Trayectoria de colisión

Sumidos en el cansancio de la reiteración electoral o enfrascados en la rutina de una política que los medios de comunicación y las redes tienden a convertir en un espectáculo -aunque se trate de una mala función con pésimos actores- es probable que muchos españoles no hayan terminado de calibrar que los comicios de hoy pueden ser los más trascendentes de los últimos veinte años. Más incluso que los de aquel dramático 14 de marzo, porque si entonces se produjo un shock civil a consecuencia del atentado, las consecuencias las pagó el Gobierno de turno mientras ahora lo que está en riesgo es el mismísimo Estado, al que la posibilidad verosímil de un nuevo bloqueo conduciría a un inevitable colapso. Es la secuela del error irresponsable de un presidente que ha abocado al país a una caprichosa segunda vuelta cuando tenía a su alcance varias opciones de pacto. Si las previsiones de los sondeos se confirman, aunque sea en términos aproximados, esta noche habrá menos alternativas de estabilidad y el panorama será aún más problemático, ya que una tercera repetición podría provocar tanto una seria crisis constitucional como un verdadero plante ciudadano.

Todo indica a priori que los tres grandes bloques de voto -izquierda, derecha y nacionalistas- obtendrán respecto al 28 de abril unos resultados similares, aunque en el bando liberal y conservador las encuestas apuntan a una mudanza interna relevante. Pero si no varían en exceso las sumas globales no habrá modo de articular una investidura salvo que Pedro Sánchez decida armar de nuevo el modelo Frankenstein, para lo cual tendrá que ceder ministerios a Podemos y aliarse con un separatismo rampante que ayer mismo volvía a alborotar las calles y que aún hoy amenaza con impedir el derecho de voto de muchos catalanes. En resumen, un desenlace de esta clase constituiría un lamentable balance de la decisión de embarcar al país en una tensión estéril para acabar igual o peor que antes.

Queda, naturalmente, porque la demoscopia no es una ciencia exacta, margen para la sorpresa. Lo sería que el PSOE, Podemos y Más País sumasen mayoría absoluta, con o sin el concurso del PNV, o que lo hicieran -como en Andalucía- los tres partidos de la derecha. En cualquiera de estos casos, quedaría disipada la oportunidad intermedia de un acuerdo entre socialistas y Ciudadanos que sí fue posible la pasada primavera. Quizá a Sánchez le baste con volver a quedar en condiciones de ser el único aspirante viable a la presidencia, pero será al precio de causar un incalculable e innecesario desgaste al sistema.

Si la correlación de fuerzas no se altera en uno u otro sentido, a partir de mañana sólo podrá forjarse un bloque frentepopulista o un improbable entendimiento entre PSOE y PP, eventualmente reforzado por Cs aunque su peso parlamentario sea mínimo. La primera opción entraña grave peligro para la defensa del constitucionalismo, ya que por ese camino todos los socios posibles de Sánchez cuestionan los principios esenciales de la Carta Magna cuando no son sus declarados enemigos. La segunda es el viejo sueño de las élites económicas: la grossen koalitionen del bipartidismo, el armisticio de estabilidad transversal en torno a un programa de reformas imprescindibles ante un horizonte líquido. Pero bajo su aparente atractivo a corto plazo, contiene un contraproducente albur político.

Porque si existe alguna certeza en esta jornada de vértigo es la de que Vox, cuyas expectativas se han disparado, vivirá un significativo ascenso. Y ese éxito, a poco que alcance cierta relevancia -pongamos que en torno a 50 diputados o más- limitará la libertad de acción de un Partido Popular que sentirá a su espalda un incómodo aliento. Ésa es la razón de que Pablo Casado se haya comprometido en los últimos días de campaña a no facilitar la investidura de Sánchez en ningún supuesto: no puede comprometer su liderazgo de la derecha entregando a Abascal una especie de jefatura de la oposición de hecho. Los partidarios del acuerdo de Estado confían en que las posiciones irreductibles acabarán cediendo a medida que apriete la presión del bloqueo, pero parece más que dudoso que el PP se exponga a la autodestrucción de su propio proyecto. Ni sería objetivamente aconsejable un movimiento que contribuyese a consolidar en España la alternativa antiliberal que Salvini, Le Pen u Orban están construyendo en el ámbito europeo.

Así las cosas, las elecciones de hoy pintan a fracaso. Fracaso en primer lugar y sobre todo de quien las ha forzado en un ejercicio de frivolidad, arrogancia y pésimo cálculo. Pero si ese revés no es completo y se convierte para él en un absoluto fiasco, será el régimen constitucional el que se verá envuelto en un aprieto más que complicado. Porque cualquier otra salida tendrá efectos críticos, incluida la del consorcio de la izquierda con los nacionalistas, que es la que para Sánchez sigue teniendo interés prioritario y que representa un cuestionamiento potencial, o más bien directo, de las bases del Estado. Resta la posibilidad de que el cuerpo electoral reaccione por su cuenta y enderece de un volantazo la peligrosa trayectoria de colisión a la que lo ha expuesto un gobernante (?) ventajista e insensato que no ha demostrado la mínima competencia requerible en su cargo. Pero en circunstancias como ésta, el optimismo es una tabla de náufrago: un estado de ánimo que no surge de la razón analítica sino de la necesidad humana de agarrarse a algo.

Ignacio Camacho

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