Anduve diez días fuera de España y a la vuelta me entero por los periódicos de varios sucesos judiciales que ignoraba. Por su orden, las novedades son: a) que un académico de la lengua ha escrito una diatriba contra un juez por pronunciar una resolución que no le fue favorable; b) que el 31 de julio el juez instructor del denominado caso Malaya cesó en sus funciones; c) que el juez Garzón hizo aparición en un festival de paz y espiritualidad en Edimburgo.
Primera noticia. Que un miembro de la Real Academia de la Lengua -el título del artículo La poca vergüenza ya dice bastante- dedique a un juez ciertas habilidades ofensivas por dictar una resolución contraria a sus intereses, es muy mala señal. Escribir que «el señor juez de instrucción del Juzgado número 40 de los de Madrid es un personaje siniestro, (...) sus actos menoscaban el prestigio de la democracia, (...) no demuestra padecer vergüenza alguna (...) y que ha perdido el sentido del decoro (...)», son expresiones que, sobre insulto, suelen molestar al destinatario y a lo que representa. En mi humilde opinión, un padre de la lengua tiene la obligación de sopesar cuanto dice y, en caso de duda, es recomendable contar hasta diez antes de poner en marcha la pluma o darle a la tecla. Para mí, el académico, si se sintió fastidiado con el auto judicial en cuestión, bien podría haber descargado su ira al modo que suele hacerlo el procomún, esto es, yendo al fútbol y acordarse de la santa madre del árbitro, que es lo tolerado por la costumbre.
Al magistrado De la Hoz -así se llama el juez embestido, al que no tengo el gusto de conocer-, le diría que tenga bien presente que administrar Justicia no es más que una mantenida pelea contra la injusticia, de la que a menudo se sale con el alma rota en pedazos.
Segunda noticia. Por Carmen Rigalt -más que impertinente, una testigo sin tacha- me informo de que el juez Torres ha concluido sus tareas jurisdiccionales en Marbella y que se ha ido a otro destino. Para la mayoría de sus partidarios, la principal virtud de su señoría es ser implacable. Al respecto, y conozco al magistrado de primera mano, hubiera preferido que de él se dijera que es un juez impecable. Convendría aclarar un detalle punto menos que obvio a estas alturas. No es buen juez quien instruye un sumario con el rol activo de inquisidor, identificado con la acusación. No casualmente, para él la reina de las diligencias -todas practicadas con un secreto injustificado- ha sido la confesión, y la medida preferida -tomada más que a la ligera y con fines ajenos a su razón de ser- la prisión provisional. Lo expresaba el sociólogo Lorenzo Díaz en estas mismas páginas: «La Pantoja entrando en el trullo (...), qué suculentas plusvalías para la industria audiovisual especializada en comerse higadillos de los famosos».
A mi juicio, el punto de partida del caso Malaya ha sido, más o menos explícitamente, la presunción de culpabilidad. Como diría Beccaria, el juez Torres «no ha buscado la verdad de los hechos, sino los delitos en sus detenidos, insidiándolos, creyendo perder si no lograba encontrarlos». Pido disculpas, si fueran procedentes, pero a mí el señor Torres me recuerda a ese personaje de la novela El asesinato del perdedor, donde Cela retrata a un juez que se cree un héroe y al que el inexorable reloj de la historia termina devorando.
Tercera noticia judicial. «No sé si soy o no un activista, pero he tratado de ejercer mi oficio de juez como si fuera algo más que un mero aplicador de normas», ha declarado Baltasar Garzón en una especie de sermón episcopal ofrecido en el altar de una iglesia de Edimburgo. Sobre el acto, véase en EL MUNDO del 19 de agosto la espléndida crónica de Eduardo Suárez.
A mí esta homilía del juez Garzón me hace pensar si acaso el hombre no es sino el reflejo de unas determinadas condiciones sociales que moldean su talento. Cuando se acusa unas características tan intensas como para desbordar las posibilidades que el estatuto judicial ofrece y admite, entonces en torno al juez se forma un enorme vacío y su trabajo, primero aplaudido, termina cayendo en la más absoluta indiferencia. El juez es un instrumento al servicio de la ley y la Justicia y la simple elección del oficio lleva consigo la renuncia a cualquier tentación de espiritismo. Si me lo permite, al magistrado señor Garzón le recordaría las palabras del sabio -a lo mejor las conoce- cuando nos enseña que en Justicia todo el interés se encuentra en aplicar la ley, y que detrás de esto no hay nada, salvo el fin. El compromiso con la misión que la sociedad le confía es el único refugio en el que el juez puede esconder su angustia.
