Transformación de la educación: ¿hacia dónde?

El objetivo de la educación es preparar a los jóvenes para afrontar los desafíos profesionales y personales a los que se enfrentarán a lo largo de su vida, de forma que se puedan integrar y participar activamente en la sociedad. Sin embargo, la naturaleza de este reto ha cambiado sustancialmente en las últimas generaciones. Durante mucho tiempo, el conocimiento que los profesores enseñaban a sus alumnos se mantenía como un conjunto de verdades estables durante toda su vida, y la adquisición de este saber les permitía acceder a un empleo que perduraba hasta la jubilación.

Los jóvenes de hoy necesitan prepararse para empleos que aún no existen, saber reciclarse para poder cambiar de uno a otro, aprender a manejar tecnologías que están por inventarse, y gestionar relaciones complejas con personas de diferentes culturas y valores. Vivirán en un mundo con múltiples fuentes de información, donde saber discernir la calidad de las mismas, y tener la capacidad de integrar, serán fundamentales.

Pretender que la educación sea impermeable a estos cambios y argumentar que es contraproducente que el modelo educativo se adapte a las nuevas necesidades de aprendizaje, sólo se puede diagnosticar como una ceguera que urge remediar. La necesidad de adquirir conocimientos se mantiene. Por supuesto, son los cimientos de todo aprendizaje. Pero hoy en día es necesario mucho más. Los alumnos necesitan desarrollar un espíritu crítico y mantener la curiosidad para estar al tanto de los avances. Los temas no se acaban en el último capítulo de un libro de texto; ya no se acaban nunca. Las barreras entre disciplinas son cada vez más tenues. En este nuevo mundo quienes sepan aplicar el conocimiento a resolver problemas complejos, tendrán la llave del éxito.

Recientemente tuve la oportunidad de presentar los últimos resultados de PISA sobre resolución de problemas. Ya sabíamos que en ciencias, matemáticas y lectura los resultados de nuestros alumnos son mediocres. Fue desalentador comprobar que tienen un rendimiento peor aún en resolución de problemas. Se trata de situaciones que se plantean en la vida cotidiana, que no requieren de conocimientos previos, sólo competencias básicas en lectura y cálculo, pero que demandan saber razonar en varios pasos lógicos. El rendimiento tan pobre significa un riesgo real para nuestros jóvenes a la hora de poder desenvolverse adecuadamente en el día a día.

Los alumnos con dificultades para resolver problemas no se concentran en determinados colegios, ni en determinados barrios. Es un fallo del modelo educativo que se ha mantenido sin cambios de relevancia desde 1990. La solución no pasa por actuar sobre un tipo específico de colegios o de barrios, sino requiere de una transformación radical del modelo.

En España aún no hemos superado el sistema tradicional exclusivamente memorístico, que sitúa a nuestros jóvenes en desventaja frente a alumnos de otros países. Por ello, la reforma educativa señaliza claramente la necesidad de modificar la metodología de la enseñanza en el aula, de forma que se supere la idea de memorizar un libro de texto, para pasar a un sistema que le enseñe al alumno a encarar un mundo sin fronteras, lleno de ideas, que despierte su curiosidad, que estimule su creatividad, que le enseñe a razonar por sí mismo y a cuestionar sin miedo pero de forma constructiva, y que le haga responsable de definir sus propias metas y le exija dar lo máximo de sí.

Para ello son necesarias unas evaluaciones homogéneas a nivel nacional, que definan claramente los objetivos que hay que cumplir al finalizar cada etapa. Dichos objetivos incluyen no sólo conocimientos, también su aplicación a la resolución de problemas complejos, un espíritu crítico y espacio para la innovación.

La transformación de la metodología de la enseñanza sin duda supone un reto para los profesores, pues formar a los alumnos en tareas complejas y dando una atención personalizada, impone un nivel de exigencia muy elevado. Este desafío permitirá a los profesores tener un papel mucho más activo y dinámico, y les dará un espacio del que ahora carecen para desarrollar su creatividad, y para establecer una relación más estrecha con cada alumno.

