Tres actitudes erróneas ante el «Plan Ibarretxe»

Por Carlos Martínez Gorriarán, profesor de Filosofía en la Universidad del País Vasco (ABC, 08/11/03):

Resulta evidente que el nacionalismo vasco cuenta a su favor con la confusión general que causa su política, confusión extendida al modo de oponerse a su proyecto de secesión para Euskadi. Basta con leer estos días los periódicos para percibir que el rechazo general al Plan Ibarretxe es todavía poco más que un acuerdo genérico sobre su inconstitucionalidad, y poco más. Sin embargo, son muchos los que siguen abrigando ilusiones tan peligrosas como que se trata de una propuesta negociable y reducible a límites razonables, o bien que es algo tan descabellado que chocará por sí mismo con la realidad y con los poderes del Estado, por lo que no merece la pena preocuparse demasiado. El nacionalismo gobernante sabe muy bien que cuanta más confusión produzca mejor le irá, y se aplica a incrementarla todos los días mediante astucias como la tramitación irregular del Plan iniciada en el Parlamento Vasco. A estas alturas son muchos los que dudan si se trata de pasto para las tertulias radiofónicas, de un proyecto de ley, de una propuesta de reforma del Estatuto, de un híbrido de todo o de algo totalmente distinto. Ibarretxe espera que su conejo llegue a la meta mientras los demás, perdidos en el limbo de la confusión, discuten si son mejores los galgos o los podencos.

Sin embargo, a estas alturas nadie debería dudar del verdadero carácter del Plan Ibarretxe, mera expresión de las ambiciones provisionales nacionalistas para los próximos diez o quince años, a las que seguirán sin duda otras nuevas y de más definitiva hegemonía si el Plan prospera. Pues bien, aunque resulte sorprendente todavía hay quien, sencillamente, no puede o no quiere entender el significado del famoso Plan, que no es otra cosa que un chantaje político travestido de propuesta teórica de reforma constitucional.

Unos prefieren creer que es una maniobra aventurada -otro bandazo del péndulo- dentro de una vulgar negociación; según esta teoría sindical, Ibarretxe habría presentado un programa máximo con la esperanza de regatear la obtención de más competencias de un Gobierno cicatero. Otros prefieren pensar que algo tan absurdo como el Plan chocará por sí mismo con la dura realidad, cayendo bajo el peso de la imposibilidad jurídica de su triunfo; según esta teoría distante y pasiva, el Gobierno central se encargará de poner orden impidiendo prosperar a ese monstruo político a golpe de recurso constitucional. Finalmente están los rebosantes de buena intención y corrección política que aconsejan no darle demasiada importancia y hablar lo menos posible del asunto; bastaría con esperar a que Ibarretxe y su mariachi entren en razón para pasar a negociar la cosa hasta convertirla en una Reforma del Estatuto vasco metida como sea en la Constitución, con la cirugía jurídica que haga falta.

Ibarretxe espera explotar a fondo las ventajas de estas tres actitudes: la de minusvalorar el significado del Plan, la de esperar que Madrid lo barra debajo de la alfombra judicial, y la de esperar a ver qué pasa dejando la iniciativa en sus manos. La primera extiende el equívoco y refuerza su falsa legitimidad -¿qué hay de malo en presentar una propuesta abierta y negociable?-, la segunda propugna la pasividad y desmoviliza a la ciudadanía vasca, y la tercera facilita la gestación del Plan y tolera su consolidación paso a paso, golpe a golpe. Estas tres actitudes son otras tantas formas de error, porque ayudan a convertir un chantaje político indecente, inseparable de los efectos perversos del terrorismo, en algo banal, ajeno o respetable.

Como sus numerosos apologistas se afanan en probar, la principal virtud del Plan consiste en que servirá para dar fin al terrorismo nacionalista vasco, de modo que tanto las víctimas y gentes amenazadas como los verdugos y sus familias puedan vivir tranquilamente. Pero ese argumento admite de modo implícito dos consecuencias inapelables: una, que si el Plan no prospera seguirá la violencia política nacida del supuesto conflicto político irresuelto, trasladando la responsabilidad por la perpetuación del terrorismo a las víctimas; y dos, que si hay Plan es, precisamente, porque hay víctimas de ETA y no hay paz ni libertad. Esto significa a su vez dos cosas más: que al no haber libertad para rechazarlo el Plan es sencillamente impresentable -como ha recordado Baltasar Garzón-, y que el Plan regala a ETA nada menos que la potestad de arbitrar el futuro político de España y del País Vasco -y al menos en ese sentido el Plan también es de ETA, como denuncia Jaime Mayor Oreja. Por ambas razones, y hay muchas otras -económicas, culturales, cívicas-, la mera presentación de semejante Plan constituye un atentado contra la democracia, no importa de qué lo disfracen.

Las respuestas apropiadas contra este desafío son, como parece lógico, antitéticas con las tres actitudes erróneas señaladas. Parar el Plan reclama lucidez acerca de su significado inequívocamente antidemocrático, que persigue instaurar la hegemonía de una ideología política -el nacionalismo vasco- sobre todas las demás. Exige también la movilización ciudadana, sobre todo de la ciudadanía vasca, objeto y sujeto pasivo de este dislate. Y requiere tomar la iniciativa para frenar en seco la tramitación del Plan antes de que las consecuencias de su desarrollo permita la metástasis que Leo Wieland ha descrito, en el Frankfurter Allgemeine Zeitung, como «una balcanización de España que avance a hurtadillas»; el mismo periodista concluye que «por sí sola aquella mitad no nacionalista del País Vasco que no quiere un «Estado libre», sino un statu quo más liberal, debería contar con un apoyo activo».

En efecto, es hora de pedir a los europeos conscientes de que se manifiesten contra el peligro general contenido en el Plan Ibarretxe, como han ido haciendo Bernard-Henri Lévy, Paul Preston, Jürgen Habermas o la estadounidense Susan Sontag. De extenderse el ejemplo vasco, las oligarquías locales podrían extender por toda Europa el proceso de sustitución de grandes naciones políticas democráticas como España o Francia por pequeñas naciones étnico-ideológicas y autoritarias como la Euskal Herria nacionalista. Que ahora parezca improbable no garantiza que no sea posible, porque si algo enseña la historia de los dos últimos siglos es lo fácil y corriente que resulta que algunas pesadillas impensables se hagan realidad. Tampoco les parecía posible a los redactores de nuestra Constitución la deslealtad contumaz de los nacionalistas vascos o su explotación descarada de las víctimas, y del terrorismo que las causa, en beneficio de una hegemonía prácticamente incontestable. Y en eso andamos.