Transición y relevo generacional

Todos somos hijos de nuestro tiempo y experimentamos los influjos y hasta la servidumbre de la época en que vivimos. Magnificamos por ello la importancia de nuestra tarea y de la coyuntura en que nos desenvolvemos. Pero los pueblos son señores del tiempo y, para su protagonismo de la historia escrita y por escribir, cada época es un capítulo y cada página un episodio.

Para los españoles de la generación a la que pertenezco y, por supuesto, para mí mismo, la Constitución de 1978 es símbolo del episodio que centra nuestro capítulo en la historia de España.

Los azares de nuestra historia política moderna son bien conocidos. Quizá no parezcan mayores ni más graves que los de otras comunidades. Con seguridad resultaron bastante más perturbadores al faltar en España una firme orientación que, a través de una razonable evolución constitucional, asentara los presupuestos de una equilibrada convivencia.

Nuestro siglo XIX puede ser explicado (lo es con frecuencia) desde el punto de vista que ofrece la sucesión de textos constitucionales.

Fue después de la Revolución de 1868, del fallido ensayo republicano y de los ilustrativos episodios que los acompañaron cuando, producida la Restauración en la persona de Alfonso XII, se verifica, bajo la dirección de Cánovas, un primer gran intento de superar la consideración de la Constitución como objeto propio y directo de la discrepancia política y la pugna permanente, para hacer de ella la referencia capaz de regir el orden de convivencia. Nació así la Constitución de 1876, la de más larga vigencia en la historia del constitucionalismo español.

La artificiosidad del sistema canovista (en la aplicación práctica más que en la concepción), su incapacidad para acoger los ya pujantes movimientos sociales, la eliminación física o la marginación política de fuertes personalidades que se propusieron o pudieron actualizarlo, fueron causas, entre otras, de un divorcio entre la España oficial y la España real y de un efectivo e inquietante acampamiento de los nuevos impulsos a extramuros del sistema. La Constitución de 1876 pudo presidir, de forma acompasada y ordenada, la modernización y el cambio en España; fue, sin embargo, un marco de excesiva rigidez en el que proliferaron y se agudizaron los peores hábitos de la vida política española, al punto de que, bajo su vigencia, quedaron asentados los presupuestos de una guerra civil, que estalló tras la suspensión dictatorial de la propia Constitución y la mudanza de régimen político. Producida esta, pronto se advirtieron los gérmenes de enfrentamiento y de descomposición que habrían de madurar en una trágica inundación de sangre.

El resultado de la Guerra Civil comportó, una vez más, el establecimiento de un orden político a imagen de los vencedores y ajeno, desde luego, a cualquier esfuerzo generoso de integración política y social.

La larga duración del régimen franquista, incapaz de afrontar su propia evolución, mantuvo viva la incertidumbre sobre la salida de la situación. La realidad social española de 1976 era profundamente distinta de la existente en los años treinta o en la década de los cincuenta; la faz y los hábitos de España habían cambiado y cada vez se revelaba una mayor distancia entre las ideas, aspiraciones y comportamientos sociales, propios de una comunidad occidental, y el envejecimiento y precariedad de un régimen político insólito en el conjunto de los países de nuestro entorno.

Nadie sabía cómo y cuándo habría que acometer el nuevo período constituyente. Muchos aventuraban análisis, diagnósticos y proyectos políticos. Cuando el régimen se canceló y la cancelación material tuvo lugar con el fallecimiento de quien lo encarnaba, la transición política quedó abierta.

La democracia existe ya en España y no fuimos víctimas de una simple ilusión cuando nos propusimos y logramos su establecimiento. La democracia en que vivimos expresa los términos en que la ensoñación se ha hecho realidad. Y ello es así aunque sus insuficiencias denuncien la distancia entre lo que quisimos y lo que alcanzamos; aunque pongan de relieve un grado de compromiso entre el ideal y su plasmación práctica. En última instancia, las distorsiones y carencias son los indicadores del lastre a soltar, de las sendas a explorar y de la dirección en que hemos de progresar en pos de la plenitud democrática.

Nadie puede desconocer y silenciar el significado y alcance de los relevos generacionales. Karl Mannheim sostiene que la generación, más que un factor puramente biológico o mental, es un fenómeno eminentemente social que supone la ubicación en un tiempo y en un espacio comunes, que la predisponen «hacia una forma de pensamiento y de experiencia y un tipo específico de acción históricamente relevante». Hay unidades generacionales marcadas por algún acontecimiento peculiar que se erige en elemento aglutinante y es indiscutible que las que se aunaron en el protagonismo de nuestra todavía reciente transición a la democracia tuvieron una visión de análogos alcances acerca del pasado, del presente y del porvenir. Y esa visión condicionó y aun iluminó la transformación protagonizada y la limpieza y generosidad con la que se acometió.

Es cierto que la memoria colectiva de un pueblo evoluciona a medida que nuevas generaciones asumen su dirección. Pero esa evolución, con su raíz biológica y su dimensión social, no legitima el arbitrismo ni la convencional reinterpretación del pasado desde un descomprometido –cuando no ignorante– presente, aunque es cierto que, como dijera Paulino Garagorri, «tener diez, cuarenta o sesenta años el día de la explosión de Hiroshima –o en España el 18 de julio de 1936– otorga a este hecho un valor y una resonancia personales absolutamente diversos».

Los protagonistas residuales de la guerra civil de 1936 y los hijos de vencedores y de vencidos compartieron/compartimos en el último cuarto del siglo XX las secuelas de un trauma bélico –vivido, conocido por testimonios directos e ilustrado por imágenes de severo impacto– y la crujía de la posguerra con sus deformaciones, carencias, hostigamientos y miedos. Ello se tradujo en que se erigió en objetivo cardinal de la transformación política el impedir una nueva confrontación fratricida.

Y, como el relevo generacional se va inevitablemente produciendo, el riesgo de replantear los supuestos mismos de la contienda puede ser factor de perturbación y de inestabilidad. Es prudente alertar frente al peligro de que la insistencia en reinventar se entienda como expresión de que el «invento» es obsoleto, cuando, en puridad, no tanto hay que reinventar cuanto hacer auténtico, en su realización práctica, el «invento», el ideal democrático.

Landelino Lavilla, expresidente del Congreso de los Diputados.

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