Transparencia, pero sobre todo claridad

A nadie se le escapa que la confianza de la sociedad en general y de la ciudadanía en particular en las instituciones y en lo público no se encuentra en sus mejores momentos, derivándose en una peligrosa sensación de «desazón» individual y de «desencanto» colectivo, evidentemente condicionadas por la hiriente situación económica actual y unas sombrías perspectivas.

Esa falta de confianza se ha acrecentado, como no podía ser de otra manera, debido a comportamientos difícilmente explicables y no deseados, que han puesto de manifiesto la falta de transparencia y claridad sobre aspectos relevantes de un gran número de instituciones. Si se quiere enderezar esta situación, que por otro lado es lo que hay que hacer, es necesario reconocer, al margen de análisis históricos, políticos y culturales, que la transparencia y el buen gobierno constituyen un bien público esencial que es imprescindible promover y defender para materializar un impulso económico sostenible, que es lo que imperiosamente necesitamos. En este sentido, la futura Ley de Transparencia, en trámite parlamentario, debe suponer una oportunidad para actuar como «dique» contra este tipo de prácticas, y por ello nuestros gestores, responsables de la «res pública», deberán ser especialmente cautelosos con las materias de las que se ocupará la citada Ley y los sujetos obligados de la misma.

En este punto, e independientemente de otras reflexiones, cabría plantear varias propuestas concretas que apuestan, de forma decidida, por la mejora de la calidad y de la transparencia de la información suministrada por las entidades y administraciones públicas, girando, como mínimo, en torno a tres ejes.

El primero de ellos es que resulta incomprensible que todas las entidades del tercer sector, organizaciones sin ánimo de lucro y fundaciones, no tengan que depositar las cuentas en el Registro Mercantil, dado que éste es el vehículo que el conjunto de la sociedad utiliza, de una manera natural y eficiente y con costes asequibles, para publicar información financiera. Es importante que la información se presente con un mínimo nivel de calidad y claridad, homogénea y estandarizada, haciendo posible que el ciudadano la entienda.

El segundo es que, independientemente de la existencia de controles públicos, como son los órganos dedicados a garantizar la veracidad de la información depositada, fundamentalmente la intervención general y los tribunales de cuentas, y de la deliberación acerca de la conveniencia de realizar una mayor dotación de medios, instrumentos y esquemas legales a éstos, para que sean más eficientes, resultaría beneficioso introducir la auditoría externa obligatoria a partir de un nivel de ingresos y estructuras de dichas entidades, de la misma manera que ya hemos planteado, en relación con el establecimiento de la obligación anual de someter a auditoría a los municipios de cierto tamaño, delimitado a partir del número de habitantes, el presupuesto y los gastos de personal. Por último, además de replantearse el papel y fomentar la actuación de los controles públicos, se debería analizar en profundidad si la información que elaboran nuestros organismos públicos recoge con claridad aquellos datos relevantes que la ciudadanía requiere. Sin duda se pueden hacer muchas más cosas, pero estas tres medidas concretas son de aplicación inmediata y no suponen un aumento importante de costes.

Por todo lo anterior y, porque resulta evidente que la falta de confianza en lo colectivo dificulta el crecimiento económico sostenible, estoy convencido de que la transparencia y la claridad fomentan la eficiencia de la gestión de lo público frente a comportamientos y actitudes de otros, que una sociedad avanzada económicamente, como la nuestra, ni quiere ni puede permitirse.

Por Valentín Pich Rosell, presidente del Consejo General de Colegios de Economistas de España.

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