No digo cuanto queda dicho y vengo diciendo de sus señorías si no es con todo respeto y consideración, y con el ruego a mis lectores de que se sirvan apreciar el mucho amor que siento y proclamo hacia la Justicia y sus oficiantes. Raúl del Pozo contaba, a propósito de una visita al juicio del 11-M, cómo al llegar a la sala, di un cabezazo «como si estuviera ante el Altísimo». Lo que mi amigo y admirado Raúl -lo de admirado, aparte otras decencias, es por ser uno de los mejores prosistas en lengua castellana- ignora es que yo, cuando era niño, emparentaba a los aviadores con los ángeles del cielo, a los practicantes con los demonios del infierno y a los jueces con los profetas y los sacerdotes. Esta asociación se correspondía con mis sentimientos, mis devociones e incluso mis gozos y amarguras. Espero que aquellas ingenuas elucubraciones infantiles sigan sirviéndome de sereno equilibrio en mis juicios. En un elocuente texto de Castillo de Bobadilla puede leerse: «(...) de derecho es que debe ser honrado de todos aquél que honra a sus jueces, pues no solamente los reyes y grandes monarcas, sino también los jueces, son ministros de Dios y por Dios ejercen sus oficios y disciernen las cosas justas».
Otrosí digo: un periodista local me pregunta por la sentencia sobre los hechos del 11-M. Yo, que no tengo la costumbre de mentir ni, por tanto, de adular, lo único que puedo afirmar es que los jueces encargados de dictarla reúnen todas las condiciones precisas y aun alguna más: el sentido de justicia, el sentido de la orientación y el sentido común, por ejemplo.
Ahora bien, las preguntas son obvias: ¿Ha quedado destruido el derecho de los procesados a ser tenidos por inocentes? ¿Son culpables de los delitos que se les imputa? ¿Existe certeza de que lo son o, simplemente, es probable que lo sean? ¿Ha habido en el juicio oral prueba bastante para condenarlos? No tengo respuesta, pues desconozco los entresijos del proceso, pero sí la sensación de que el Ministerio Fiscal y las acusaciones se han movido en el terreno de la mera probabilidad.
Es verdad que la propensión de la justicia, encarnada en sus jueces, es detenerse en la verosimilitud en lugar de avanzar hasta alcanzar la certeza. No estoy de acuerdo con quienes sostienen que el concepto jurídico de prueba consiste en un alto grado de probabilidad. Me parece una enorme laxitud lógica e incluso ética. Basta con acudir a las extraordinarias palabras de Voltaire en su Diccionario de filosofía: «Pero, ¿cómo?, ¿se exige una prueba rigurosa para la afirmación de que la superficie de una esfera es igual al cuádruplo de la superficie del círculo en torno a su punto central, y no ha de requerirse que sea rigurosa la prueba para privar de la libertad a un ciudadano acusado de un delito capital?». No; no basta la verosimilitud para condenar. La sustitución de la certeza por la verosimilitud ha sido siempre la causa de la condena de un inocente. Esto mismo, aunque mejor, lo sostiene Francisco Tomás y Valiente, que fue presidente del Tribunal Constitucional: «Sólo la certeza desvirtúa la presunción de inocencia. Sólo desde el convencimiento firme se puede condenar, no desde la duda (...)».
Es la hora del tribunal y sus miembros lo saben bien. A partir del instante en que el presidente pronunció el ritual «visto para sentencia», comenzó el gran cometido de los tres magistrados. Ellos están en lo más alto. Varias veces he escrito que ningún hombre, si pensase en lo duro que es juzgar al prójimo, aceptaría ser juez. A sus ilustrísimas señorías les toca decir la última palabra. Deben escoger entre el sí de las acusaciones o el no de las defensas. Pero ¿y si no pueden escoger? Las pruebas deben servir para reconstruir el pasado. ¿Y si las pruebas practicadas no sirven? Entonces la solución está en la Constitución; en la nuestra.
Decipimus specie recti, nos dejó dicho Horacio: somos engañados por la apariencia de la verdad. La Justicia no es una mera técnica, aunque tenga mucho de técnica compleja, sino un latido del espíritu que busca la verdad sobre cualquier cosa. Algún día alguien tendría que escribir sobre el arte de juzgar.
Javier Gómez de Liaño es abogado y magistrado excedente.