Transparencia amortizada

La opacidad forma parte de las reglas del poder. Este cree resentirse cuando las decisiones se adoptan a la luz del día y se exponen las razones de cada medida sin la ayuda de relatos falaces. La opacidad no sólo preserva los secretos del poder de su conocimiento público; al mismo tiempo encierra a quienes lo ejercen en su propio mundo, del que se creen dueños cuando en realidad no pueden liberarse de él. La tramitación de la ley de Transparencia está revelando buena parte de las sombras que arrastra el ejercicio del poder, y no sólo del poder político. Los partidos que más esperanzas depositan en la capacidad taumatúrgica de la nueva norma se muestran tan opacos en su actuación política que invitan a sospechar que nos encontremos ante el enésimo fingimiento supuestamente regenerador. Su comportamiento diario se contradice con los postulados que vocean en torno al proyecto legislativo, apurando tanto burdos incumplimientos de la ética que preconizan como operando con sutiles movimientos para eludir responsabilidades políticas.

La intención primera de apagar el fuego provocado tanto por los escándalos de corrupción como por el desapego ciudadano respecto a la política, a causa de la gestión de la crisis económica, muestra señales de que la tensión regeneradora baja de intensidad en cuanto la indignación se disipa en su proyección mediática. La política ha desarrollado un instinto especial para detectar cuándo la reiteración de noticias sobre fraudes públicos y renuencias partidarias a admitir las tropelías cometidas acaba anestesiando el cuerpo social. Aprovecha esos momentos para desdecirse en sus actos de las promesas que haya podido manifestar de ir hasta el final. Mientras, la podredumbre partidaria continúa agazapándose detrás de la pantalla institucional.

La expresión más flagrante del cinismo partidario trasladado al gobierno de las instituciones la encontramos en el trato que se dispensa a las actuaciones judiciales en los casos de supuesta corrupción. La jugada es casi siempre la misma. Desatado el escándalo, se eluden las responsabilidades políticas que pudieran derivarse del caso, reclamando que sean los jueces y tribunales quienes clarifiquen lo ocurrido con la máxima celeridad; a continuación el partido o la institución de gobierno señalada evita colaborar con la justicia y contribuye, en la medida de sus posibilidades, a dilatar los procedimientos abiertos mientras sigue eludiendo culpas políticas con el argumento de que la cuestión está sub iúdice. La otra variante del cinismo que encierra el compromiso por la transparencia se encuentra en las muestras que distintos responsables públicos han dado de su inclinación por formalismos –como dar cuenta de sus declaraciones de renta– que tratan de saciar el morbo presente en la opinión pública sin responder a las exigencias de la regeneración.

Claro que toda la puesta en escena de la ley de Transparencia intenta, en el fondo, lograr que las irregularidades pasadas prescriban en cuanto al reproche ciudadano y puedan pasar página sin dañar aún más su credibilidad. Los partidos de la transparencia buscan, antes que nada, una especie de amnistía política y social encubierta. A sabiendas de que ello les daría cobertura suficiente como para no corregir su conducta en el futuro. Claro que el articulado de la ley en trámite supone un enorme avance democrático. Pero es el escandaloso espectáculo de la corrupción y sus connivencias lo que la convierte en una norma de mínimos; en un logro ya amortizado. Sobre todo si su aplicación va acompañada de trampas derivadas de la inercia partidaria e institucional.

Transparencia y regeneración no son términos sinónimos. La primera alude al ámbito de las normas administrativas, la segunda al del funcionamiento de las instituciones y partidos. Las pautas de transparencia apuntadas no regenerarán, por sí solas, la vida democrática. Mientras que sólo la regeneración del comportamiento político asegurará que las normas de transparencia se cumplan y se perfeccionen. En tanto que los partidos eludan la responsabilidad política, eviten atender a las preguntas que circulan en el ambiente, se enroquen ante cualquier denuncia pública y tiendan a acomodarse en el mal común trasladándolo a las instituciones, será imposible que la regeneración democrática dé más pasos que los de la apariencia. De poco servirá el registro de lobbies si las formaciones que gobiernen no cierran la ventanilla del intercambio de favores. Del mismo modo que el cinismo partidario transfiere a la justicia la tarea de establecer hasta sus responsabilidades políticas, la promulgación de la ley de Transparencia aparece como oportuno recurso para derivar hacia las normas legales compromisos que han de contraerse en el plano de la acción política y en el código de conducta de cada responsable público.

Kepa Aulestia

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