Son ya muchos los países que han llevado a cabo esta transformación, mediante reformas continuas de sus sistemas educativos. Los que han permitido a los centros una mayor autonomía promoviendo que los directores ejerzan un liderazgo real, que han confiado en la capacidad de sus profesores de innovar y despertar los talentos de sus alumnos, que han establecido un sistema de rendición de cuentas y transparencia en los resultados, han mejorado simultáneamente el rendimiento de los alumnos y la equidad del sistema. La razón es que han inculcado en sus alumnos la ilusión de ser ambiciosos en sus aspiraciones, la capacidad de resistir ante la adversidad, la habilidad de responsabilizarse de los fallos y un nivel de tolerancia cero frente al fracaso.

En el Reino Unido, la reforma educativa comenzó con el Gobierno de Thatcher eliminando en los exámenes de fin de etapa los cupos, es decir, sustituyendo lo que comúnmente denominamos reválidas, por evaluaciones nacionales. Además, se dotó de autonomía en la gestión de recursos a los centros escolares y se establecieron evaluaciones en lectura y matemáticas en primaria, cuyos resultados se publicaban. Muchas de estas reformas se mantuvieron bajo el Gobierno de Blair que dio el golpe de gracia al modelo de la «comprensividad» (la idea de que la equidad consiste en tratar a todos los alumnos igual) a la vista de los resultados tan mediocres. Este Gobierno socialista creó un nuevo modelo de centro escolar con total autonomía, en la gestión de recursos, en el nivel curricular y en la contratación de profesores que no requieren de una acreditación: las «academies» (academias), un éxito sin precedentes que se expande año tras año.

En España seguimos estancados en un supuesto enfrentamiento ideológico que es una farsa. Una forma perversa de autocomplacencia argumenta que el rendimiento de los alumnos es bajo, porque el punto de partida era malo. Siendo esto cierto, no lo es menos que otros países con puntos de partida similares nos han adelantado a pasos de gigante (Corea del Sur es el mejor ejemplo). El problema real no es el punto de partida, sino que el rendimiento se estancó hace 20 años, mientras muchos otros países siguen avanzando. Otro estilo de argumentación muy frecuente es que los países asiáticos, que se han convertido en los mejores, se basan en la memorización y sufren de un trastorno genético que les hace llevar a cabo esfuerzos tan desmedidos, que llevan a la infelicidad. He tenido la suerte de visitar colegios en Pekín y he conocido a profesores innovadores que han modernizado de forma radical su estilo de enseñanza. También se esgrime que es perjudicial cambiar el sistema educativo porque crea incertidumbre. Pero la alternativa es mantener un sistema que produce resultados mediocres. Finalmente está el omnipresente argumento de la equidad: tenemos un sistema mediocre pero equitativo, asumiendo una dicotomía inexistente, es decir, que la excelencia y la equidad son incompatibles. Y obviando la deficiencia más sangrante del modelo educativo: la alta tasa de abandono educativo temprano, por la que uno de cada cuatro jóvenes abandonan la educación tras la etapa obligatoria sin haber alcanzado un nivel formativo que permita acceder a un empleo de mínima cualificación.

El desempleo juvenil no desaparecerá hasta que los jóvenes no estén mejor formados. El nuevo modelo económico debería de tener la ambición de crear puestos de alta cualificación basados en el conocimiento y la innovación. Para ello se necesita elevar el nivel de rendimiento académico. La LOMCE supera las viejas disputas simplistas entre derecha e izquierda: apoyo a la escuela pública o la privada. Plantea un cambio de reglas de juego que beneficia a todos los modelos por igual. El éxito de su implementación requiere de la participación de todos.

Montserrat Gomendio es secretaria de Estado de Educación, Formación Profesional y Universidades.

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