Treinta años de ciudadanía en libertad

Conmemoramos hoy el trigésimo aniversario de nuestra Constitución. Es una cifra redonda, de esas que invitan a la reflexión. Conmemoramos 30 años de estabilidad política, de avances sociales y de convivencia en paz. Nos sobran motivos para celebrarlo ya que es algo inédito en nuestra historia; nos alegra porque nunca habíamos llegado los españoles tan lejos.

Esta Constitución ha conseguido durar tanto porque tiene lo que no ha tenido ninguna otra: es hija de un gran acuerdo. Por primera vez, no la hizo media España contra la otra media. Ha durado porque no quiso ser, como en otras ocasiones, un desquite entre españoles, sino un abrazo. Por eso es muy importante que rindamos un constante homenaje a la página más civilizada de nuestra historia y hagamos todos los esfuerzos necesarios para que su influencia no se desvanezca.

Nos alegra que la Constitución cumpla tres décadas y nos alegra que perdure la voluntad de convivencia que la vio nacer. Pero no es lo único que celebramos. Básicamente celebramos lo que la Constitución proclama: lo primero y principal, que los españoles somos libres; segundo, que somos iguales; y tercero, que nos constituimos como nación soberana para levantar un Estado de Derecho.

De modo que hoy no celebramos simplemente el aniversario de un papel, de un libro o de una ley... Celebramos el alumbramiento de nuestra condición de ciudadanos.

Hablamos de libertad, de igualdad y de nación democrática, pero si no precisamos más, es como si no dijeramos nada. Hasta los dictadores más sanguinarios los emplean con deleite, por eso quiero precisar. Cuando hablo de libertad me refiero siempre a la libertad individual. Nadie, salvo las ideologías que exigen el silencio sumiso de la gente, concibe que existan entidades abstractas cuyos derechos estén por encima de los derechos de los individuos.

El individuo es el único sujeto de derechos, incluido el derecho a equivocarse, el derecho a engordar, a hablar en castellano, a escoger la educación de sus hijos, y a rotular su tienda en la lengua que le parezca.

No reconocemos a ningún otro sujeto de derechos. Ninguna entidad colectiva, se llame pueblo, se llame raza, se llame nación, se llame lengua, se llame clase social o se llame Estado tiene derechos. Ninguna entidad colectiva puede alegar un derecho superior al del individuo, y, mucho menos, exigirle el sacrificio de su libertad en nombre de cualquier fantasmagoría .

Nadie, ni siquiera el Estado tiene derecho a poner la mano en la libertad individual. Ni aunque fuera con buena intención. El poder no está para imponer virtudes. No necesitamos un Estado que administre la libertad, sino que la proteja; porque el Estado debe ser el garante de su ejercicio.

Las mismas reflexiones cabe aplicar al concepto de la igualdad. Somos iguales en derechos, somos iguales ante la ley, tenemos derecho a recibir el mismo trato, y a disfrutar las mismas oportunidades y... nada más, porque somos iguales, pero no uniformes.

No queremos que la igualdad sirva de coartada para perseguir la excelencia, combatir el espíritu crítico, rechazar el mérito o desprestigiar el esfuerzo y la superación. ¿Para qué queremos la igualdad de oportunidades si negamos las oportunidades a quien quiera aprovecharlas?

La libertad no sólo no está reñida con la igualdad, sino que es condición necesaria para ella. Hay que ser libres para poder ser iguales. Hay que ser un sujeto de derechos para poder disfrutar de derechos iguales. Donde se niega la libertad desaparece la igualdad de derechos y la reemplaza un sucedáneo: la igualdad de concesiones, es decir, el uniforme.

Somos libres. Somos iguales. Y somos una nación. Esa es la tercera gran decisión que adoptamos hace 30 años. España es algo más que un enclave geográfico. Es una historia compartida, una sangre que se ha mezclado mil veces, una comunidad de sentimientos, un proyecto solidario para el futuro, el marco que garantiza nuestra libertad, la unidad que nos da fuerza ante el mundo... Todo eso, y más, es España.

