Transparencia: más que una ley

A Raíz de la publicación del Anteproyecto de Ley de Transparencia, Acceso a la informacón pública y Buen Gobierno (un proyecto 3 en 1) que es, probablemente junto con la Ley de Estabilidad Presupuestaria, el proyecto legislativo con en el más se juega el Gobierno de España desde el punto de vista de la ardua tarea de reconquistar la perdida confianza de los españoles en sus gobernantes, conviene recordar que la transparencia es mucho más que una Ley.

Efectivamente, en las sociedades con una cultura democrática asentada una Ley no es imprescindible para garantizar el derecho de los ciudadanos a conocer en todo momento las actuaciones de sus representantes, a saber en qué se gasta el dinero de sus impuestos, o a conocer qué hospitales o qué colegios públicos funcionan mejor o peor. En definitiva, en una democracia representativa la transparencia, en cuanto derecho de acceso de los ciudadanos a toda aquella información pública sin la cual no es posible una auténtica rendición de cuentas de gobernantes a gobernados, es esencial.

Porque sin auténtica transparencia no es posible la exigencia de responsabilidades políticas e incluso jurídicas a los políticos y gestores públicos, por la sencilla razón de que los ciudadanos no tienen información suficiente para reclamarlas, ni los políticos incentivos suficientes para rendirlas, más allá de los que les exija su propia conciencia… Y ya sabemos lo que suele ocurrir cuando dejamos en manos de las personas y no del diseño de las instituciones este tipo de decisiones, pues, como recordaba James Madison en The federalist papers, si los hombres fueran ángeles no serían necesarios ni los controles internos ni los externos sobre el Gobierno. Por eso la rendición de cuentas (accountability) junto con los sistemas de contrapresos (check and balances) y la existencia de medios de comunicación auténticamente independientes son pilares fundamentales de una democracia representativa digna de tal nombre.

Parece evidente que en la actual crisis política e institucional española se ha producido una quiebra total o parcial de todos esos principios, lo que unido a la crisis económica y al fracaso del modelo organizativo territorial -problema autóctono y singular- está llevando a muchos españoles no ya al cuestionamiento de la idoneidad de su clase política sino al de la propia democracia representativa, tal y como se concibió en la Transición española. Esto es lo que significan movimientos como el 15-M o eslóganes como «No nos representan». Es una reacción lógica en la medida en que los ciudadanos perciben que en el sistema político actual no es cierto que sus representantes respondan fundamentalmente ante ellos, como se dice y como debería ser en un sistema democrático, sino que responden fundamentalmente ante otras instancias, ya sean la cúpula directiva de los partidos políticos, los poderes fácticos (no por difusos menos reales), o, en casos extremos, ante nadie (o ante Dios y la Historia).

En esta situación, la necesidad de transparencia en España es crítica. Y puesto que no podemos contar con una cultura de la transparencia en nuestro país (más bien podríamos hablar de una cultura de la opacidad) una buena Ley de transparencia es esencial y una oportunidad de regeneración que no debería perderse.

Efectivamente, si partimos de la premisa de que es muy difícil, por lo menos por ahora, transformar nuestro sistema democrático desde dentro -no parece que el ejemplo del harakiri de las Cortes franquistas vaya a cundir, ni siquiera a nivel autonómico, ni tampoco parece que tengamos a la vista a la vista un Torcuato Fernández Miranda-, me parece que devolver a los ciudadanos lo que es legítimamente suyo -el poder efectivo de exigir la rendición de cuentas a sus gobernantes- es crucial. Y para eso es imprescindible tener la información pública.

El Poder en una democracia es público, tiene que serlo. La opacidad es una de las características propias de los regímenes no democráticos, y no me parece casualidad que en España, con su pasado dictatorial relativamente reciente, existan todavía tantas conductas tanto a nivel político como administrativo que la favorecen. Parece que nuestros políticos y nuestros gestores públicos tienen miedo de la transparencia, ya sea por inercia, por convicción, o incluso por razones menos confesables. De ahí la indudable oportunidad que supone el Anteproyecto de la Ley de Transparencia como herramienta transformadora de la forma de hacer las cosas del Gobierno y de las Administraciones Públicas a partir de la demanda real de los ciudadanos. Y si no creen que sean real echen un vistazo a las redes sociales. O al interés que ha suscitado la consulta pública del Anteproyecto de Ley. Por tanto, bienvenida sea la Ley si tiene esta finalidad y sobre todo si se la dota de capacidad real para conseguirlo.

Pero, lamentablemente, es ahí donde surgen las dudas, algunas de las cuales ya han sido puestas de relieve por diversas organizaciones nacionales e internacionales, en particular por la OSCE (Organización para la Seguridad y Cooperación Europea). En definitiva, se corre el riesgo cierto de que la aprobación de una Ley alicorta y, lo que es peor, que sigue pensando en clave de procedimientos administrativos y burocráticos (por ejemplo ¿tiene mucho sentido mantener una institución como el silencio administrativo en el siglo XXI cuando se trata de pedir información por internet?) genere una importante decepción, ante las enormes expectativas generadas de que pudiese convertirse en la palanca para transformarlo todo. Y ciertamente no quedan muchas oportunidades más para recuperar, como decía al principio, la confianza de los ciudadanos y la credibilidad en las instituciones.

Así, por mencionar brevemente algunas de las principales cuestiones que convendría revisar, el hecho de dejar fuera de la Ley (por motivos formales comprensibles desde un punto de vista jurídico pero no desde un punto de vista político y ciudadano) instituciones tan opacas como los sindicatos, los partidos políticos o la propia Casa del Rey, por poner algunos ejemplos, no augura nada bueno. El que las excepciones al derecho de acceso a la información pública sean tan generosas y tan amplias tampoco, y no es consuelo que se deje su concreción a un futuro desarrollo reglamentario, que puede tardar meses o no publicarse nunca, como ha ocurrido tantas veces.

Lo mismo cabe decir de la falta de reconocimiento del derecho a la información pública como un derecho fundamental, lo que le dotará de menor protección en caso de conflictos de intereses con otros derechos que sí ostentan dicha categoría, como el derecho a la protección de datos. Y, lo que es peor a mi juicio, volvemos a encontrarnos ante una Ley que puede incumplirse sin muchos problemas, como tantas otras normas bienintencionadas e inservibles que pululan por nuestro hipertrofiado ordenamiento jurídico. Especialmente grave me parece la inexistencia de un organismo independiente con participación de la sociedad civil que supervise el cumplimiento de las disposiciones, o la ausencia de un Plan de acción concreto y ambicioso para implantarla. Tampoco se aprecia la existencia de incentivos adecuados que puedan poner en marcha un círculo virtuoso de la transparencia.

En definitiva, una buena Ley de Transparencia y buen Gobierno, que tiene potencialmente una gran capacidad de transformación, debe ser concebida desde una perspectiva más ambiciosa que la de una mera Ley administrativa y burocrática más. Necesitamos un salto cualitativo. Su finalidad debe ser devolver a los ciudadanos, a través de la información, el poder de gobernarse a sí mismos a través de sus representantes libremente elegidos. En definitiva, de recuperar la esencia de la democracia representativa. Nada más y nada menos.

Elisa de la Nuez es abogada del Estado y directora gerente de Iclaves.

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