Tres hechos y cuatro nombres

Si hay cifras que son fechas, hay nombres que son cimas. Cuatro de ellos han pasado ante nuestros ojos en las últimas semanas. Cuatro grandes de España, exponentes de esa grandeza que mana del esfuerzo, la laboriosidad, la dignidad personal y el trabajo bien hecho. Yo quiero traer sus nombres para hacer honor a la España real, la que trabaja y es honrada, sufre y espera. Quiero hacer el elogio de su excelencia y de su servicio. Para poner de manifiesto que en medio de tantas turbulencias y degradaciones hay hombres y mujeres, la mayoría, que hacen muy bien su trabajo, que viven con dignidad ante sí mismos, ante Dios y ante el prójimo. ¿Cómo estaría el país en pie y no en quiebra si la mayoría de ellos no fueran así?

Hay tres hechos que están pervirtiendo la conciencia española. Uno es la conciencia generalizada de que todo es corrupción. Hemos entrado en un túnel de asfixia y desolación al comprobar cada día nuevos casos de corrupción por parte de personalidades con responsabilidad pública, cargos políticos y encargos morales de la sociedad. ¿Quién negará los hechos? ¿Quién no se va a sentir ofendido y humillado al verse decepcionado por aquellos a quienes otorgó su confianza con el voto, con la manifestación de su conciencia, con la entrega educativa? Aquí solo vale confesión de culpas y propósito de la enmienda junto con las responsabilidades penales correspondientes y la devolución de lo robado. Pero decir solo eso sería seguir deshonrando a los españoles, porque la inmensa mayoría, prácticamente la totalidad de la ciudadanía es honrada, cumple con su deber, respeta a su prójimo y realiza su misión. De esa mayoría silenciosa, incluidos los políticos honrados, humillada por los otros pero fiel en sí misma, hay que hacer el elogio y la defensa. Una prensa e información que vivan sobre todo de lo negativo, del acoso y de la acusación permanentes es un veneno para la salud moral de los españoles.

El otro hecho perturbador son las valoraciones vigentes de los distintos trabajos y oficios, con la correspondiente remuneración económica. No se puede valorar las personas y su trabajo por el eco inmediato que tengan entre la masa, azuzada, enardecida y corrompida apelando a sus instintos más bajos, casi rayando en la pasión visceral y la animalidad. No se puede valorar diez veces más el trabajo hecho con los pies que el trabajo hecho con la cabeza o el corazón, el que deriva de la suerte y del azar, ni comparar con el resultante del largo aprendizaje, del empeño esforzado, del rigor disciplinado, sea este el del artesano, del profesional, del artista, del estudiante, del empleado, que ponen no solo horas sino espíritu, dedicación y voluntad de servicio. ¿Quién no recuerda la conferencia de E. d´Ors en la Residencia de estudiantes (1915) con el título «Aprendizaje y heroísmo», que concluye con el elogio de la obra bien hecha?

El tercer hecho, deletéreo de la conciencia espiritual y de la ética cívica, es esa ola de romanticismo pedagógico, que lo fía casi todo a la espontaneidad, a la invención sobre la marcha, a los deseos primordiales del estudiante, sin el esfuerzo requerido y la constancia necesaria. Tal confianza en la naturaleza es un error mortal. No hay salvaje bueno; no hay nativo que no tenga que entrar por la cultura en el reino de la libertad, de la humanidad y de la gracia. Sin cultivo, sin cultura y sin culto permanentes no se llega a humanidad plena. No hay naturaleza ni animal servicial al hombre sin doma y un mínimo de violencia. Yo vi mi aldea cultivada palmo a palmo, surcadas todas sus tierras, levantadas sus paredes, ordenadas sus gavias y bancales, cortadas las raíces de los arbustos estériles. Tras tres decenios de abandono a su pujanza física es un bosque intransitable, guarida de alimañas, permanente amenaza de fuego. De Rousseau a mayo de 1968 y a ciertas corrientes pedagógicas españolas pasa la línea continua de un piélago del que hay que saltar a tierra firme y limpia, si no queremos sucumbir a la incultura, la violencia y la desesperanza que lleva consigo el fracaso de tales actitudes y métodos.

Junto a estos hechos quiero pronunciar en alto los nombres de cuatro personalidades creadoras de la mejor España. Distintos por su procedencia, profesión y trayectoria biográfica. En Salamanca asistí al homenaje a L. Sánchez Granjel en sus 93 años: el gran historiador vivo de la medicina española, a la vez que excepcional analista de figuras literarias (Unamuno, Azorín, Baroja…), heredero fiel de una tradición anterior en su rama (P. Laín Entralgo…) y abriendo el camino a una generación nueva (D. Gracia, J. M. Urkía…). En Chipiona moría otro catedrático de la universidad salmantina, el franciscano P. Antonio García, máximo historiador de nuestro derecho medieval con sus instituciones eclesiales y civiles. Con su equipo de colaboradores ha realizado la edición crítica en 11 tomos del Synodicon Hispanum, obra capital que recoge los textos de los sínodos de las diócesis, siendo así un instrumento esencial para la historia de nuestra lengua, mentalidades e instituciones.

Los otros dos nombres vienen del campo de la historia de la literatura y del derecho. Martín de Riquer, el humanista, de tan ancho campo y generosa mirada, que nos devolvió en años lejanos la lectura del Quijote en su contexto de intelección, y que sigue teniendo razón al repetir que su lectura es para gozo, divertimiento e instrucción de cualquier lector; que la «Literaturwissenschaft» es sagrada, pero no puede cerrar con su hermetismo el paso a la lectura directa, fiel, repetida. El último en sernos arrebatado a su fragua por la muerte es E. García de Enterría. El es un exponente máximo de quienes reclamaron el derecho y la ley como promotores de la justicia y de la libertad en los decenios de la re-constitución española. Hombre de montaña y de amplios intereses: cumbres de Gredos, Picos de Europa, ruta del Emperador Carlos V, andada a pie desde el puerto de Tornavas a Yuste por donde fue llevado en andas el Emperador hasta su retiro en Yuste.

En el cristianismo los santos fueron siempre considerados maestros, ejemplos e intercesores. En la sociedad civil necesitamos tener ante los ojos figuras de humanidad ejemplar y de excelencia profesional, de esas que tiran hacia arriba de nosotros, y no precisamente aquellas otras que por la frivolidad, el crimen o la injusticia tiran de nosotros hacia abajo. ¿Ya no se leen «Vidas ejemplares»? ¿O es que ya no sabemos en qué consiste la ejemplaridad? Necesitamos nombres que sean cimas: desde ellas se ven más cerca las estrellas y nos alejan de los vicios y pecados.

Olegario González de Cardedal, teólogo.

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