Tras la prensa, la hora de los partidos

A la capital del Reino y su Brunete mediática no les ha gustado nada el editorial que los 12 periódicos catalanes de todas las tendencias dedicaron a la dignidad de Catalunya. La reacción fue furibunda y, sin ponerse de acuerdo en una redacción única, han coincidido absolutamente y por unanimidad en reclamar responsabilidades penales por amenazas al Tribunal Constitucional, avisar de que el Ejército tiene la última palabra (ya se ve que ellos no amenazan) y predicar la santa alianza PP-PSOE, a la vasca, «para neutralizar para siempre jamás a todos los nacionalistas», que ha propuesto el ínclito Vidal-Quadras. Confío en que no lo dijera pensando en los campos de exterminio que se derivan de ese lenguaje castrense y, por supuesto, sin referirse a neutralizar a los nacionalistas españolistas que, a pesar de lo que digan los negacionistas, protagonizaron todo el genocidio de la represión franquista después de la guerra civil y que partiendo de su arenga tuviesen tentaciones de volver a la carga.

En cambio, dentro de Catalunya, la reacción ha sido muy positiva y ha producido un auténtico torrente de adhesiones. En realidad, una manifestación tan masiva de rechazo de las humillaciones y ofensas recibidas desde los poderes públicos y las cavernas de la catalanofobia ha descolocado y dejado sin argumentos a los agresores encuadrados en la grosse koalition de izquierdas y derechas centralistas, uniformistas y partidarias del «antes roja que rota», o azul, si es necesario. En efecto, después del histórico editorial (por cierto, tan moderado, conciliador y constitucional), ahora ya no pueden decir que la defensa del autogobierno solo interesa a la clase política y que el pueblo soberano se preocupa, en realidad, por otras cosas. Habían fabricado una versión interesada para descalificar el referendo por una pretendidamente escasa participación. Y callaban sobre el 89% de voto favorable en el Parlament y sobre el hecho de que, a pesar de la pasada de cepillo de la que Alfonso Guerra presumía haber aplicado al texto, la votación superó la del Congreso que situó a Aznar en la Moncloa o, mucho más aún, la del Estatuto de Galicia, que, por contra, nadie ha desdeñado por ello. El clamor de la sociedad ha desmontado, pues, toda la intoxicación de los medios nostálgicos del pasado totalitario y devotos de una Constitución elaborada bajo el rumor de sables y retocada a la baja justo después del 23-F.
La gran pregunta es ahora la de cómo deberían reaccionar los partidos políticos catalanes ante la nueva situación creada por un acto de afirmación tan sólido, sereno y significativo. De entrada, parece obvio y evidente que deberían vehicular una exigencia colectiva de esta naturaleza de forma unitaria, parecida a la de la Solidaritat Catalana de 1906. Lógicamente, este proceso debería encabezarlo el president de la Generalitat y supondría que propios y extraños dejaran aparcados momentáneamente los intereses electorales respectivos. Si el líder de la oposición salió escaldado por el engaño del jefe del Gobierno, sería conveniente que ahora hiciese abstracción de aquel episodio. Y si el president Montilla sigue pensando que quiere a Zapatero, pero todavía quiere más a Catalunya, quizá también sería el momento de poner encima de la mesa (solo para la defensa del tan erosionado autogobierno de Catalunya y la dignidad de sus instituciones) el peso de sus 25 diputados en Madrid. Todos juntos podrían conciliar seguramente la actitud de acatamiento de una eventual sentencia con la cuestión crucial de si el Tribunal Constitucional está legitimado o no para tumbar una ley orgánica aprobada por referendo.

El catedrático de Sevilla Javier Perez Royo ha escrito, por ejemplo, que privar de la última palabra a las Cortes Generales y a los ciudadanos de Catalunya rompe el pacto del período constituyente. Por su parte, el presidente del Consejo de Estado (de España), Francisco Rubio Llorente, afirma que dictar esta sentencia autonómica «equivale a convertir una instancia judicial en la cuarta cámara legislativa», lo que, naturalmente, hay que subsanar. Eso sin entrar en si algunos magistrados están caducados, recusados, o todos marcados por el pecado original de una designación de cupos bipartidistas excluyentes de las minorías autonomistas.
Por si fuera poco, el TC ha dado ya muestras anteriores de una voluntad invasora de competencias y jurisdicciones que no le corresponden. Por ejemplo, tal como subraya el fiscal Carlos Jiménez Villarejo en un excelente trabajo que ha publicado en la Revista de Derecho Penal, el TC, en una sentencia que también le priva de legitimidad moral, indultó a los Albertos del delito de estafa por el que los había condenado en sentencia irrevocable y firme el Tribunal Supremo. Además, un Constitucional que ha filtrado sus deliberaciones no merece ningún tipo de acatamiento, sino simple y llanamente su disolución para convertirse en una sala del Supremo que no pueda extrasvasarse a terrenos que no son de la jurisdicción que tiene atribuida. Y tengamos la fiesta en paz.

Francesc Sanuy, abogado.