Tres en raya

¡Con qué estrépito se derrumban los prestigios oficiales! A ese pequeño sector de nuestros lectores que se han molestado por la designación de la solvente y laboriosa vicepresidenta Fernández de la Vega como Personaje del Año de EL MUNDO me bastaría explicarles con palabras de Ortega sobre Mirabeau que «pocas cosas nos convienen más que informarnos sobre nuestro contrario: es la única manera de complementarnos un poco». Pero no quiero dejar de añadir la satisfacción que produce reconocer y celebrar el mérito ajeno cuando, como es el caso, corresponde a alguien que ideológicamente se encuentra si no en las antípodas, sí al menos «al otro lado del río». Alguien podrá ver un cierto componente de travesura en esta disposición a romper el guión de las afinidades previsibles y yo lo admito si travieso es quien atraviesa o contribuye a atravesar el vado de una corriente fluvial, los límites de unas normas inflexibles o -lo que es mejor- unos usos severos y rígidos. Sin llegar a los extremos de Lincoln que se jactaba de «destruir» a sus enemigos «al tratarlos como amigos», resulta patente que cada vez que honras con motivo a alguien distante y diferente, incluso a un antagonista cabal, eres tú quien se está ensanchando al absorber mediante el roce una parte de sus cualidades y quien se engrandece al convertirte en acreedor de un trato equivalente, tanto si lo recibes como si no.

A veces se habla de lo que diferencia a un periódico de otro y quienes tenemos responsabilidades en EL MUNDO siempre nos mostramos serenamente orgullosos de la claridad y contundencia con la que criticamos con motivo de la invasión de Irak los errores garrafales de un Gobierno hacia el que tanto apego y empatía habíamos sentido desde sus mismos orígenes. Basta enfatizar este punto, ahora que en 2007 alcanzaremos la mayoría de edad de los 18 años, para que quede implícito el contraste con la pauta de conducta de quienes, cuando tuvieron que encarar no ya los errores sino los abiertos crímenes de sus amigos políticos, prefirieron fingir contumazmente que no veían nada. Cualquiera diría que para esa gente soberbia, que no sólo se cree en posesión de la verdad, sino que se considera única fuente de emanación del dogma, admitir una grave tacha entre los próximos o un genuino motivo de encomio a los de enfrente equivaldría a resquebrajar las bases mismas de su identidad y su poder.

Nada hay tan dañino como el sectarismo, pues primero despoja al ser humano de su mejor fuente de independencia que es la capacidad de discernir y después lo convierte en mero componente de una maquinaria de combate retroalimentada por su inercia maniquea. Además el sectarismo es primo hermano de la peor forma de gandulería. Conozco y a menudo trato a un sinfín de colegas que ya saben lo que tienen que decir desde mucho antes de que sucedan los imprevisibles acontecimientos a los que se referirá su comentario. Algunos son tan cínicos que podrían cambiar de bando en un pispás y alquilar su pereza intelectual como los condottieri alquilaban la herrumbre de su espada. Pero la mayoría son cerriles miembros de su jauría, programados como robots por sus propios prejuicios, incapaces ya de pensar o vagar por libre.

Si este integrismo intelectual de los zelotes resulta siempre antipático, se convierte en algo sencillamente odioso cuando degenera en el doble rasero que discrimina a los tiranos en función de la coartada que emplearon para imponer su yugo. Quienes no pronunciamos jamás una sola palabra de condescendencia hacia la trayectoria infame de Pinochet, y tenemos el convencimiento de que habríamos renunciado a hacer negocios editoriales en Chile antes que pasar por el aro de tratar con aquella dictadura, estamos pues plenamente autorizados a sacarles los colores a los sectarios sin vergüenza que aún justifican a Fidel Castro en función de los orígenes de su toma del poder y los pretendidos propósitos de su perpetuación en el mismo. Al margen de que la simpatía de estos individuos por lo que sucede en Cuba denota lo que enmascaran respecto a lo que les gustaría que pudiera suceder alguna vez en España, al margen de que legitimar el castrismo en función de lo que ocurría en tiempos de Batista equivale a respaldar el alzamiento del 18 de Julio habida cuenta de cuál era el estado de cosas hasta el que había degenerado la República del Frente Popular, este asunto sólo puede zanjarse preguntándoles a las víctimas. En el momento en que encontremos a alguien que haya sentido alivio durante las sesiones de tortura o los periodos de prisión por el hecho de que su sufrimiento sirviera a la causa del socialismo anti-imperialista y no a la de la erradicación del virus del marxismo de las entrañas de la patria, reabrimos la discusión. Ni Raúl Rivero me ha dicho que eso le pasara nunca a él, ni tampoco parece haber detectado tales síntomas en ninguno de sus compañeros de infortunio.

