Tres ideas para reformar la Justicia

No sé si troceamos el tiempo para alargarlo, o para ensayar una vida que solo resiste una función, o simplemente por pragmatismo, para organizarnos mejor: para pensar en la última pieza de Lego y en cómo colocar la siguiente. Sea como fuere, el cambio de año es un momento propicio para los balances y los propósitos, y no parece mala idea dedicarlo a la Justicia, esa cosa tan imponente que sin embargo se administra. Y vaya si nos preocupa cómo se haga. Se trata de resolver con celeridad, paz y justicia nuestros conflictos sociales, ya sea la comisión de delitos, las consecuencias de un divorcio, la licitud de un despido o la autorización administrativa para una actividad industrial. Pensemos en cómo mejorar la administración de Justicia y aspiraremos así a una sociedad mejor.

Tres ideas para reformar la Justicia
Raúl Arias

Entre las tres ideas que anuncia el título de este artículo no está el incremento de recursos personales y materiales: una propuesta tan fácil y tan difícil de llevar a cabo como todas las presupuestarias. El estudio de Mora-Sanguinetti (La factura de la injusticia) concluye que, en comparación con los países del Consejo de Europa, no estamos bien en número de jueces y sí en inversión y tecnología. Pero de lo que quiero hablar es de otra cosa: de cómo es nuestra Justicia en comparación con cómo podría ser en cuanto a su composición y a su estructura organizativa. Si selecciona bien a sus miembros y los gobierna con eficacia.

En ese orden, creo que el primer campo de mejora para la Justicia afecta a su tuétano: el reclutamiento de quienes la imparten. Tenemos buenas y buenos jueces, pero podrían ser mejores y de extracción social más plural. El ordenamiento jurídico es un sistema complejo de reglas, principios y valores que hay que aplicar a una infinidad de conflictos sociales. No es buena cosa seleccionar para ello a quienes memorizan mejor las leyes ni hacer depender esa selección de largos años de estudio (más de cinco de media) que muchos jóvenes juristas brillantes no se pueden permitir por razones económicas, apenas paliadas por un incipiente e insuficiente programa de becas. En la actualidad el acceso a la carrera judicial se hace sobre todo a través de dos pruebas orales en las que un tribunal analiza la capacidad de los opositores para recitar con rauda memoria el contenido de las leyes: escucha pacientemente cada salmodia y no les pregunta nada. No les pide que apliquen la ley a ningún caso ni que motiven su decisión. Los aspirantes no necesitan acudir al examen con bolígrafo ni ordenador: no tienen que escribir una sola línea.

Habría que diseñar algún tipo de examen objetivo que detectara con más acierto el talento argumentativo, aplicativo y expositivo de los vocacionados, ya que de un juez no esperamos que sea una base de datos sino una persona justa y reflexiva que sepa explicarnos por escrito sus decisiones. ¿Qué no podrían aprender estos jóvenes si en lugar de los cinco años de oposición memorística y los dos en la Escuela Judicial dedicaran dos a preparar el ingreso y cinco a aprender a razonar jurídicamente la resolución más justa de casos complejos y a ir practicando el oficio? Aunque sé que la relación entre aspirantes y plazas es bien distinta, alguna pista nos debería aportar nuestro exitoso sistema MIR para elegir y formar a los profesionales de la medicina, otra disciplina práctica y abarcativa.

El segundo vector para la reforma es el de los administradores de la empresa judicial. Que todos los miembros del Consejo General del Poder Judicial sean elegidos por el Parlamento refuerza su legitimación democrática. El Tribunal Constitucional (TC) entendió que esta era una lectura posible del artículo 122.3 de la Constitución, que establece que los 20 miembros del Consejo sean nombrados «doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales (...); cuatro a propuesta del Congreso de Diputados, y cuatro a propuesta del Senado, (...) entre abogados y otros juristas». La sentencia 108/1986, firmada por algunos de nuestros más eximios juristas (entre otros, Díez-Picazo, Rubio Llorente y Tomás y Valiente), advertía ya del difícil camino que iba de las musas al teatro.

