Treinta años con el sida, ¿y ahora qué?

El 5 de junio de 1981 se publicó en Estados Unidos el caso de cinco hombres homosexuales con una pulmonía por Pneumocystis carinii, un agente infeccioso muy poco frecuente. Fue la primera de una serie de evidencias que permitieron describir una entidad clínica desconocida hasta entonces, el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (sida). En 1983 se identificó el agente causal, el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), unas siglas que ahora -a diferencia de otros muchos acrónimos de bacterias y virus- casi todo el mundo reconoce. Este 2011 se conmemoran (no estoy nada de acuerdo con utilizar la palabra celebrar) pues los 30 de años de los primeros casos de sida. En 30 años suelen pasar muchas cosas, pero la pandemia del sida, aparte de su dramático impacto, ha hecho del mundo un lugar más pequeño y ha espoleado cambios impensables en 1981, no solo en el ámbito científico, sino en el económico, el social y el político.

En el ámbito científico, el estudio del VIH ha facilitado el desarrollo de tecnologías que han cambiado radicalmente la búsqueda biomédica, de fármacos antirretrovirales (ARV) impensables hace 20 años y de nuevas aproximaciones preventivas. Económicamente, al mismo tiempo que ha hipotecado el desarrollo de los países más afectados, ha creado un mercado sin precedentes para la industria farmacéutica y miles de puestos de trabajo en todos los sectores. Socialmente, el sida ha sido capital para la defensa de derechos civiles básicos, ha cambiado la relación médico-paciente, ha mediatizado las conductas sexuales de una generación y ha consolidado el tercer sector, haciendo de las oenegés una pieza imprescindible en la respuesta a la pandemia. El sida ha cambiado también el discurso y la agenda política, tanto local como globalmente. Y -al menos en Occidente- ha pasado de ser una enfermedad letal a una enfermedad crónica; la estigmatización de los afectados ha disminuido; y en muchos países se ha articulado una respuesta efectiva. La conmemoración de los 30 años es, pues, un buen momento para reflexionar sobre qué hemos hecho bien y qué no tanto.

El sida, como todas las crisis, pone de relieve la fortaleza y la debilidad de las sociedades. Hace poco, en una entrevista me preguntaron qué creía que era lo más relevante que debería suceder. No dudé: evitar el reduccionismo biomédico, que las decisiones y la distribución de recursos se basen en la evidencia científica y que pierda el esnobismo que demasiado a menudo lo rodea. Ciertamente, el sida, por sus características, ha ido acompañado de un excepcionalismo que no tienen otras enfermedades. En Catalunya el resultado ha sido la existencia de centros clínicos, de investigación básica y de epidemiología -como el que tengo el honor de dirigir- vanguardistas en el Estado y competitivos internacionalmente; así como la consolidación de una red de oenegés que también ha liderado el discurso social y ha sido clave en el apoyo a los afectados. Pero a veces el árbol nos impide ver el bosque; o dicho de otro modo, la preocupación por las formas no nos debe llevar a obviar el análisis objetivo de los resultados, ni la autocomplacencia impedir la imprescindible autocrítica por las cosas que no se han hecho bien. En el Estado español, apenas ahora vemos los efectos positivos de la generalización de los programas de reducción de daños entre los usuarios de drogas por vía parenteral iniciados en los años 90, y por eso seguimos siendo uno de los países europeos con la tasa de VIH más alta. Ahora, los hombres que tienen sexo con hombres y los inmigrantes son los colectivos con un mayor crecimiento de nuevos casos de VIH y otras infecciones de transmisión sexual, como la sífilis. Es preciso repensar las intervenciones, pero mientras ya gastamos más de 700 millones de euros anuales en ARV, los presupuestos destinados a prevención son proporcionalmente exiguos y casi siempre vinculados a campañas informativas, fotogénicas pero de incierta efectividad. ¿Esperaremos también demasiado? La atención a los afectados se concentra en los grandes hospitales y el aumento de la supervivencia hace que cada vez haya más pacientes en tratamiento y con buena calidad de vida; y los costes -pese a que se diga lo contrario- seguirán aumentando con la aparición de nuevos fármacos. ¿Es sostenible este modelo de atención y financiación? La creciente evidencia sobre la efectividad de los ARV tomados de forma continuada para prevenir la infección hará aún más complejo el marco de respuesta.

Retos, por tanto, no faltan, especialmente con la crisis. Por eso es más importante que nunca evaluar qué se hace y definir prioridades. No podemos renunciar a todo lo que se ha conseguido científica, social y políticamente, pero tampoco caer en el error de instalarnos en el discurso excepcionalista, políticamente correcto pero desvinculado de los resultados. Como siempre, no es responsabilidad exclusiva de los políticos; hace falta el esfuerzo y sobre todo el debate abierto y honesto de todos, profesionales, activistas y responsables institucionales. Ya sabemos que qui dia passa, any empeny, pero los hechos han demostrado que retrasar las acciones acaba saliendo más caro… y no solo económicamente.

Jordi Casabona, Fundació Sida i Societat.

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