Sustituyamos las referencias a la devoción católica por el culto a la Revolución y encontraremos sorprendentes coincidencias en la retórica autoexculpatoria del mensaje póstumo de Pinochet y buena parte de las alocuciones en las que Castro se ha jactado de que la Historia le «absolverá». La única diferencia es que el uno se sintió ungido para usurpar el poder de forma transitoria y el otro ha entendido que se trata de un mandato permanente e incluso fraternalmente transmisible. Ahí queda el guante lanzado por Bernard-Henri Lévy: ya que, por desgracia, Pinochet se ha muerto sin tener que responder ante la Justicia de sus crímenes, movamos Roma con Santiago y La Haya con La Habana, para que, Garzón mediante o por caminos más humildes, Fidel Castro, decano de los déspotas del siglo XX, tenga que dar cuenta de los suyos. Aunque sólo sea un brindis al sol de la libertad futura, yo levanto mi copa de ron con ese deseo para el Año Nuevo.

El que no haya mejor modo para aquietar la mala conciencia de una comunidad internacional pasiva e incluso complaciente con las sistemáticas vulneraciones de los Derechos Humanos que el juicio y condena de un tirano no significa, sin embargo, que todo juicio y toda condena de un tirano sea ocasión para sacar pecho. En el caso de Sadam Husein ocurre, más bien, exactamente lo contrario, pues a la repugnancia moral que produce la ejecución de toda pena de muerte se suma ahora la sensación de estar asistiendo a la consumación de una gran estafa. Ya que no aparecieron las Armas de Destrucción Masiva, ya que no existe el menor atisbo de que pueda llegar a implantarse allí una democracia estable, ya que las condiciones de vida -e incluso las posibilidades de conservarla- de los iraquíes no sólo no han mejorado sino que han empeorado dramáticamente, la Administración Bush parece haber cumplido al fin uno de sus objetivos: había que invadir Irak para poder ahorcar a Sadam. Objeciones éticas al margen, habrá que concluir que nunca matar a uno llegó a costar tantas vidas.

También la carta de despedida del dictador iraquí le hermana con sus homólogos chileno y cubano en lo que tiene de reivindicación política de sus abusos y ofrecimiento místico de su persona -en este caso a través de la senda del martirio- al conjunto del pueblo que durante tres décadas mantuvo sojuzgado. El que la doctrina baasista haya podido ser asimilada indistintamente con el fascismo y con el comunismo y el que el régimen de Sadam oscilara entre los dos bloques en la recta final de la Guerra Fría, termina de completar lo que tanto desde un punto de vista moral como desde una perspectiva histórica no puede dejar de ser contemplado como el último macabro tres en raya de la era de las dictaduras.

Que estos tres individuos de conductas tan similares hasta a la hora de esconder sus estériles fortunas, fruto de la rapiña, en bancos extranjeros estén teniendo un final tan dispar es algo que incomoda a la visión cartesiana de una globalización de la Justicia. Pero, claro, pedir la resurrección de Sadam y Pinochet para que acompañen en un banquillo común a Castro, Mugabe, Obiang, Gadafi y Kim Jong Il y respondan con ellos bajo un único rasero penal universal, ya sería cargar al año entrante con un segundo deseo al que ni siquiera los directores de periódico tenemos derecho.

