Tras el resbalón

A raíz del resbalón del Rey en Botsuana se han repetido estos días palabras de grueso calibre: escándalo, república, abdicación. Sin embargo, los hechos fueron banales: el rey Juan Carlos se fracturó la cadera al tropezar con un escalón mientras pasaba unos días de vacaciones en un coto de caza mayor. Pero, a veces, el contexto cualifica a los hechos, como ha sucedido en este caso. Este contexto, como mínimo, tiene una doble vertiente: la crisis económica y el llamado caso Urdangarin.

La crisis económica ya se ha convertido en una grave crisis social y empieza a ser algo más: una crisis cultural sobre la concepción de nuestro modo de vida. Hay una vaga percepción de que estamos entrando en un mundo distinto y peor. Todo ello crea incertidumbre, inseguridad y miedo. Es comprensible que en una situación así la cacería del Rey sea objeto de una censura generalizada, no tanto por el hecho en sí mismo sino por haber escogido una reserva exótica y elitista en plena crisis social.

La segunda vertiente del contexto es el caso Urdangarin. Hasta ahora la Corona era la más valorada de todas las instituciones políticas, bastante por encima de las demás: se percibía en la calle y lo corroboraban los sondeos. Pero los oscuros negocios del yerno del monarca han trastocado esta percepción. Ahí parece que no ha habido error, como en el caso de la desgraciada cacería, sino algo más grave: tráfico de influencias para enriquecerse, algo sin excusa ni perdón. Pero en un Estado de derecho todos somos iguales ante la ley. Y así se está conduciendo el caso Urdangarin: por los cauces judiciales, con luz y taquígrafos. El yerno del Rey es tratado como un ciudadano más, tal como debe ser.

En este caldeado ambiente, la cacería en el sur de África, que en otros tiempos apenas hubiera tenido importancia, ha sido la gota que ha colmado el vaso. ¿De forma exagerada? Por los hechos escuetos, sin duda. En cambio, contemplados en su contexto, es lógica la irritación de la opinión pública. Por esto el Rey ha pedido perdón.

Todo el asunto conduce a una cuestión de más largo alcance: ¿tiene sentido una monarquía en la Europa del siglo XXI? Creo que indudablemente la respuesta es no. Ni tiene sentido, ni la tenemos en España, ni la tiene ningún otro país europeo. Lo que tiene sentido es una monarquía parlamentaria, una forma política muy distinta.

Las monarquías se caracterizaban porque la soberanía, es decir, el poder supremo, residía en el rey, su único titular, como aún sucede en las monarquías árabes. En las monarquías constitucionales europeas del siglo XIX el rey compartía la soberanía con el Parlamento, entonces elegido sólo por una pequeña parte de la población. En las monarquías parlamentarias actuales, la soberanía reside en el poder constituyente del pueblo que, al aprobar una constitución, reconoce derechos a los ciudadanos y crea unos poderes constituidos para garantizar estos derechos. Pues bien, la Corona, cuyo titular es el Rey, es simplemente un poder constituido creado por la Constitución, el órgano que desempeña la Jefatura del Estado, sin ningún poder político efectivo, sólo con poderes formales que expresan la voluntad de los demás órganos. Este es el caso de España, como también de Gran Bretaña, Bélgica, Holanda y los países nórdicos.

En las monarquías parlamentarias el rey es, pues, el jefe del Estado, como también en las repúblicas parlamentarias existe idéntico órgano. En el fondo, las monarquías parlamentarias son iguales a las repúblicas democráticas pero con un jefe del Estado no elegido por los ciudadanos sino nombrado de acuerdo con un orden establecido en la Constitución. Por esto el rey no puede tener poder: ni legislativo, ni ejecutivo, ni judicial. Este orden sucesorio preestablecido es el último residuo que conservan de las antiguas monarquías. En lo demás, de hecho son “monarquías republicanas”. Ya no se basan, como antes, en la religión o en la tradición histórica, ni tampoco están revestidas de un halo casi sagrado: son instituciones laicas, producto de una decisión racional del poder constituyente y que se justifican por su utilidad. Ni más ni menos que los demás poderes.

¿Qué debe, pues, exigírsele a un rey en una monarquía parlamentaria? Que ejerza adecuadamente sus funciones constitucionales. Nada más. Su vida privada, así como la de su familia, están cubiertas por el derecho a la intimidad en igual medida que los demás altos cargos del Estado. Ni el rey ni la familia real deben tener menos derechos que el resto de ciudadanos.

El problema es que la Corona española, como órgano del Estado, es demasiado opaca. Que el incidente de Botsuana coincida con la tramitación parlamentaria de la ley de transparencia puede ser una buena ocasión para rectificar. La Casa del Rey es el aparato administrativo de la Corona y habría que dotarla de la misma transparencia que los demás poderes. Quizás se ha acabado el tiempo del carismático juancarlismo y debe empezar el tiempo de una monarquía parlamentaria racionalizada, tan controlada por las leyes como los demás órganos constitucionales.

Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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