Tras la batalla electoral

En las elecciones del domingo pasado se formulaban dos preguntas al electorado, una explícita o concreta y, otra, implícita o encubierta. La primera, de la que todo el mundo era consciente, consistía en saber cuál de los líderes de los dos grandes partidos políticos nacionales contaba con más apoyo popular. La respuesta ha sido meridiana: una clara mayoría de españoles ha respondido que debe ser José Luis Rodríguez Zapatero quien presida el Gobierno de España durante los próximos cuatro años. Por lo demás, esta respuesta ha comportado también que se acabe definitivamente con las dudas sobre la legitimidad que sufrió el anterior Gobierno, surgido tras las traumáticas elecciones del 14 de marzo de 2004, tres días después del atentado terrorista que costó casi 200 vidas, y que muchos cuestionaban indebidamente. Con los comicios de anteayer, nadie puede poner en duda ya la absoluta legitimidad del Gobierno que forme el presidente Zapatero, se esté de acuerdo o no con su ideología.

En esta respuesta, el electorado, además de señalar qué partido es el que debe gobernar nuestro país, también ha indicado globalmente que nuestro sistema político se basa en un sistema pluralista, pero en el que existen dos grandes partidos nacionales, que son los que pueden gobernar por sí solos o en coalición o apoyo con otros partidos minoritarios que, por cierto, cada vez son menos. Es indudable que la legitimidad que afecta al Gobierno, según he indicado, afecta también a la oposición, representada por el Partido Popular, que ha obtenido cinco diputados menos que el PSOE y 10 millones de votos. Con ello quiero decir que nuestro régimen constitucional descansa fundamentalmente en esos dos pilares, y uno es tan legítimo como el otro, lo cual implica que un pacto semejante al del Tinell, que planeó dramáticamente durante la anterior legislatura, debe ser considerado antidemocrático y anticonstitucional, porque niega la posibilidad de la alternancia, sin la cual no es posible concebir una democracia moderna.

La segunda pregunta, implícita o encubierta, que se planteaba a los electores, era más difícil de percibir, pero no por ello menos auténtica que la primera. Como señalé en un artículo anterior, radicaba en saber si los españoles, en su conjunto, desean seguir con el modelo de Estado descentralizado que permite nuestra Constitución porque, de lo contrario, se daría entrada a un demencial Estado confederal, preconizado por los nacionalistas vascos, catalanes y gallegos, del que no existe ningún ejemplo en el mundo actual.

Así las cosas, del mismo modo que se dice que Dios escribe derecho con renglones torcidos, los electores han respondido de forma clara y rotunda que desean continuar con el Estado actual, huyendo de toda veleidad nacionalista y separatista. La prueba es muy sencilla, no sólo porque los partidos nacionalistas, a excepción de CiU, han visto descender sus votantes con respecto a elecciones anteriores, sino porque, además, ha obtenido representación parlamentaria UPyD, un partido creado hace apenas seis meses, cuya finalidad última es mantener la unidad de la Nación española y defender el contenido de nuestra Constitución ante los posibles excesos en su interpretación.

La entrada de Rosa Díez en el Congreso de los Diputados hay que celebrarla, en consecuencia, por tres razones fundamentales: en primer lugar, porque ha demostrado que, a pesar de que se le han negado todo tipo de facilidades, de que los bancos no le han facilitado créditos, y de que los medios de comunicación, salvo excepciones, tampoco le han abierto la ventana que da al patio nacional, han conseguido entrar en el recito parlamentario. Por ello, han tenido que recurrir a ingeniarse los procedimientos para llegar al público y, en consecuencia, es un portento que haya alcanzado más de 300.000 votos. En segundo lugar, porque esta reciente organización puede constituir el embrión, cara al futuro, de un tercer partido nacional que sirva de bisagra para cualquiera de los otros dos grandes partidos. De ello se beneficiaría enormemente nuestro sistema político, facilitándose así la formación de Gobiernos con claro apoyo parlamentario. Y, en tercer lugar, porque Rosa Diez y su partido, como digo, van a ser un punto de referencia con respecto a los excesos que se puedan intentar en la reformas estatutarias pendientes de nuestro Estado de las autonomías y en la aplicación de la propia Constitución. Es más: su mera existencia es un claro alegato para la urgente necesidad de la reforma de la Ley Electoral.