Dure mucho o poco la prórroga que este locuaz y diligente cirujano del Gregorio Marañón ha tenido a bien pronosticarle a Castro, el destino ha querido disponer que a la vez que se extinguen estos tres feroces sátrapas se haya apagado la vida de un hombre manso y sin lustre que durante un breve periodo de tiempo ejerció hace 30 años el poder a la vez que ellos. Me refiero a Gerald Ford, enterrado entre sinceras muestras de respeto y afecto por parte de la gran república norteamericana, después de que toda su idiosincrasia quedara enmarcada por dos frases de gran proyección popular. La primera la pronunció él mismo, haciendo justicia a la verdadera dimensión del caso Watergate, mientras el helicóptero del dimitido Nixon volaba rumbo a California: «Nuestra larga pesadilla nacional ha terminado».

La segunda la pronunció el siempre escatológico Lyndon Johnson cuando describió a su despreciado rival en las intrigas, escaramuzas y emboscadas de Capitol Hill como «la única persona que conozco incapaz de mascar chicle y tirarse pedos al mismo tiempo». Luego circularon versiones edulcoradas según las cuales lo que Ford no lograba compatibilizar con el movimiento de sus mandíbulas era simplemente andar o incluso pensar, pero el viejo chusquero texano había dicho lo que había dicho.

Sea como fuere, ni siquiera sus más devotos partidarios vieron nunca a Jerry Ford como uno de esos titanes de la política a los que, según argumenta Ortega en la mencionada pieza sobre Mirabeau, se les puede perdonar hasta la venalidad, pues «es injusto imputar al grande hombre como vicios sus imprescindibles ingredientes». Ocurría más bien lo contrario: que viéndole tan modestamente pequeño incluso sus más ingenuos tropezones -no es metáfora sino evocación literal de lo que le pasó en las escalerillas del Air Force One al llegar a Salzburgo- eran elevados por sus adversarios a la condición de categoría y presentados como elocuente expresión de su incapacidad de mantener al país en posición vertical.

Nadie pudo decir que sus dos años y poco de presidencia fueran fructíferos. Vio truncada su luna de miel con la prensa y la opinión pública en el momento en que perdonó a Nixon, le tocó asistir al derrumbamiento del régimen de Vietnam del Sur y evacuar apresuradamente a los últimos de Saigón desde los tejados de la embajada, y fue incapaz de impedir que la inflación conviviera con el estancamiento económico. Por eso, incluso Jimmy Carter al frente de sus voluntarios de la Brigada del Cacahuete logró birlarle la presidencia.

A la hora de su muerte se ha elogiado, sin embargo, su dimensión de estadista al presentarle como el hombre que logró «curar las heridas» de una sociedad abierta en canal por el mayor escándalo político de su bicentenaria historia y se ha recordado su reacción a la captura del carguero Mayagüez por el régimen de los jemeres rojos camboyanos como un ejemplo de prudente sentido de proporcionalidad en la respuesta. Mientras la Junta de Jefes de Estado Mayor le proponía bombardear Pnom Penh, él optó por una operación de comandos que logró rescatar a los tripulantes capturados, alegando que los civiles indefensos de la capital camboyana no debían pagar los platos rotos de la frustración por el desenlace de la guerra de Vietnam.

Fiel a ese mismo espíritu, el ya nonagenario ex presidente grabó una entrevista con Bob Woodward criticando muy atinadamente la política de Bush en Irak y autorizando al periodista a difundirla tras su muerte. Éste puede ser su mejor epitafio: «No creo que debamos ir por el mundo condenando a la gente al fuego del infierno para llevar la libertad a los pueblos a menos que esté directamente relacionado con nuestra seguridad nacional».

Las voces del más humilde de los fantasmas de su propio Partido Republicano, del articulado informe Baker o de la nueva mayoría demócrata en el Congreso han quedado, sin embargo, sofocadas esta madrugada por las palabras de Bush, valorando el asesinato disfrazado de legalidad de Sadam como «un hito en el camino hacia la democratización de Irak». Pues bien: si la legitimidad de tan antipático mojón depende de la feliz terminación de dicha carretera, una vez más el calamitoso presidente tendrá que tragarse sus palabras y quedará en evidencia por sus actos. Si un país en el que se producen más de 100 crímenes políticos y -sólo en la capital- más de tres atentados con bomba al día; un país en el que, según un estremecedor informe de la ONU, la guerra civil larvada entre chiíes y suníes ha degenerado en una orgía de sadismo en la que los secuestrados por la etnia rival son inmisericordemente torturados con sustancias corrosivas, taladradoras y clavos; un país en el que el Gobierno sólo ejerce con alguna eficacia sus funciones a través de las milicias de los grupos radicales que le apoyan; un país en el que los análisis más realistas hablan ya de una muy problemática partición como única salida a la hecatombe, está «caminando hacia la democracia», que vengan los Padres Fundadores y lo vean.

