Trenes llenos de vida

Por Alberto Ruiz-Gallardón, alcalde de Madrid (EL MUNDO, 12/03/04):

Los Cercanías que llegan a Atocha por el este de Madrid constituyen una de las vías principales por las que diariamente se incorporan a la ciudad miles de estudiantes y trabajadores. A primera hora de la mañana, los convoys pintados de rojo y blanco reparten entre sus asientos de plástico rígido, en uno o dos pisos, una humanidad somnolienta y esforzada que nutre nuestra ciudad y le da vida. El joven que repasa sus apuntes de clase, el trabajador que ojea el primer periódico del día, el que todavía apura una última cabezada, la muchacha lista que aprovecha el trayecto para devorar el último libro que ha caído en sus manos..., todos ellos inauguran con su modesta cotidianidad una jornada que nunca es fácil y siempre requiere empeño. No hay a esas horas mucho jaleo en los vagones, esos que se dividen en dos filas de asientos (de a dos y de a tres), y la voz automática que va cantando las estaciones («Torrejón de Ardoz», «San Fernando de Henares», «Coslada»...) sólo interrumpe, como mucho, el hilo musical. Sólo preside ese ámbito de ahínco y sacrificio el murmullo de una humanidad callada y generosa, una humanidad en marcha, que, para quien sabe escuchar, es Madrid, el alma de Madrid, o, mejor todavía, el valiosísimo y mundano aporte que hace el milagro de darle cuerpo a Madrid.Este Madrid nuestro tan próspero y brillante, que en realidad principia por lo más humilde, cuando la voz grabada del Cercanías va despertando a los pasajeros y les anuncia que ya han llegado a «Santa Eugenia», «Vallecas», «El Pozo», «Asamblea de Madrid-Entrevías», y así hasta entrar en Atocha, que es la siguiente.

Ayer, varios de esos destinos se confundieron con el mismísimo infierno. Y en mi cabeza se agolpan hoy escenas terribles, que jamás hubiera imaginado que presenciaría. A pesar de su insistencia, y aunque es imposible olvidar la angustia de ciertas voces, de tantas caras, intento que no desalojen de mi corazón esa otra imagen anterior del joven estudiante, del trabajador fatigado, del hombre que duerme, de la chica del libro... Porque me niego a que el designio de muerte que han querido imponernos contamine ni por un segundo la pureza de su esfuerzo, de su generosidad, de su desprendimiento y su cansancio de todos los días. Hoy más que nunca sabemos cuánto valen esas cosas, tan personales, tan particulares, que ellos creían suyas, y ahora, brutalmente, descubrimos que son de todos, porque todos las echamos en falta y así descubrimos que conforman la savia que nos hace ciudad.

Vienen a mi cabeza otros argumentos, distintas ideas. Por ejemplo, la de Madrid como histórico bastión de libertades, que hoy defiende las de todos los españoles con la misma determinación de no ceder al opresor que siempre le dio arrojo. Y por supuesto, la denuncia no sólo de los autores materiales de este asesinato colectivo que ya se apunta como un crimen contra la humanidad, sino también de sus cómplices intelectuales, que con su silencio o su indiferencia contribuyen igualmente a hacerlo posible. Necesito, también, expresar mi honda gratitud a los hombres y mujeres a los que ayer vi salvar vidas, y a las administraciones que volcaron toda su profesionalidad en Madrid, y a los representantes de instituciones de todo el mundo que llamaron para ofrecernos su solidaridad, sabiendo quizá que aquí las puertas están siempre abiertas, para lo bueno y para lo malo. Pero por encima de todo eso, tengo la íntima convicción de que la mejor manera de no sucumbir enteramente al ataque feroz que ayer se nos infligió como miembros de una sociedad libre consiste en no perder nunca de vista la imagen de esas personas que ayer, como cualquier día, venían a Madrid a darnos lo mejor de sí mismas, no para ser recordadas como presas de la muerte, sino como lo que eran: pasajeros de unos trenes rebosantes de vida.