Tres finales o tres principios

¿Qué muere y que debe renacer hoy en Europa? Los analistas constatan tres cambios fundamentales: el final de la religión, el final de la metafísica y el final de la conciencia moral. Por lo que se refiere a la religión, ¿hemos perdido los europeos el estremecimiento ante lo sagrado, eso que Goethe y R. Otto consideraban la parte mejor de la Humanidad? ¿No hay ya «historia sagrada» para nosotros? ¿Cristo ha dejado de ser considerado la revelación suprema de Dios y la realización suprema del hombre? ¿Han perdido su significación las personas, instituciones, lugares e ideas substantes a la cultura europea? ¿Somos ya solo culturalmente cristianos, es decir, poscristianos? Preguntas insondables. Un hecho está comprobado: la llamada «diferencia europea», ya que mientras la fe cristiana crece en otro contextos y continentes, comprendidos los más técnicos y modernos, como EE.UU. y Corea del Sur, en Europa parece descender su presencia e influencia. No se han cumplido, sin embargo, los pronósticos que auguraban la total secularización con la llegada de la modernidad.

El segundo es el final de la metafísica. De esta hemos vivido hasta ahora. Nietzsche fue el profeta de su final. Con su afirmación «Dios ha muerto» no declaraba solo la desaparición de la fe en Dios dentro de Europa; proclamaba irreal todo lo que hasta ahora había sido considerado fuente y fundamento del existir humano: el ser, la verdad, el sentido, el fundamento, la moral, la metafísica. Todo esto, que llama trasmundo, habría manifestado su inconsistencia: solo hay un mundo, el de la apariencia. Frente a la voluntad de verdad, Nietzsche planta la voluntad de poder. Pero ¿puede el hombre vivir sin la verdad, sin el sentido, sin el futuro? Solo con ellos es hombre. Habremos llegado al final de una forma de pensar; estará superada una forma de metafísica, pero por ello no pierden su sentido el pensar, el creer y el vivir mismos. El final de una metafísica no es el final del pensamiento ni de la ordenación del hombre a la verdad como su destino.

El final de la conciencia moral es el tercer abismo que se está abriendo bajo nuestros pies. Los admirables descubrimientos, conquistas y creaciones de que el hombre ha sido capaz hasta ahora le han incitado a un salto al límite: hacer del querer humano el poder último que decida sobre la verdad y la falsedad, el bien y el mal, la vida y la muerte. El hombre no es entonces un fiel buscador de la verdad, sino un eficaz instaurador de su poder. Todo queda referido solo al hombre; con ello relativizado y convertido en relativo. Tal es la tentación de Adán, es decir, de cada hombre, y tal es el pecado original. Ahora bien, todo hombre limpio y sereno, cuando pone el oído a las corrientes profundas que corren bajo su ser, sabe que él no es creador, sino creado; no es soberano, sino encargado con la realidad. Sabe que la moral antes que leyes y costumbres es un orden sagrado e inviolable, una vocación a la plenitud, una estructura de su ser, una llamada por el Eterno. No tiene moral; es moral porque está situado, encargado con su prójimo, y debe responder ante quien le ha puesto en la existencia.

¿Estamos condenados a sucumbir bajo esos tres aluviones que descargan hoy sobre el alma europea? La tierra está bajo la ley de la gravedad; el hombre, en cambio, está bajo la ley de la libertad y, en medio de innumerables condicionantes, puede erguirse y tomar la historia en propia mano.

Propongo tres principios para reaccionar contra esos tres finales que algunos profetizan o que reales observadores nos muestran ya operantes. El primero es el principioderealidad. Hay cosas, hay historia, hay hombres, hay sociedad, hay verdad, hay posibilidades, a las que hay que atenerse. El hombre es imagen de Dios y por ello es creador. ¡Y de sus creaciones se alegra el Altísimo al ver reflejada su gloria en las obras del hombre! Pero es creador creado. Existe dentro de unos límites, tiene unas fronteras tanto en su cuerpo como en su espíritu que no son ensanchables hasta el infinito. Una vida verdadera debe atravesar todos los cielos en vuelo, pero a la vez asentar los pies en el suelo. El suelo de nuestro ser, pensar, sentir, hacer, vivir y morir. No todo nos es posible. Toda ilusión es admirable, pero hay ilusiones que envilecen y degradan al ser humano. El hombre debe tener virtud y virtudes, pero la realidad virtual que él crea nunca puede sustituir a la realidad real. Hay que soñar, pero los sueños no pueden hacernos olvidar que el sol está en lo alto y la muerte en lo bajo. Realismo frente a fantasía fácil y atenimiento a la verdad frente a la imaginación que enturbia y engaña. Con este principio de realidad frente al principio de deseo Freud tiene toda la razón.

El segundo es el principio de responsabilidad. La admirable capacidad del hombre transformando la realidad y creando ámbitos de nueva realización para el hombre nos ha suscitado un universo nuevo. Ya casi nada es accesible en directo a la mano del hombre. No somos capaces de darnos razón de lo que ocurre en nuestro derredor, guiado todo por máquinas desde centros que no conocemos. Todo es global y anónimo; y desde ahí todo parece posible y difícilmente nos oponemos a nada porque desconocemos su último fundamento y razón de ser. En tal situación podemos llegar a un mundo donde todo sean poderes lejanos y anónimos. Un mundo del que al final nadie es responsable. En tal situación el individuo debe ser consciente de lo que hace, sentirse responsable de cada una de sus decisiones, concesiones y acciones. Debe participar, opinar, colaborar y oponerse. Cuando esta libertad no se ejerce deja de haber democracia y sucumbimos a una dictadura inconsciente. Sin este ejercicio de responsabilidad por el plegamiento de los muchos se irá conformando una inmensa bola de nieve rodando cuesta bajo hasta estrellarse contra el abismo. Aquí deberíamos citar no solo a Hans Jonas, sino también a Dostoyevski al afirmar: «Yo soy responsable de todo y ante todos».

El tercero es el principio de esperanza. Frente a los acosos y abismos en que el siglo XX puso a la Humanidad hay que mantener en alto la capacidad del hombre para sobreponerse al mal, a la tiranía, a la barbarie y a la muerte. El núcleo constitutivo del hombre es la vocación a la vida y no la condenación a la muerte. No existimos en el vacío, no somos fruto del silencio o absurdo originarios. San Juan comienza su evangelio con la afirmación quizá más fundamental que ha construido el espíritu humano: «En el principio era la Palabra». «Y la Palabra se hizo carne». Palabra es aquí sentido, verdad, libertad, amor, comunicación originaria de Dios compartida con los hombres. Fórmula tallada por el evangelista contra los gnósticos que decían: «En el principio era el Silencio». Somos fruto de libertad y de amor, de una realidad mayor y mejor que nosotros; no del silencio, absurdo o acaso. Lo máximo no procede de lo ínfimo ni lo espiritual de lo material. El Creador crea y permanece siempre fiel a la criatura. Su fidelidad divina funda la esperanza humana.

Frente a Heidegger definiendo al hombre como ser para la muerte, grandes nombres, como P. Laín Entralgo y E. Bloch, nos redescubrieron la esperanza como primera dimensión y última vocación del ser humano. Frente a todo final negador, la ejercitación del principio esperanza es hoy esencial para pervivir con dignidad.

Olegario González de Cardedal, teólogo.

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