Tras la cortina rasgada

El 14 ventoso del año II de la República Francesa (4 de marzo de 1794), nueve meses después del final de los hechos narrados en El Primer Naufragio, se celebró en el club de los Cordeleros la más dramática sesión de su agitada historia. En el París en el que el Terror estaba ya a la orden del día, el Comité de Salud Pública, dominado por Robespierre, no lograba acabar con la hambruna fruto del desabastecimiento. Los enragés y otros grupos radicales que confluían en el club de la orilla izquierda que representaba los intereses de los sans culottes, seguían empeñados en llevar el proceso revolucionario hasta las últimas consecuencias. Las tribunas hervían. La sucesión de oradores como el sanguinario Carrier que acababa de impulsar los ahogamientos colectivos en Nantes -las tristemente célebres noyades- o el vociferante Hebert, editor del zafio periódico Le Père Duchesne, produjo una escalada retórica en favor de otra santa insurrección y desembocó en el más elocuente de los gestos: la Declaración de los Derechos Humanos que presidía las sesiones, colgada en la pared, fue recubierta con un velo negro. El luto funerario no concluiría hasta que las tiendas de París no volvieran a estar repletas y algunos extremistas detenidos quedaran en libertad.

La noticia corrió como un reguero de pólvora por las callejuelas del Barrio Latino, cruzó el Sena, se difundió en los Jacobinos y llegó hasta la sala de las Tullerías desde la que ejercían el poder El Incorruptible y sus once hombres sin piedad. El impacto fue mucho mayor que si las turbas hubieran hecho el mismo recorrido con la cabeza de alguien en la punta de una pica. Eso ya se había visto unas cuantas veces en París. El Comité de Salud Pública estaba dispuesto a pasar por muchas cosas -siempre que se hicieran al servicio de la Revolución, es decir bajo sus órdenes- pero por la cortina negra tapando la Declaración de Derechos, velando el símbolo del triunfo de la razón, enlutando el sacrosanto heraldo del nuevo amanecer, de ninguna manera.

El gobierno terrorista arremetió en la Convención simultáneamente contra los indulgentes -Danton y sus amigos- que querían frenar la Revolución y contra los insurgentes que pretendían hacerla descarrilar, exacerbándola. Los Jacobinos mandaron una delegación para afear su conducta a los Cordeleros y, de vuelta a la calle Saint Honoré, su portavoz, el actor fracasado y miembro del Comité de Salud Pública Collot d'Herbois resumió el resultado de su gestión: «Nuestro propósito era instar a nuestros hermanos a quitar el velo a la Declaración de Derechos. Algunos buenos patriotas se habían dejado engañar por esta medida peligrosa. Secciones enteras iban a imitar este funesto ejemplo… ¡Débiles republicanos! ¿Han velado alguna vez sus imágenes los tiranos? ¿Seremos más débiles que los tiranos? Aunque no quedaran más que cuatro patriotas vivos en toda la superficie de la República, deberían abrazar esta Declaración y consagrarla a la inmortalidad con su último suspiro. Los Cordeleros, convencidos de esta verdad, han arrancado el velo que yo aporto».

Y en un destello más teatral que ninguno de los que había protagonizado sobre los escenarios Collot d'Herbois exhibió, como un trofeo extirpado a la herejía, la sacrílega cortina negra que había osado tapar la virtuosa fuente de la luz. «Todavía tengo que haceros otra reflexión. ¿Por qué han utilizado el color negro? Este color insignificante es el de la hipocresía y el de la mentira. Todos los corazones lo condenan. Pido que esta cortina sea añadida al acta de la sesión y depositada en los archivos». La propuesta de Collot fue aprobada por unanimidad con plena conciencia de lo que suponía. Si la cortina negra quedaba «depositada» en los Jacobinos es que lo ocurrido iba a tener consecuencias. ¿Qué otro propósito podía tener esa custodia sino convertirla en pieza de convicción ante el Tribunal Revolucionario?

