Tras la paz en Guatemala

Mañana hace diez años que Guatemala apostó por la paz y por la democracia. La noche del 29 de diciembre de 1996, los guatemaltecos asistieron a la firma del último de los acuerdos de paz, poniendo fin así a 36 años de conflicto armado interno. Los acuerdos establecían la hoja de ruta esencial que llevaría a Guatemala progresivamente a la modernidad y profundizaría la apertura democrática iniciada pocos años antes.

Aunque la transición democrática y el silencio de las armas parecieran ser caminos paralelos, desde este foro queremos insistir en que se trata de procesos diferenciados y, por consiguiente, cada uno requiere de su análisis particular. El fin del conflicto armado era una condición necesaria pero no suficiente para el éxito del devenir democrático. Pasada ya una década, el momento parece propicio para dar cuenta del balance de los acuerdos y señalar cómo el éxito en el cese del enfrentamiento no ha ido acompañado por un esfuerzo similar en ahondar en el proceso democrático.

Respecto al primero de los aspectos, cabe señalar que tanto las organizaciones revolucionarias - agrupadas en la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca- como el ejército han sufrido cambios importantes. Las primeras, desmovilizando a sus combatientes y llevando su lucha al terreno electoral. En cuanto al ejército, en el 2004 vio como el número de sus efectivos se reducía a la mitad, así como su participación en el presupuesto nacional se recortaba considerablemente. Sin embargo, este éxito relativo en el proceso de desarticulación de las fuerzas en combate no debe hacernos perder de vista la fragilidad de los arreglos democráticos que se han puesto en marcha.

La democratización no ha podido profundizarse porque el fin del conflicto armado no supuso un cambio profundo en la correlación de fuerzas existentes antes de la firma de la paz. En concreto, los sectores más conservadores de la sociedad han mantenido el poder suficiente para bloquear dos reformas institucionales básicas, que deberían servir como catalizadoras de procesos que permitirían romper los déficits históricos de la democracia en Guatemala.

Por una parte, no se ha modificado la ley Electoral y de Partidos Políticos, que recoge las reglas del juego para la distribución de escaños en el Congreso de la República y para la elección del presidente. Por la otra, no se ha realizado una reforma fiscal que haya logrado dotar al Estado de los recursos necesarios para llevar a cabo las políticas sociales y redistributivas pactadas en 1996.

En materia electoral, los intentos por cambiar aspectos clave de la ley han sido vetados en distintos puntos. Especialmente preocupante es el tema de la financiación, pues todavía hoy ningún partido tiene la obligación legal de mostrar los nombres de sus financistas, ni existen montos máximos para las donaciones individuales. Nadie sabe cuánto gastan los partidos en campaña, ni de dónde proviene el dinero. Esta falta de regulación respecto al financiamiento de los partidos en campaña limita las posibilidades de los partidos pequeños o de nueva creación, que compiten de forma desigual con los sospechosos habituales de la democracia guatemalteca, que sí cuentan con el respaldo de los grandes poderes económicos. De este modo, las capacidades de representación de las instituciones políticas se encuentran sesgadas hacia las opciones más conservadoras.

La otra gran reforma pendiente es la referente a las instituciones fiscales, en particular de su dimensión tributaria, que ha permanecido estancada, a pesar del consenso entre las partes y de los posteriores acuerdos intersectoriales.

El Estado guatemalteco permanece en una situación de crisis financiera. La carga tributaria es una de las más bajas del mundo, aunque el tamaño de su economía induce a pensar que podría ser mayor. El problema no es que no haya recursos, sino la forma en que éstos están distribuidos entre la población. Cabe recordar que hablamos del segundo país más desigual de la región, después de Haití. La necesidad de elevar la carga tributaria ha sido señalada en Guatemala hasta por personajes poco sospechosos de ser identificados con la causa de una fuerte intervención estatal, como Jacques Chirac; Rodrigo Rato, desde el Fondo Monetario Internacional, o Paul Wolfowitz, desde el Banco Mundial.

Un Estado en bancarrota no sólo está expuesto a crisis de ingobernabilidad recurrentes, sino en el largo plazo parece incapaz de garantizar la estabilidad y los altos niveles de cohesión social necesarios para la vida en democracia. Y mientras las reglas del juego limiten la participación de expresiones minoritarias o alternativas, que sean capaces de permitir avanzar hacia un modelo más inclusivo, el camino está abierto para que se profundicen las fracturas que dividen a la sociedad guatemalteca.

Consecuentemente, la democracia en Guatemala tendrá hipotecado su futuro en tanto no modifique los factores que originaron el conflicto armado. La actual democracia nominal no ha sido ni será capaz de alterar la injusta correlación de fuerzas existente en el país a menos que, como mínimo, se avance en las reformas anteriormente señaladas.

Pablo González y Marc Navarro, departamento de Ciencias Políticas y Sociales, Universitat Pompeu Fabra.