correspondiente a Serbia. Y es que, y pese a lo que rezan algunas tesis conspiratorias, tiene sentido afirmar que la razón fundamental que guía el comportamiento de la mayoría de los Estados de la UE, y que los invita a aceptar un Kosovo independiente, no es otra que el designio, de estricta realpolitik, de contentar a la abrumadora mayoría de la población de un territorio, a sabiendas de que, de lo contrario, los obstáculos bien pueden ser insorteables.
Claro es que -se diga lo que se diga- no hay manera racional de sostener que semejante opción sólo es de aplicación, extraordinaria, en el caso kosovar: configura, antes bien, un sonoro precedente al que otros tendrán derecho, por qué no, a acogerse. Y es que una pregunta que antes hemos reseñado, cual es la relativa a por qué en este caso se reconoce un horizonte que en otros se niega, bien puede tener una respuesta diferente de la que comúnmente se le otorga entre nosotros: lejos de jubilar al señor Ahtissari, se trataría de aceptar de buen grado que, si no el reconocimiento de la independencia, sí al menos el del derecho a la autodeterminación, es una respuesta solvente -no sólo en Kosovo, sino también en otros lugares- a algunos de los problemas que tenemos entre manos. Y ello por mucho que ponga en un brete la sacrosanta integridad de nuestros Estados.
Carlos Taibo, profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y colaborador de Bakeaz.