El 4 germinal, veinte días después de cometido su intolerable crimen, Hebert y dieciséis de sus cómplices fueron guillotinados. Tras la cortina negra, habían aparecido todo tipo de corrupciones. Robespierre arremetió en los Jacobinos contra aquellos para quienes «la República no es más que un objeto de rapiña». Preparaba el terreno para que los indulgentes siguieran a los insurgentes por el camino del cadalso; de la misma forma que estos habían seguido a los llamados girondinos, reos del delito de federalismo.

Ya he comentado alguna vez que por mucha envidia que nos produzca la actual fortaleza y cohesión del Estado francés, fruto de aquel jacobinismo, no es recomendable ir cortando cabezas para conseguir algo parecido, diga lo que diga el simpar Pérez-Reverte. Pero debería existir un término medio entre condenar a muerte a quien ose defender un modelo federal y llamarse colectivamente andana ante un hecho de la trascendencia simbólica del velado del retrato del Rey durante los actos de toma de posesión de Artur Mas y su Govern.

Ese cuadro no es sólo la expresión pictórica de un varón de ojos azules, tirando a rubio y de buen porte que tenía 40 años cuando posó y ahora cumplirá 75; de la misma forma que en el de los Cordeleros había mucho más que tinta y letra impresa, debajo de unos dibujitos. Ese óleo no alude ni a Roma ni a Botsuana. No resume una biografía, ni siquiera forma parte del culto a una personalidad. Es mucho menos pero mucho más que todo eso. La efigie del Jefe del Estado, como el escudo, el himno o la bandera es algo que nos pertenece a todos porque nos representa a todos.

Mas no ha querido ofender al Rey, sino ofendernos a los españoles, tapando nuestra imagen, excluyéndonos del acto, considerando nuestra presencia indeseable, advirtiendo que cuando esté en condiciones de hacerlo nos expulsará físicamente del recinto y que de momento nos esconde tras la cortina negra porque se avergüenza de nosotros y quiere dejar claro que ya no nos concierne nada de lo que él en adelante haga. O sea que su «derecho a decidir» no es con nosotros sino contra nosotros. Y para mayor escarnio lo hace en dos actos institucionales que son fruto de la legalidad que emana de nuestro pacto constitucional. No sólo es que esté trenzando la soga con la que pretende ahorcarnos con la cuerda que le proporcionamos y sufragamos todos, sino que nos ha quitado de en medio para que no le ensuciemos la solemne ceremonia de inauguración del patíbulo.

Que a Don Juan Carlos le haya molestado más o menos el hecho es completamente secundario. Como también lo es que el Príncipe diga que «Cataluña no es un problema». El discurso de Navidad del Rey, muy en sintonía con la actitud pública del Gobierno, vino a sugerirnos que a veces es mejor hacer como que no se entera uno de ciertas cosas. Pero que los insultos resbalen sobre las pieles más curtidas -eso debió pasarle sin duda al ministro Montoro- no significa que la ofensa no se haya producido.

Todo indica que Rajoy fía su estrategia a que en el momento clave -es decir cuando el Tribunal Constitucional anule la convocatoria de su referéndum- Mas se arrugará y cambiará a ERC por el PSC o convocará otras elecciones. Habríamos salvado el match ball y -oh felicidad- el Gobierno no tendría que hacer nada. Sólo si el desafío desemboca en una desobediencia a esa resolución, el Ejecutivo recurriría al artículo 155 de la Constitución, destituyendo a Mas y todos sus consellers, disolviendo el Parlament y manteniendo la Autonomía de Cataluña hibernada -como ocurrió con la de Irlanda del Norte- hasta que se garantizara el acatamiento de la legalidad por sus cargos electos. Cada paso ha sido ya minuciosamente estudiado.