Si la finalidad de la norma es «asegurar que la composición del Consejo refleje el pluralismo existente en el seno de la sociedad y, muy en especial, en el seno del Poder Judicial», es cierto que ello «se alcanza más fácilmente atribuyendo a los propios Jueces y Magistrados la facultad de elegir a doce de los miembros» -con esmero proporcional en el sistema, cabría añadir-. Con la elección parlamentaria plena «se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada (...) si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, (....) atienden solo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de estos».

Es notorio que ese riesgo se ha hecho resultado, con el inconstitucional e infame fruto de un Consejo paralizado en su renovación durante más de cinco años. Esta enfermedad tiene su remedio: la reforma constitucional. Así lo dice el TC: «La existencia y aun la probabilidad de ese riesgo, creado por un precepto que hace posible, aunque no necesaria, una actuación contraria al espíritu de la Norma constitucional, parece aconsejar su sustitución».

Y hablando de reformas constitucionales, aprovechemos para abordar la de la Fiscalía General del Estado, otro recurrente dolor de cabeza que habla mal de su diseño en la Ley Fundamental. Esta zozobra empobrece nuestras relaciones sociales, sobre todo porque el Ministerio Fiscal se encarga de la persecución penal -y por ello, de que no se cometan delitos-, y porque su actuación depende en buena medida de su jefe o jefa, pues responde a los principios de unidad y dependencia jerárquica (art. 124.2 CE). La Fiscalía es el abogado de la sociedad, la institución que promueve «la acción de la Justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley», por lo que se rige por los principios de «legalidad e imparcialidad».

Mala idea parece entonces hacerla depender en última instancia del Gobierno, que es quien elige al fiscal general y quien puede hacerlo cesar «por incumplimiento grave o reiterado de sus funciones» (art. 31.1.d del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal). Mala idea, porque el Ejecutivo es nuestro poder más preocupantemente expansivo y porque frente a él se predica de forma prioritaria la independencia judicial. Tiene su ironía que la Constitución confíe las ovejas de esta independencia (art. 124.1 CE) a un Ministerio Fiscal que podría terminar teniendo orejas de lobo.

Si preocupa la legalidad, que al fiscal general lo proponga el Parlamento; si preocupa además la imparcialidad en la aplicación de la ley, habrá buenas razones para confiar su designación al Consejo General del Poder Judicial. Bastaría con una leve modificación del artículo 124.4 de la Constitución («El fiscal general del Estado será nombrado por el Rey, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial») que suprimiera tres palabritas («Gobierno», «oído» y «el»). También requeriría, desde luego, de ese Consejo sólido e independiente del que antes hablaba.

Creo que estas tres ideas podrían dar lugar al debate sereno en pro del bien común que el Rey alentó en Nochebuena. Si quisiéramos convertir este trípode en una mesa firme, faltaría una pata, quizás la más importante y seguramente la más evanescente: que los demás poderes públicos, los partidos y los medios traten a la Administración de Justicia con el respeto que demanda la lealtad constitucional.

El respeto no significa aquí ausencia de crítica, tan necesaria en una democracia para cualquier labor pública; incluso si la crítica es hiriente, molesta o desabrida, como subraya la jurisprudencia constitucional. Irrespetuoso es el hooliganismo de echar la culpa a la ineptitud del árbitro o a su parcialidad cada vez que se pierde el partido. Irrespetuosa es la sistematicidad con la que se apellida a los jueces como «conservador» o «progresista», que tanto dificulta la percepción social de su imparcialidad e independencia. Y es que, como decía el gran Tomás y Valiente, la vida y el prestigio de las instituciones dependen tanto de lo que ellas hacen como de lo que con ellas se hace.

Juan Antonio Lascuraín es catedrático de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Madrid.

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