Desde esta madrugada la cabeza de Sadam ocupa ya la caja que hace más de cuatro años el jefe del departamento antiterrorista de la CIA, Cofer Black, prometió llenar con la de Bin Laden. Ya que no hemos podido capturar o matar al uno, hemos primero capturado y luego matado al otro. Se ha cumplido la ecuación de Kissinger -viejo amigo por cierto de Pinochet- quien sostenía que la invasión de Afganistán no era suficiente porque el Islam radical había intentado humillar a los Estados Unidos «y ahora nosotros necesitamos humillarles a ellos». Claro, que en la mentalidad de Bush este ahorcamiento siempre será el fruto del «tsunami democrático» inicialmente concebido para cambiar de la noche a la mañana la faz y las entrañas de la región más conflictiva de la Tierra o, como ha escrito Mark Danner, la consecuencia natural de «una visión evangélica de la redención geopolítica». Sadam ha expirado invocando a Alá, mientras Bush hacía tiempo con su lectura diaria del libro de oraciones que inspira el rumbo de su presidencia.

Y así es como ejecutor y ejecutado quedan paradójicamente unidos no sólo por el fracaso de sus grandes designios sino por sus recursos de casación ante el Tribunal del Más Allá, única instancia a la altura de sus ambiciosos empeños. A diferencia de lo que ocurre en las dictaduras, los derrapes de los gobernantes de los países democráticos pueden ser siempre castigados por los ciudadanos y de ahí la broma de moda en Washington según la cual el verdadero «cambio de régimen» no es el que está teniendo lugar en Irak sino el que se ha iniciado con la mayoría obtenida por los demócratas en las elecciones intermedias.

Cuidado, en todo caso, con esos «grandes designios» y esos «ambiciosos empeños» que son siempre la médula espinal de los totalitarismos y una tentación para las democracias. Antes de precipitarse por el que le llevó a él mismo hasta las Azores, Aznar solía censurar con tino a quienes como González tomaban «atajos» para llegar demasiado pronto o demasiado lejos. Anteayer mismo hemos escuchado alardear a Zapatero de la buena marcha de su histórico «proceso de paz» y hoy es la explosión del coche bomba de la T-4 la que sirve de tenebroso eco a sus fanfarrias.

Hasta las mentes más lúcidas pueden incurrir en el espejismo de la búsqueda del hombre providencial. Ortega escribió su ensayo sobre Mirabeau en 1927, influido por los delirios de Nietzsche y en plena eclosión de la Europa de los totalitarismos. Lo de menos era su manga ancha hacia el león de Aix en Provence -«La Humanidad es como una mujer que se casa con un artista porque es artista y luego se queja porque no se comporta como un jefe de negociado»- pues Mirabeau murió súbitamente en 1791 sin llegar a ejercer un solo día el poder. Lo turbadoramente preocupante es su definición de España como «un pueblo ahogado por el exceso de virtudes pusilánimes» y su recomendación de «compensar la moral canija de las almas mediocres por los fieros y rudos aletazos de las almas mayores».

A toro pasado está claro que los españoles de su tiempo hubieran deseado ahorrarse los «aletazos» que sufrieron durante la década siguiente. Como también lo está que el tamaño del «alma» de Sadam, Castro y Pinochet jamás consolará a sus víctimas. O que los pueblos más prósperos y libres respiran con alivio cuando sus líderes más visionarios o transgresores ceden el protagonismo a personas de más modestas pretensiones sólo empeñadas en gestionar durante un tiempo breve los problemas reales que afectan a la gente. Tras la desquiciada tempestad de las mentiras y quimeras, nada se anhela tanto como la calma laboriosa del sentido común. Así sucedió con Gerald Ford. Así sucede con Fernández de la Vega.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.