Tres hurras por la regulación

Uno de los cambios sorprendentes que habrá visto cualquier viajero de un país rico en los países de bajos ingresos en los últimos diez años, más o menos, es la veloz difusión del uso del teléfono móvil, seguida ahora por la ampliación del acceso móvil a Internet. Las comunicaciones móviles están teniendo el mismo papel en el desarrollo social y económico de África, Asia y América Latina que el que tuvo la difusión de las líneas de telefonía fija en países como Francia y el Reino Unido en los años setenta. Este proceso transforma las conexiones familiares y sociales, y también las oportunidades empresariales y educativas.

Un factor clave de esta transformación tecnológica fue un estándar técnico obligatorio impuesto por la Unión Europea en 1987. La regulación creó un mercado pancontinental de hardware y servicios, suficientemente grande para que el estándar (llamado GSM, sigla de Groupe Spécial Mobile, el nombre del comité que lo redactó) se adoptara en todo el mundo: en 2004 ya había a escala planetaria más de mil millones de suscriptores a servicios GSM. El alcance global de la regulación generó inmensas economías de escala en la fabricación de dispositivos móviles y hardware de redes, lo que provocó un rápido abaratamiento y facilitó en gran medida la interoperabilidad entre redes y entre países.

Muchas veces la regulación cumple este papel de fijación de estándares. Contra la idea simplista de que la regulación siempre es mala para los negocios, en realidad puede beneficiar a las economías a través de tres importantes canales.

Uno es su función de creación y ampliación de mercados (como en el ejemplo del estándar GSM). Cuando hay una competencia entre ideas tecnológicas (como el famoso combate de los setenta entre los estándares de videocinta Betamax y VHS), a los consumidores les conviene que la discrepancia entre estándares similares se resuelva pronto y en forma decisiva, para evitar el riesgo de gastar dinero en una tecnología perdedora. Y cuando en un mercado grande (como la UE, Estados Unidos o China) se fija un estándar por la vía regulatoria, aparecen enseguida economías de escala y se establece un círculo virtuoso de abaratamiento, mejoras de calidad y aumento de demanda.

Es una dinámica poderosa, que explica por qué las empresas británicas están cada vez más horrorizadas ante la posibilidad de que el gobierno del RU no consiga mantener la uniformidad regulatoria con la UE después del Brexit. Tras consultar a miles de sus miembros, la Confederación Británica de la Industria (CBI), mayor organización empresarial del país, pidió hace poco que haya una “convergencia continua” con las reglas de la UE referidas a bienes, servicios y estándares digitales. El volumen del mercado al que se tenga acceso es fundamental para las perspectivas de crecimiento.

Otro beneficio de la regulación para las economías es hacer posible la competencia. Esto puede parecer contrario a la intuición, ya que de hecho, algunas formas de regulación sirven para habilitar conductas rentistas. Las empresas de sectores oligopólicos suelen quejarse de la carga normativa, pero es evidente que dependen de la regulación como barrera al ingreso de nuevos competidores al mercado. El costo de esa carga normativa es lo que pagan a cambio de poder de mercado.

Algunos de esos sectores (por ejemplo, el financiero) sirven de ejemplo de lo que no debe hacerse en materia regulatoria. Cada vez que algo anda mal, las autoridades imaginan que se necesitan nuevas normas para proteger a los consumidores; esto da lugar a una maraña de reglas que protegen a las empresas establecidas y provocan todo tipo de consecuencias y complicaciones no deseadas. Cuando luego las nuevas normas resultan ineficaces (algo previsible en finanzas, donde las estafas y manipulaciones comerciales abundan) se pone en marcha un círculo vicioso, en el que se aprueban nuevas regulaciones que llevan a nuevos fracasos, y estos a más regulaciones.

Por eso las autoridades de defensa de la competencia inteligentes (como la Autoridad de Conducta Financiera del RU) aplican el modelo del sandbox o “arenero” para poder probar nuevas tecnologías y modelos de negocios en un entorno limitado y controlado donde no deban enfrentar una carga normativa excesiva. Ahora, esta entidad propone globalizar el método del arenero.

Someter las nuevas reglas a análisis de costos y beneficios también contribuye a evitar marañas regulatorias complejas; pero no es suficiente hacerlo en forma incremental, sino que se necesita una evaluación periódica de todo el marco regulatorio. Muchas grandes catástrofes (como el ejemplo trágico del fatal incendio de la Torre Grenfell en el RU) son resultado de no tener esta visión de conjunto.

En sectores nuevos o donde existe una posibilidad real de que aparezcan nuevos competidores con innovaciones tecnológicas, la regulación ayuda de hecho a crear un mercado. Por ejemplo, al eliminar asimetrías informativas en relación con productos innovadores (asimetrías que son mayores cuanto más tecnológicamente avanzados sean los productos), la regulación facilita un campo de juego parejo entre las grandes empresas establecidas y los nuevos competidores, lo que permite a las innovaciones afianzarse. Y al proveer garantías de la seguridad o eficacia de nuevos productos y servicios, y fijar estándares obligatorios mínimos, la regulación da a los consumidores confianza para probar algo nuevo.

El tercer beneficio de la regulación para las economías es precisamente la protección que brinda a los consumidores. Si esto implica que las empresas obtendrán menos ganancias en el corto plazo, pues que así sea. El bienestar de una sociedad no es igual a la rentabilidad de sus empresas ni a la tasa de crecimiento del PIB. En las consultas que hizo la CBI sobre lo que espera la industria respecto de la normativa post‑Brexit, las empresas menos interesadas en mantener la convergencia regulatoria fueron las de provisión de agua y de servicios ambientales y tratamiento de residuos, a las que las estrictas normas ambientales de la UE imponen altos costos que tal vez frenan su crecimiento. Pero es bien sabido que el crecimiento del PIB no tiene en cuenta las externalidades ambientales.

Todo esto pone de manifiesto la importancia de la forma en que se regula. Puede ocurrir, y a menudo ocurre, que las acciones de las autoridades regulatorias debiliten la competencia y el crecimiento sin proteger a los consumidores. Pero no tiene por qué ser así. Reconocer los enormes beneficios económicos potenciales de la regulación puede alentar un debate más elevado que trascienda la mera gesticulación política para centrar la atención en la cuestión crucial del diseño regulatorio.

Diane Coyle is Professor of Public Policy at the University of Cambridge. Traducción: Esteban Flamini.

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