Transhumanismo y filosofía

Son tiempos extraños estos en los que la ciencia y la tecnología, de las que se esperaba ante todo bienestar, nos llenan de inquietudes y las declaraciones de algunos de sus más conspicuos representantes, desde las tribunas de universidades de primera línea o desde empresas tecnológicas poderosas, rivalizan con las fantasías distópicas forjadas por la ciencia ficción.

El desarrollo de la inteligencia artificial, según se nos dice, destruirá millones de empleos, posibilitará el control totalitario de los ciudadanos y, finalmente, hará que las máquinas nos dominen por completo, a menos que antes volquemos nuestra mente en una de ellas, fundiéndonos en una sola comunidad de mentes superinteligentes con soporte artificial.

Para los que vean esta posibilidad con escepticismo o se empeñen en seguir apegados a su pobre condición biológica hay también noticias asombrosas. La lotería genética a la que, como el resto de los seres vivos, hemos estado sometidos a lo largo de nuestra evolución va a llegar pronto a su fin. Se acabarán así sus imposiciones casi siempre dolorosas y sus injusticias inexorables. La ingeniería genética pondrá en nuestras manos las riendas de nuestra propia evolución. Nuestra descendencia tendrá los caracteres físicos, mentales y conductuales que deseemos. La posibilidad de engendrar bebés a la carta abrirá de par en par las puertas de lo que ya en los años setenta Robert Nozick llamó el “supermercado genético”.

Libros que se venden a millares en las librerías de los aeropuertos y de las grandes superficies comerciales lo dan por seguro. Nos guste o no, nuestros descendientes adquirirán la condición de poshumanos, y quizás también algunos de los más atrevidos de entre nosotros. Al igual que los dioses, gozaremos de poderes ahora inimaginables y, sobre todo —y esta es la promesa más seductora—, seremos inmortales. La muerte será un descuido imperdonable. Malas noticias para las funerarias. Todo ello cambiará radicalmente nuestra existencia: modificará nuestro sentido de la identidad personal y de su importancia para definir lo que somos; transformará nuestra sexualidad en una experiencia virtual (aunque aseguran que más satisfactoria); nos dotará de nuevos sentidos, como el de la ecolocalización, que permitirán una relación con el mundo más enriquecedora y profunda.

Será, es verdad, el fin de nuestra especie, el ocaso del Homo sapiens, pero no hay de qué lamentarse, porque dejaremos una herencia cultural en nuestros descendientes poshumanos. Como dice el experto en robótica Hans Moravec, ellos serán los hijos de nuestra mente.

Se nos avisa de que la cuestión será central en la agenda política de los próximos años. El sociólogo de la ciencia Steve Fuller afirma incluso que pronto el eje divisorio fundamental no será el de izquierda/derecha, sino el de precautorios frente a proaccionarios. Los primeros pondrán obstáculos éticos a la transformación tecnológica del ser humano, mientras que los segundos serán favorables, y constituirán algo así como la nueva izquierda, pese a que englobarán a los viejos liberales.

Es una lástima que la filosofía desapareciera hace tiempo debido a su “irrazonable inefectividad” (Steven Weinberg dixit) y a su irrelevancia a la hora de preparar a los estudiantes para el mercado laboral, porque si existiera aún, quizás habría tenido algo interesante que decir acerca de este discurso. Habría sido importante saber cuáles son sus presupuestos y cuáles sus garantías epistémicas en función del conocimiento científico y técnico disponible. La filosofía podría haber contribuido a aclarar si realmente las posibilidades de contar en un plazo previsible con una Superinteligencia Artificial General son tan grandes como se dice, o si la edición del genoma humano para modificar la inteligencia, la estatura o el color de la piel es cosa fácil.

Habría sido sugerente indagar con ella si la concepción de la identidad personal o la noción de mente implicada en la idea de que ésta puede ser volcada en una máquina soporta un mínimo análisis empírico y conceptual, teniendo en cuenta que asume un dualismo mente/cuerpo, o, en el mejor de los casos, un funcionalismo, que los filósofos llegaron a mirar con recelo desde bases científicas. Habría sido útil saber qué se considera como un mejoramiento para los seres humanos y si en caso de desacuerdo debe dejarse total libertad a los individuos para que seleccionen las características fenotípicas de su descendencia. Por no mencionar la cuestión de si una vida de duración indefinida es siempre digna de ser vivida. Particularmente, me habría interesado que la filosofía se adentrara en las consecuencias de un acceso desigual a estas tecnologías, o de su utilización como recurso para resolver problemas sociales, políticos o medioambientales. Sí, creo que no habría estado de más ninguna de estas cosas para las que la filosofía habría sido de ayuda. Por eso, si no hubiera muerto del todo, quizás mereciera una oportunidad.

Antonio Diéguez es catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Málaga.

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