Pero lo importante no es nuestro pasado. Lo que importa es la voluntad libre y democrática que nos proyecta hacia el futuro. Lo importante es que los españoles decidimos libremente que somos una nación, es decir, que somos soberanos y que lo somos todos juntos, que conformamos una soberanía indivisible.

Somos una nación porque así lo quisimos en su día y porque así lo queremos hoy. Ese es el pedestal de nuestra nación: la voluntad de los españoles.

En esa nación que formamos todos, mandamos todos; la voluntad de los españoles no admite parcelas ni retales. Para ser más preciso: las decisiones en materias que afecten a todos las tomamos todos. Todos y cada uno de nosotros somos depositarios de la soberanía nacional, todos tenemos el derecho a decidir sobre lo que nos es común y nadie nos puede arrebatar ese derecho.

Hace 30 años decidimos también darnos un modelo de convivencia. La nación soberana adoptó la estructura de un Estado unitario con autonomías.

No me voy a extender sobre los problemas que plantean los disgregadores, son tan conocidos como irrealizables. Ellos saben perfectamente que sus pretensiones son imposibles porque chocan con los principios de libertad individual e igualdad.

Desde el Partido Popular mantenemos que las regiones no tienen derechos; sus habitantes, sí; que las lenguas no tienen derechos, quienes las hablan, sí, y que los derechos no bajan del cielo ni son hereditarios, los establece el pueblo soberano. Mantenemos, en definitiva, que España es una nación y por eso no vamos a permitir que, con la excusa de las diferencias legítimas, se fomente desigualdades injustas o ataques a la libertad de los ciudadanos.

Las exigencias nacionalistas irredentas no serían tan inquietantes ni tan desestabilizadoras si no hubiera entrado en esa carrera de nacionalismo el partido al que se le encomendó el gobierno de España. Ese ha sido el fenómeno más desestabilizador para nuestra Constitución, porque se ha legitimado el discurso del nacionalismo más radical y no precisamente en beneficio de España o de los españoles.

Hoy no puedo por menos que recordar que el único que se tomó en serio y defendió el Estado de las Autonomías fue el Partido Popular. Los únicos dispuestos a defender la vertebración de toda España y la solidaridad territorial fuimos nosotros.

Más me hubiera gustado que no hubiera sido necesario hacerlo, que nadie hubiera tocado el consenso constitucional, que nadie hubiera sembrado dudas sobre la arquitectura de nuestra Constitución.

La mayoría de los españoles de hoy, todos los que tienen menos de 48 años, no han podido votar la Constitución, pero sí han crecido y se han formado como ciudadanos en un país de libertades y oportunidades. Es hermoso pensar en nuestra Carta Magna como un patrimonio común, como un legado entre generaciones, que recibimos de nuestros mayores y entregamos a nuestros hijos, después de haberlo cuidado y perfeccionado entre todos.

Estas son las precisiones que me parecía oportuno hacer a los 30 años de nuestra Carta Constitucional y me duele enormemente que hayan venido precedidas por un nuevo crimen terrorista. El asesinato del empresario Ignacio Uria perpetrado esta misma semana en Azpeitia nos recuerda que la libertad que disfrutamos y el ejercicio de nuestros derechos no son gratuitos. Han costado un tributo de sangre que nos hermana a todas las personas de bien en la solidaridad con las víctimas y a quienes nos sentimos ciudadanos libres nos obliga a perseverar en la defensa de esa libertad.

La justicia, la libertad, la solidaridad y la soberanía nacional que garantizan nuestra Constitución son bienes que hemos defendido durante estos 30 años. Son bienes tan preciosos que debemos continuar defendiéndolos todos y cada uno de nosotros durante todos y cada uno de los días de nuestra vida.

Mariano Rajoy, presidente del Partido Popular.