El problema de esta actitud de expectativa es que tan sólo aspira a mantener al Estado perpetuamente al borde del abismo. Si en 2014 Mas y los suyos le ven de verdad las orejas al lobo, lo cual es mucho decir tratándose de Rajoy, se limitarán a esperar a que pierda la mayoría absoluta para volver a hacerse valer como bisagra -seguro que el PSOE entraría en ese juego- a cambio de que se le permita la consulta. Entre tanto sus inquilinos mediáticos seguirían adelante en su actual labor de zapa de la unidad de España, organizando seminarios de nación a nación y descalificando como «españolistas» o simplemente como «españoles» a aquellos policías o mossos d'esquadra que aporten datos sobre la podredumbre nacionalista.

La alternativa a esa pasiva espera, que sólo aplaza el choque de trenes mientras el tiempo juega a favor del agresor, es recoger ahora mismo el guante y poner en marcha todos los resortes del Estado para dar la réplica a una situación de rebelión institucional que pretende hacerse crónica. El velado del retrato del Rey debería marcar un antes y un después: ha sido el gesto que ha difundido a los cuatro vientos la deslealtad política de la Generalitat.

El Estado tiene bastantes opciones abiertas -unas dependen de Wert, otras de Montoro, otras de Morenés…-, pero una obligación insoslayable: perseguir la corrupción del clan independentista que está apareciendo tras el velo negro de su hipocresía y su mentira. La labor abnegada de algunos funcionarios -esos «policías decentes» de los que con toda la razón se enorgullece el SUP- y el tesón de unos cuantos periodistas sin más casero que su idealismo e inteligencia están dando frutos muy elocuentes. Lo que va apareciendo tras esa cortina parcialmente rasgada por su tesón tiene ya la suficiente envergadura como para que en los Estados Unidos se nombrara un fiscal especial. El resumen del resumen es muy claro: un señor -Jordi Pujol- gobernó durante 23 años un territorio en el que, según múltiples pruebas de todos los colores y texturas, se cobraban sistemáticamente comisiones por adjudicar las obras públicas -hay empresas que han pagado decenas de millones de euros- y ahora resulta que al menos cuatro hijos de ese señor, camino de cinco, son multimillonarios y que el tenderete ha quedado en manos del Tom Hagen de la saga, hijo adoptivo de don Vito y beneficiario también de cuentas en Suiza.

Aunque el bosque de Birnam haya empezado a moverse, alarma la miopía -por usar un término suave- con que la Fiscalía Anticorrupción y un juez de la Audiencia Nacional están arrastrando los pies sin adquirir conciencia de que en este envite, además de la salud de la democracia, se juegan su propia razón de ser. ¿Para qué quiere el Estado ese cuerpo de élite y esa jurisdicción especializada si se ponen de perfil ante un desafío como este? El mensaje de que la Policía puede y debe investigar a los políticos, como a cualquier hijo de vecino, antes de llevar sus averiguaciones al juez es certero; pero todos sabemos que se trata de una mera coartada para quitarse de en medio. Si lo que podemos esperar de esos jueces y fiscales con galones de intocables es lo ocurrido antes de ayer, desmantelemos cuanto antes ambos chiringuitos.

En el ínterin se me ocurre preguntarle a la vicepresidenta Sáenz de Santamaría: ¿Por qué la pugna entre el bien y el mal, entre la probidad y el delito, entre la justicia y la injusticia, entre la observancia de la ley y su ruptura ha de depender de la entereza de una mujer lista y valiente, cuando bastaría la instrucción política de aportar en un único contenedor todo lo que han averiguado ya la Policía y el CNI para que el Ministerio Público y los jueces no tuvieran escapatoria alguna para retratar de forma indeleble a los mafiosos? A la espera de respuesta, que nadie pierda la calma: hay materia para alimentar portadas durante varios años y nosotros no vamos a rilarnos. Cuando se rasga una cortina, una vez que se le hace un roto no hay quien pare el descosido.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo

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