En efecto, es incomprensible para los ciudadanos que un partido de vocación nacional, que ha sumado algunos votos más que el PNV, haya conseguido un solo diputado, presentando candidaturas en toda España, mientras que éste, implantado únicamente en una Comunidad Autónoma, haya obtenido seis. Esta aberración de origen de nuestro sistema electoral no puede seguir manteniéndose más tiempo, porque es causa de muchas injusticias en la representación. Si como dice la Constitución, todos los españoles son iguales en derechos, no se concibe, salvo en algunos casos concretos por razones técnicas, que no tengan igual valor los votos de todos los españoles. Es necesaria, pues, la reforma de la Ley Electoral para acabar con unas desigualdades flagrantes, y ello nos lleva a la conveniencia de que el presidente del Gobierno, si como acaba de afirmar quiere realmente gobernar para todos los españoles y desea rectificar los errores cometidos en la pasada legislatura, ofrezca a la oposición cuatro pactos de Estado que se muestran indispensables para nuestro futuro inmediato.

El primero, para modificar la Constitución en los puntos que ya incluyó en el programa de su anterior Gobierno, e incluso también en algún otro como la elección por el Congreso del fiscal general del Estado. Es sabido que nuestra Constitución es prácticamente irreformable, salvo que haya una clara voluntad política de los dos grandes partidos nacionales, y si en la anterior legislatura no se pudo llevar a cabo lo prometido por Zapatero fue debido a que no se contó con la oposición, pero no sólo porque no quisiera el PP, sino porque se le puso en un claro orsay, para no dejarle jugar el partido, lo cual no puede continuar en la próxima legislatura. Por supuesto, este partido, si aspira a ganar en las próximas elecciones, tendrá que cambiar asimismo su actual orientación tan conservadora, incluidos muchos de sus actuales dirigentes, porque son muchos quienes piensan que, si el PSOE en estos cuatro últimos años ha hecho todo para perder, el PP, en cambio, no hizo nada para ganar, pues cuando se acaba dando miedo a los electores menos radicales, los dioses ayudan al que quiere perder.

El segundo pacto necesario es el que se refiere a la lucha contra el terrorismo y que funcionó perfectamente, a sugerencia de Zapatero, durante el Gobierno del PP. El actual presidente del Gobierno tiene que convencerse de que la desaparición del terrorismo no podrá lograrse si no se tiene al partido de la oposición en un frente común. De ahí que el nuevo Congreso debería retirar el cheque en blanco de la negociación con los terroristas. ¿O es que todavía no está convencido el presidente de que sólo se puede negociar con los que renuncian previamente a utilizar el terror?

Un tercer pacto, que se acabará imponiendo, se refiere a la crisis de la economía que se nos viene encima y al problema de la inmigración, cuestiones estrechamente implicadas, pero que no se podrán resolver convenientemente sin el concurso de los dos grandes partidos nacionales. Y, por último, el cuarto pacto sería el de la reforma de la Ley Electoral, en los puntos que ya he señalado y en algún otro como enseguida diré. Sin embargo, en estas nuevas elecciones se ha comprobado una vez más la falacia de que nuestros partidos, utilizando el sistema de las listas cerradas y bloqueadas para el Congreso, según muchos cercenan la voluntad del elector, porque no puede elegir a los diputados que uno desee, sean de un solo partido o de varios.

Y digo que es una falacia, porque el sistema de listas abiertas y desbloqueadas es el que se utiliza en el Senado. Cada elector puede marcar con una cruz los tres candidatos que desee, sean del partido que sean. Pues bien, el hecho es que la inmensa mayoría de los electores, como se puede comprobar leyendo los resultados del Senado, elige siempre a los tres candidatos que presenta cada partido. Cuesta mucho erradicar los vicios de los electores, sobre todo cuando los gobernantes no colaboran, como en el caso del secreto del voto en nuestro país. Para asegurar este derecho, que reconoce nuestra Constitución como casi todas las democráticas del mundo, es necesario que haya una cabina por mesa y que las papeletas de cada partido estén depositadas allí. Sin embargo, todos sabemos que no ocurre así, sino que no hay cabinas suficientes, y las escasas que existen no se usan, porque además las papeletas, incluidas las de los partidos estrafalarios que no acaban de desaparecer, están depositadas sobre una mesa a la vista de todos los mirones que hay en estos casos.

Como parece que España sigue siendo diferente, cabe afirmar que, además de los que votan por correo, los únicos que en estas elecciones han tenido asegurado el secreto de su voto han sido los ciegos, que, por primera vez, anulando una evidente injusticia, han votado con papeletas con un sistema en braille... En definitiva, si la anterior legislatura podría ser definida por el diktat que impusieron los pequeños partidos nacionalistas al presidente del Gobierno, en ésta los nacionalismos, débilmente representados afortunadamente salvo el caso sui generis de CiU, deberán ser reducidos a su mínimo común denominador. Esperemos que sea así, pero veremos en seguida la prueba de fuego para comprobarlo ¿Será Bono, como anunció Zapatero, el nuevo presidente del Congreso de los Diputados?

Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.