Tres catolicismos

La escritora francesa M. Yourcenar, en su libro titulado «El tiempo, gran escultor», prolongaba el pensamiento de Aristóteles, para quien el tiempo es el primer colaborador con el hombre. Pero ¿es esto verdad? El tiempo ¿nos va sanando y recreando o nos va matando? ¿Hay algo que sea capaz de sobrevivir a la duración? ¿Cómo se regeneran los organismos vivos?

Entre las instituciones más longevas de la historia humana está el catolicismo. Pero ¿no se habrá pervertido a lo largo de sus veinte siglos de historia? ¿Hay continuidad entre la religión de Jesús, en su origen sencilla y trasparente como las aguas del lago de Genesaret cerca del cual nace, y la inmensa, abigarrada, construcción que ha llegado a ser el catolicismo? Las realidades pueden perdurar como perduran las piedras muertas o como se expanden las semillas vivas, que arraigando hacia dentro en la tierra crecen con ramas hacia arriba, extienden sus raíces hacia abajo y producen frutos. Muchas personas no aciertan a reconocer la continuidad entre Jesús de Nazaret y el complejo catolicismo actual.

Las cosas pueden ser conocidas desde dentro, como se conocen desde dentro un país, una familia y una cultura viviendo en ellos. No es verdad que haya que hacerse católico para conocer el catolicismo: este tiene realidades comunicantes con toda conciencia humana, que todo hombre puede compartir, y desde ahí ir accediendo hasta llegar a conocer su núcleo más interior. Esas realidades verificables son como los puentes levadizos que unen el castillo con tierra firme, superando el foso que lo rodea. Pero la definitiva verdad del catolicismo, como de toda realidad personal, solo se conoce conviviéndola. Las puertas del misterio, tanto del hombre como de Dios, solo se abren desde dentro.

Viéndolo desde fuera, un observador benevolente puede descubrir tres expresiones del catolicismo español. Lo primero que divisa es el que podríamos llamar catolicismo cultural. Con esta expresión abarcamos todo lo que los católicos producen en los más diversos campos de la vida. Aquí situamos lo que ha ido aportando a lo largo de los siglos en el orden ético, estético, político… Estas creaciones no son la fe misma, pero la fe no puede existir sin ellas, porque ella no es solo una adhesión o confesión interior, sino una forma de vida que determina toda la existencia. En el Sermón de la montaña está el imperativo: «Brille vuestra luz ante los hombres para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos». Las consecuencias morales reflejan la verdad de una fe, pero no la fundan en cuanto tales, ya que incluso grandes «La diversidad de acentos ejercitados por los católicos puede resultar extraña a quienes nos miran desde fuera. Vista desde dentro es el empeño común por ser fieles a la totalidad del único evangelio y a los hombres, ofreciéndoles todas las ramas con los correspondientes frutos que el tronco produce» aberraciones han tenido sus acreditadores en la acción e incluso sus mártires. La Iglesia católica ofrece hoy un inmenso abanico de obras, instituciones y personas. Son testimonio, oferta e invitación a la fe. En un sentido son absolutas y reclaman legitimarse por su valor objetivo, pero a la vez remiten a la realidad teológica y cristológica que las funda: Dios en Cristo. Si en lugar de ser una ventana abierta o un cristal trasparente hacia ellos, tales obras se convirtieran en un muro que hace imposible columbrar a aquellos; entonces, a pesar de su real grandeza ética, estética o política se habrían pervertido. La Leyenda del gran inquisidor en Dostoyevski es la crítica de ese espesor, que ahorra o ciega la fe en Cristo. El cristianismo propone verdad divina y no solo cultura humana, pero tampoco existe sin esta.

Los intentos de los cristianos se dirigen hoy con especial empeño a descubrir y vivir el que podríamos designar catolicismocristiano. En él se engloban los movimientos que a lo largo del siglo XX, antes y después del Concilio Vaticano II, han intentado redescubrir y tornar accesibles las fuentes específicas del cristianismo: la Biblia, la liturgia, la Iglesia una más allá de la división de los cristianos, la tarea misionera, la llamada de todos a la santidad, la igualdad de todos los miembros de la Iglesia en el orden de la gracia. Ha sido un humilde y glorioso intento por revelar la faz de Jesucristo, por enhebrar con su mensaje y vida, creándole mediaciones que le hagan contemporáneo de cada hombre en su geografía y cultura. Esto ha supuesto la reforma en unos casos, y en otros la eliminación de aquellos elementos que oscurecieran lo fontal y nutricio del cristianismo en su extrañeza a la vez que en su entrañeza, tanto en lo que resulta escandaloso como en lo que resulta fascinador para los hombres. Han intentado hacer manifiesta la estructura orgánica de la fe desde lo más esencial, ya que en ella no es lo mismo el agua bendita que la eucaristía, la Biblia que el Derecho canónico. A este retorno a las fuentes con razón se lo llamó «resourcement», refontalización. Este proceso que en el último siglo ha hecho la Iglesia como tal tiene que hacerlo cada cristiano: redescubrir las fuentes de su fe, la lógica que ordena todo lo cristiano, la jerarquía de verdades, de imperativos morales y criterios de acción.

Podemos hablar también de un catolicismo católico. Esta expresión puede designar a la Iglesia católica tal como la profesamos en el Credo, y en este sentido es un elemento esencial e irrenunciable del cristianismo. Pero también puede designar las formas organizativas, disciplinares, culturales, que esa Iglesia ha ido asumiendo en los cuatro últimos siglos como resultado de su reacción, defensa y contraste con la Reforma protestante, la Ilustración, la Revolución Francesa y los movimientos sociales del siglo XIX. Esa corteza no es esencial al cristianismo, es diferente en cada cultura y debe ser renovada para que por ella llegue mejor la savia de Cristo a los hombres en cada generación.

Esta diversidad de acentos ejercitados por los católicos puede resultar extraña a quienes nos miran desde fuera. Vista desde dentro es el empeño común por ser fieles a la totalidad del único evangelio y a los hombres, ofreciéndoles todas las ramas con los correspondientes frutos que el tronco produce. Tal pluralidad parecerá quizá algarabía, pero es solo el utópico y sobrehumano empeño de mantener en alto la vocación divina de los hombres. A esta luz el lector podrá comprender el lugar que ocupan hoy en la única Iglesia las instituciones de tradición normativa, las minorías creativas y los nuevos movimientos.

Olegario González de Cardedal, teólogo.

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