Tratando con Artur Mas

Toda acción de gobierno tiene un comportamiento requerido y uno emergente. La pasión de Artur Mas por la independencia de Cataluña le ha llevado a calcular mal esa diferencia. Al revindicar el nacimiento de un nuevo estado europeo, olvida que para que Cataluña entrara en Europa se precisaría la unanimidad de los estados miembros. En fin: dependería de España más que nunca; lo mismo ocurriría con la deuda, el euro o la liga de fútbol.

Negociar con Mas «hoy» es imposible. Saber negociar es saber ceder, y Mas no está para cesiones. Independencia ahora o dentro de seis meses es su magnanimidad. Obsérvese, cuando habla, que sus términos van referenciados a meses, rara vez a años. Es cortoplacista. No le interesa ver que, tan pronto se produjera en Europa la unidad fiscal, las ventajas pasajeras que busca, y por las que tanto arriesga, quedarían subsumidas dentro de una única normativa.

Nosotros deberemos contar con los efectos emergentes, que no son los de la independencia, sino las altas probabilidades que tiene Mas de salir mal de todo esto. A un impaciente, como decía Le Duc Tho en las negociaciones sobre la paz de Vietnam, se le debe tratar con paciencia; pero, aunque intuyo que el Gobierno lo sabe, no debería explotarlo demasiado, haciendo el «Tancredo», porque Cataluña se resentiría.

Una negociación devendría verosímil si entre lo inalcanzable para Mas —la independencia— y lo inaceptable para el resto de los españoles —el concierto económico— hubiera algún espacio constitucional, pero no sé si lo hay. Con Mas, por tanto, poco cabe negociar. Con Mas hay... que tratar.

Seguro que Cataluña podría ser un estado viable. Pero ¿cuántas generaciones quedarían afectadas? ¿Ha dicho una? No voy a detallar las incertidumbres que acompañarían a un proceso de independencia, porque el recitativo de catástrofes sería contraproducente. El factor miedo es más eficaz en una campaña electoral, cuando es fruto de la reflexión del principal afectado, que cuando le asustan los demás. Pues bien: cuanto menos se les hable a los catalanes del miedo, más indefenso quedará Mas.

Una consideración pacífica con vistas al 25 de noviembre es que al día siguiente de la supuesta independencia se darían tres opciones: aceptar un novedoso pasaporte catalán y devolver el español; no aceptarlo y retener el español; o, habiendo votado por la independencia de Cataluña, y solicitado el pasaporte catalán, mantener la nacionalidad española… Sí, discutible, pero crucial: el concepto patria aglutina la cartera.

La gran incógnita es: ¿cuántos habrá en cada grupo? La verdad es que no tengo ni idea; el problema es que Mas tampoco lo sabe y no hay encuesta ni modelo de simulación que lo anticipe. Sé de primera mano que el lendakari Ibarretxe cuando llega a la aduana de Nueva York exhibe un pasaporte de color negro. Ibarretxe lo lleva encuadernado para que no se vea que es español. Al igual que Ibarretxe, muchos catalanes guardarían el pasaporte español entre tapas negras para ver qué nacionalidad les procuraba mayor recorrido.

Una sociedad está formada por relaciones que el señor Mas y su gobierno no pueden simplificar, pero en las que con su actitud producirá unos quebrantos que «empreñarán» a millones de familias, catalanas y no catalanas, y cada uno lo manifestará a su modo. El mío son recuerdos de infancia: la casa de la « yaya», el cine Publi, los Reyes Magos de almacenes Jorba, el Barça en las Corts, la playa de Palamós. Pensar que los catalanes llegaran a ser extranjeros no lo soportaría. Creo que por tristeza no volvería allí jamás. No soy una excepción; reacciones habrá para todos los gustos y pocos quedarán impasibles ante la nueva situación. Si muchos que no somos catalanes (mi segundo apellido lo es) sentimos así, ¿se imaginan la tragedia de los que lo son? A eso tendrían que tenerle más respeto que a que cayera el PIB o se fueran las multinacionales, porque ambas cosas se solventarían con el tiempo. La desconfianza, el miedo a hablar, las nuevas castas, son el auténtico adversario de Mas. No hace falta exagerarlo. Es de por sí fundamental.

Entonces, ¿cómo tratamos con Mas? Tengo la certeza moral de que Mas no tiene salida y lo sabe, y que fuerza la situación para ver qué es lo que obtiene. El soberanismo es su última muleta y ha de hacerlo creíble. Para ello, las personas doctas han de formularle un centenar de preguntas, él ha de contestarlas, y la gente extraer su conclusión. Ninguno de estos papeles ha de estar cambiado. Como no podemos optar por la solución de no hacer nada (ir a no equivocarnos) y que él solito se chamusque, deberemos ser proactivos en defensa de la Constitución, en instaurar el dialogo amable, pulir asperezas con las otras autonomías y efectuar una campaña mediática —antes de noviembre y no después— en la que no perdamos la razón, que traslade emociones positivas al Congreso, los campos de fútbol (sus presidentes, con los «Ultrasur» de cada casa, podrían ayudar), los medios y redes... diciendo a los catalanes, sin remilgos merengosos, que los necesitamos para sentirnos completos. Pero… que la ley hasta el hijo más querido ha de cumplirla.

Artur Mas y sus epígonos se deberán olvidar de la independencia y nosotros no deberemos soslayar que España nació asimétrica por voluntad de nuestros pretéritos monarcas, que sumaron reinos haciendo concesiones (no es una ocurrencia de la Transición). Un país consciente de su historia debería admitirlo. Ese fue el precio que en su día pagamos por ser una gran nación y esa debería ser nuestra habilidad para seguir siéndolo. Ahora bien, cesiones irreversibles en asimetría deberían ir ligadas a pactos irreversibles de lealtad. Pero ¿qué nos podría prometer Mas que no hiciera cuando aprobó la Constitución? Nada. Ese es su problema para negociar: la credibilidad.

Dos no se enfadan si uno no quiere; que rompan ellos. Si no facilitamos su victimismo, habrá retórica, banderas, manifestaciones… pero no lo harán. La sensatez, inducida por preguntas pertinentes, nunca respuestas, la impondrá la Cataluña real.

José Félix Pérez-Orive Carceller, abogado y escritor.

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